Daniel Iglesias Grèzes
En el pasado mes de diciembre recibí por correo electrónico un artículo anónimo titulado “La V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y Caribeño”, escrito al parecer por alguien vinculado a la Institución Kölping, organización católica dedicada fundamentalmente a la promoción humana por medio de la capacitación laboral. Dicho artículo se presenta como una reflexión, dirigida en primer lugar a las “familias Kölping” en los distintos países, sobre la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tendrá lugar en mayo de 2007 en Aparecida (Brasil), convocada por el Papa Benedicto XVI. A continuación reproduciré íntegramente ese artículo y luego haré una crítica del mismo.
La V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y Caribeño
Autor desconocido
0. Introducción
Las comisiones preparatorias, nos encargaban a las distintas diócesis y movimientos eclesiales, el poder reflexionar sobre el documento preparatorio de la V CONFERENCIA DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE, además de sugerir a través de 19 fichas, un trabajo de aportes a la misma. Sin embargo, encontramos muy urgente hacer un análisis más profundo a ciertos temas que este documento no presenta o lo hace, pero de manera muy frágil (sin embargo los que deseen, pueden realizar un trabajo detallado con las fichas enviadas por el CELAM). Por lo mismo proponemos estos puntos para la reflexión y el análisis en los distintos países y en las familias Kolping que así lo vean pertinente.
1. El contenido de los cinco capítulos del Documento
En rápidas pinceladas, demos una mirada analítica a los contenidos de cada uno de los cinco capítulos. Recordamos que nuestro objetivo es llamar la atención sobre sus límites, silencios o vacíos, y esto es lo que se pondrá en evidencia en dicho análisis.
1.1. Capítulo I: la antropología y la cristología
a. La antropología
El cambio antropológico operado por la modernidad en el Concilio Vaticano II significó sobre todo un diálogo con el ser humano ateo, con el ‘no-creyente’.
En Medellín se puso en evidencia lo que en el Vaticano II había permanecido inconcluso: ‘una Iglesia de los pobres para ser la Iglesia de todos’ (Juan XXIII). El Documento de Participación pone como punto de partida al ‘hombre-sin sentido’, o de modo más concreto, en búsqueda de la felicidad (n. 1). La felicidad es realmente una cuestión relevante para el ser humano actual. Solo que es muy diferente lo que entienden por felicidad un rico y un pobre, por ejemplo.
Da la impresión que el ser humano del Documento es un sujeto rico, cansado y vacío, absorbido por la tecnología y el consumismo, en crisis de sentido, en crisis existencial (n. 2). Para los pobres, en cambio, la crisis es de sobrevivencia o supervivencia, no de existencia.
Puebla había visto al ser humano latinoamericano y caribeño con rostros muy concretos, en particular rostros de pobres (DP 31-39). El Documento de Participación habla de un ser humano sin rostro, como si fuese una categoría, una esencia, más allá de la contingencia de una historia que hace lo cotidiano de la vida.
El ser humano del Documento, en tanto no tiene rostro concreto de indígena, negro, mujer, trabajador, desempleado, sin tierra y sin techo, niño/a, etc. y su deseo de felicidad, en tanto no tiene objetivo palpable como pan, casa, educación, trabajo, salud, acogida, etc., permanece más en la esencia que en la existencia.
Para los pobres, hasta la experiencia religiosa en cuanto salvación tiene que pasar por la plenitud de la vida, incluida la vida material. De lo contrario, va a afiliarse a movimientos religiosos autónomos, en especial el neopentecostalismo, donde la salvación se confunde con prosperidad material, salud física y psicoafectiva.
No podemos perder de vista que el giro antropológico operado por la modernidad, es un esfuerzo importante por superar el teocentrismo de la cristiandad. Esto sucedió cuando Heidegger, basándose en Hegel, el descubridor de la historia, caracterizó el ser como tiempo. Hasta entonces, la antropología se mantenía metafísica, esencialista, a-histórica.
b. La cristología
El Cristo del Documento es el Resucitado, Rey, Vivo, Camino, Verdad y Vida. Sin embargo, el Salvador del pueblo excluido es el Jesús Sufriente, no el Jesús Muerto del viernes santo.
No es que se dude del resucitado, o de que esté vivo, pero si Jesús es solidario con su dolor, Él también debe estar sufriendo. Es imposible que todo sea gloria para un Dios cuyos hijos están aplastados por la opresión y la injusticia.
El riesgo más grande en la cristología no es un Jesús sin Cristo, cuanto un Cristo sin Jesús. Es aquí donde se localiza el déficit cristológico del Documento. Se trata de buscar situar la obra salvadora de Jesús en el hoy de la realidad latinoamericana y caribeña, de relacionar su mensaje con las contradicciones que vivimos en nuestro contexto y no simplemente afirmar la acción redentora en sí misma. Siguiendo el dinamismo del misterio de la Encarnación, no se puede dejar de relacionar a Cristo con Jesús que prolonga su pasión en la historia, estampada en tantos rostros desfigurados. La perspectiva de Mateo 25,31-46 ayuda a acoger, vivir y servir a Jesucristo, no como una realidad meramente transhistórica, sino en lo cotidiano de la vida. El Evangelio contextualizado en nuestra realidad es Buena Noticia de un Jesús profeta en favor de la justicia y la fraternidad, que vivió la solidaridad con las víctimas hasta el fin y cuya consecuencia será la muerte en cruz. La cruz no es un medio, es la consecuencia de dar la vida por todos pues el sufrimiento nunca puede ser justificado por sí mismo. Afirmar que Cristo ‘sacia la sed de sentido y de felicidad’ (n. 5), es decir poco y lo hace muy distante.
1.2. Capítulo II: la eclesiología
Con Justino de Roma, el Documento reconoce la presencia de ‘semillas del Verbo’ en la vida de los aborígenes precolombinos y con Eusebio de Cesarea, la etapa precolonial como praeparatio evangélica (n. 22). Igualmente reconoce y reitera el pedido de perdón hecho por Juan Pablo II por las sombras que hubo durante el proceso de evangelización (n. 27). No obstante, al dar cuenta de las sombras a través de la denuncia de los santos misioneros, afirmando que ‘la propia evangelización constituye una especie de tribunal de acusación para los responsables de aquellos abusos’ (n. 26), no deja de conservar resquicios de una eclesiología preconciliar.
En primer lugar, la eclesiología conciliar se funda en la neumatología y no en la cristología. Es evidente que la Iglesia fue querida y fundada por Jesús, pero solo pasa realmente a existir cuando los apóstoles inactivos se vuelven activos, por la acción del Espíritu en Pentecostés. La Iglesia no es exterior ni anterior a la acción del Espíritu. La Tradición es la historia del Espíritu Santo en la historia de la Iglesia.
En segundo lugar, la eclesiología del Documento se resiente de una cristología docetista, según la cual la Iglesia es concebida como extensión e historia de Cristo glorioso. En esta perspectiva, Belarmino concebía a la Iglesia en cuanto Cuerpo de Cristo como ‘Encarnación continuada’. Se trata por lo tanto del Cristo glorioso, sin Jesús, y de una Iglesia divina, que no peca, y cuando peca, no pasan de ser pecados de los ‘hijos de la Iglesia’, nunca de la Iglesia como tal que es esencialmente santa, por ser divina. La eclesiología del Vaticano II, en cambio, asume la dimensión contingente de la Iglesia en la precariedad del presente —ecclesiam semper reformanda (UR 5; GS 40) —, o en el decir de los Santos Padres: casta meretrix (LG 8; GS 21.43).
Con todo, el déficit eclesiológico del Documento se expresa principalmente en el eclipse del Reino de Dios. Este aparece una única vez en el texto, pero no en relación con la Iglesia y sí con Jesús, citando el prefacio de la solemnidad de la fiesta de Cristo Rey (n. 6). La Iglesia se liga directamente a Cristo y prolonga su misión, como si Jesús se hubiese predicado a sí mismo.
Una Iglesia sin Reino de Dios es una Iglesia fuera y sobre el mundo, centrada en sí misma, propietaria de todos los medios para la salvación. Después del Concilio Vaticano II, sin embargo, no se puede comprender la Iglesia fuera del trinomio Iglesia-Reino-Mundo, porque son tres realidades que se interpenetran (LG 5; GS 40). La Iglesia existe para ser signo e instrumento del Reino de Dios en el Mundo.
De igual forma, no se puede dejar de aludir al hecho de que el Documento, al hacer una retrospectiva histórica del caminar de la Iglesia para identificar los signos de esperanza presentes en ella hoy (n. 34), presenta una vasta relación de realidades eclesiales, pero con silencios que precisan ser rotos. Por ejemplo: no se hace mención de las anteriores cuatro conferencias generales del episcopado latinoamericano y caribeño con su rico magisterio, una tradición que no se puede perder; no se hace mención de los mártires de las causas sociales, en la lucha por la justicia, que fueron millares y es lo que la Iglesia en América Latina y el Caribe tiene de más valor; en el campo de la pastoral social, no se menciona el trabajo con la ecología, los trabajadores, los campesinos, los menores, las personas de edad, las mujeres marginadas, los enfermos, etc.; las Cebs son citadas como una estructura de participación, desprovista de su espíritu y novedad eclesiológica, apenas mediación para obtener comunidades pequeñas. La rica contribución de la reflexión bíblico-teológica solo es citada de paso al evocar el ‘contenido evangélico y teológico de la liberación’. Ahora, junto con nuestros mártires, tenemos asimismo una teología mártir que, a pesar de sus reconocidos límites, confiere a nuestro continente una tradición propia dentro de la Tradición de la Iglesia como un todo, en la medida en que tesis como opción por los pobres, pecado social, fe y praxis, historia única, liberación como salvación, etc., enriquecen toda y cualquier teología.
1.3. Capítulo III: la misionología
En el Documento, todo confluye hacia la misión —‘una gran misión continental’ (n. 173) —, lo que es muy justificable y necesario en un mundo cada vez más marcado por la exclusión y el secularismo. Y se quiere llegar al ‘individuo’ dando un paso más en relación a las conferencias anteriores (n. 44). No obstante, se prefiere hablar de ‘misión’ en lugar de ‘evangelización’, y cuando esta es mencionada, aparece cono ‘nueva evangelización’ en gran medida entendida como ‘proclamación del kerigma’, sin tomar debidamente en cuenta su recepción e implicaciones históricas. El término ‘misión’, en una cosmovisión tradicional, se inserta en el contexto de la mentalidad eclesiocéntrica de la cristiandad, de una salvación en la esfera estrictamente religiosa y dentro de la Iglesia.
Ya el término ‘evangelización’, en la perspectiva de la Evangelii Nuntiandi, al relacionarlo con promoción humana (EN 31), supera el carácter de cristiandad justo al acusar la recepción en el seno de la eclesiología, de la categoría ‘Reino de Dios’. De ahí el acento mayor del Documento en el secularismo que en la exclusión social. La ‘misión’ está preocupada por la salvación, sí, pero al concebirla desde la Iglesia, está más centrada en esta que en la salvación, que también puede acontecer fuera de la Iglesia. Aunque no fuera de Jesucristo, en la esfera de un Reino que está más allá de la Iglesia.
Da la impresión de una misión que prescinde de mediaciones históricas para ese encuentro con Jesucristo. Ella sería una prédica para ser acogida en el corazón, sin tomar debidamente en cuenta una Palabra que debe ser siempre acogida y leída dentro de una tradición, precedida por la experiencia de la misma, por el testimonio. Entonces, la fe, antes de llegar a Jesucristo, pasa por la Iglesia. Antes de creer en Dios, creemos en la Iglesia (en Iglesia), por cuanto la fe cristiana es siempre ‘creer con los otros en aquello que los otros creen’.
Esta perspectiva queda evidenciada en el hecho de que la misión, en el Documento, aparece antes de ver la realidad y después del abordaje sobre la Iglesia. Por un lado, está el riesgo de ser respuesta a preguntas que nadie hace; y por otro, de confundir la misión con la incorporación a la Iglesia, en lugar de llevar a conectar con el Reino de Dios que va más allá de la Iglesia y de quien ella es señal e instrumento.
La evangelización, en la perspectiva de la Evangelii Nuntiandi, abre la misión también a la inculturación (EN 63). En la misión tradicional, cuando mucho se hace ‘adaptación’. En la evangelización, se procede con el dinamismo de la inculturación que se funda en el misterio de la Encarnación del Verbo, que asume para redimir. Una evangelización que no sea proceso de inculturación, no es dialógica, y si no fuera dialógica, sería impositiva. Y evangelizar es, antes que nada, no ignorar ni imponer.
1.4. Capítulo IV: la visión del mundo
Como ya dijimos, después del Concilio Vaticano II no se puede comprender a la Iglesia fuera del trinomio Iglesia-Reino-Mundo, en tanto que son tres realidades que se interpenetran. La eclesiología del Documento, además de no hacer referencia al Reino de Dios, no ve a la Iglesia dentro del mundo, siendo parte de él, existiendo para él.
De igual modo, como ya vimos, el mundo es visto después de haber visto a la Iglesia, pues es punto de llegada, lugar de aterrizaje de una ortodoxia previamente definida. No es fuente creadora de ideas, locus theologicus, lugar de interpelaciones de Dios (signos de los tiempos), sino escenario de una salvación meta-histórica.
En el Documento, dos aspectos marcan la lectura de la realidad del mundo de hoy: la transición hacia una nueva época (nn. 94-111) y el fenómeno de la globalización (nn. 112-123). Hay una buena lectura de estos fenómenos, sin que de ellos, sin embargo, se saquen las consecuencias para la misión. Esto revela que ellos no inciden sobre la misión. Es esta la que deberá incidir sobre ellos. El primero nos lleva a no ver todo claro y seguro, a no poseer todas las respuestas. El segundo nos coloca en una actitud de servicio, búsqueda y diálogo en el seno de la sociedad pluralista, en la que los principios del Evangelio, sobre los cuales debe de estar asentada una sociedad plenamente humana, necesitan de mediaciones históricas para volverse realidad concreta. No son suficientemente tomados en cuenta otros dos fenómenos importantes: el pluralismo y la nueva racionalidad emergente.
En cuanto a la transición de época y la globalización, tienden a ser vistos como una amenaza para la Iglesia (n. 147); ahora bien, aunque lo sean, no son solo eso. De ahí deriva una postura hostil, apologética, sobre todo frente a la mentalidad laicista y relativista. El laicismo precisa ser erradicado (n. 146). La globalización puede ser mejorada (n. 114).
Para enfrentar ese mundo son recordados los mártires de ‘final del siglo XIX y comienzos del siglo XX’ (n. 28), justamente aquellos que se enfrentaron con Estados modernos, laicos y racionalistas. Se mira con preocupación el avance del relativismo ético, que lleva hacia una sociedad poscristiana. Se ve poco margen para el diálogo, la interacción, el servicio, la búsqueda con todas las personas de buena voluntad de nuevas respuestas a los nuevos problemas. Da la impresión de que la Iglesia ya posee todas las respuestas y que podrá, sola, transformar ese mundo, en especial si se trata, en gran medida, de hacerlo cristiano. En este particular, la gran novedad del Vaticano II fue la aceptación de la historia en su radical ambigüedad, lugar de interpelación de Dios por medio de los ‘signos de los tiempos’. El mundo es creación de Dios. El plano de la redención no abolió el plano de la creación, sino que lo recapituló, en un lenguaje paulino (Ef 1,10), desarrollado con amplitud por Ireneo de Lyon.
La misión, en esta perspectiva, corre el riesgo de concebir la salvación como un ‘separar del mundo’ en lugar de insertarse en él y recrearlo desde adentro, siguiendo el misterio de la Encarnación. El mundo no tiene autonomía legítima: o se integra y es absorbido por la Iglesia, o está perdido, en una mentalidad típica de cristiandad en que lo sagrado no se inserta en lo profano, a no ser que este deje de existir, dejándose absorber por aquel.
1.5. Capítulo V: la meta de la misión continental
La mayor motivación para una ‘gran misión continental’ (n. 173) no es el hecho de que un continente cristiano esté estructurado de modo no cristiano, engendrando exclusión, opresión, hambre, injusticia, etc., impidiendo que el Reino de Dios y su salvación acontezcan en la vida personal y social. Hay, en cambio, una preocupación por el decrecimiento del número de católicos, que pasaron sobre todo a los movimientos religiosos autónomos de corte pentecostal (n. 155). Una preocupación, por lo tanto, no necesariamente por la calidad del cristianismo y sí por la visibilidad de la Iglesia Católica. Para hacer frente a ese desafío se tiene dificultad en ir a sus causas reales, también de tipo estructural de la Iglesia, y da la impresión de que se opta por la disputa del mercado religioso con los mismos medios de los competidores.
Para el Documento, la misión está orientada a ‘que todos tengan vida en él’ —Jesucristo—. La pregunta es ¿qué se entiende por ‘vida’?. Aun cuando sea correcto afirmar que Jesús es ‘la Vida’, el concepto correcto está sujeto a situar de modo correcto la cristología dentro de la economía de la salvación. Existe una tendencia a no concebir el ‘plano de la redención’ en relación con el ‘plano de la creación’, al no relacionar de manera adecuada evangelización y promoción humana. Como si solo hubiera salvación en el plano de la redención, no entendido como ‘recapitulación’ del plano de la creación, sino casi como sustitución. Además, no se distinguen en esta perspectiva fe ‘en’ Jesús y fe ‘de’ Jesús. Como si solo hubiese salvación cuando hay fe ‘en’ Jesús, en cuanto adhesión explícita dentro de la Iglesia, y no también cuando hay fe ‘de’ Jesús, esto es, vivencia de las bienaventuranzas sin saberlo. Vida ‘en el’ no se da únicamente cuando existe una adhesión explícita a Jesucristo, sino asimismo cuando se vive su vida, aunque no se sepa, pues toda acción en el Espíritu converge hacia Cristo. Por eso, el concepto de ‘Vida’ del Documento necesita ser ampliado. La salvación requiere ser mejor articulada con historia, nueva sociedad, promoción humana, realidades terrestres, etc., y, en consecuencia conversión personal con conversión estructural, vida espiritual y vida temporal, etc.
La misión en el Documento, ya lo señalamos, da margen para pensar que consiste en incorporar a todos en Cristo, que equivale a incorporar a todos a la Iglesia Católica (n. 162). Seria un salir hacia fuera para traer hacia dentro. Como el Reino de Dios se tiende a confundir con la Iglesia, esta es la instancia de salvación de Jesucristo, lo que justificaría colocarla como punto de llegada de la misión (n. 163). Equivaldría a decir que, en realidad, el punto de llegada es Jesucristo, pero como la Iglesia es su cuerpo, no hay Cristo sin Iglesia, o más exactamente, no hay salvación en Jesucristo fuera de la Iglesia.
2. A modo de conclusión
La Va. Conferencia del Episcopado de América Latina y el Caribe se inserta en la tradición de las cuatro anteriores conferencias: Rio de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). La primera estuvo todavía marcada por el contexto de neocristiandad, o sea, de apología frente al mundo moderno y de una acción de reconquista para la fe católica, tributaria del eclesiocentrismo aún reinante. Medellín situó a la Iglesia del subcontinente en la perspectiva del Vaticano II, elaborando una ‘recepción creativa’ que significaba hacer del Concilio un punto de partida más que un punto de llegada. Puebla, sin embargo, fue ya un freno a la entonces reciente originalidad de una ‘tradición latinoamericana y caribeña’, y mucho más lo fue Santo Domingo. Era el reflejo del gradual proceso de lo que se denominó ‘involución eclesial’ en el seno de una modernidad en crisis. La opción por los pobres y la perspectiva liberadora, que se reivindican en el espíritu del Concilio, tenderán a ser vistos más como ideologización marxista que como expresiones concretas e históricas del evangelio social de Jesús de Nazaret. El enfoque del Documento de Participación, en vista de la Conferencia de Aparecida, se inserta en este gradual distanciamiento de la legítima y original tradición latinoamericana y caribeña inaugurada en Medellín, o lo que equivale a decir, en última instancia, distanciamiento de las intuiciones y los ejes teológicos centrales del Concilio Vaticano II.
Es necesario recuperar las intuiciones y los ejes teológicos centrales del Vaticano II, y con ellos la rica ‘tradición latinoamericana y caribeña’. De ahí la relevancia de este tiempo de preparación de la Vª Conferencia, a través del proceso de las comunidades eclesiales, en el enriquecimiento de la propuesta del Documento de Participación. Cinco puntos principales podrían servir de norte en este esfuerzo:
1. Colocar la realidad como punto de llegada y no como punto de partida, para que lo temporal no pierda su autonomía y especificidad, en especial la peculiaridad latinoamericana y caribeña.
2. Explicitar la relación intrínseca de la fe con la praxis liberadora, para que la religión no esté predestinada a continuar relegada en la esfera privada de una espiritualidad intimista.
3. Testimoniar una religión transformadora, lo que implica una Iglesia viva y profética que tiene en las Cebs un nuevo modo de ser Iglesia, pues son un modo privilegiado de articulación en el seno de la sociedad, entre fe y vida, entre cristianismo y ciudadanía.
4. Reavivar la opción preferencial por los pobres, que no los ve como objetos sino como sujetos de una nueva sociedad, que no es simplemente un trabajo prioritario entre otros tantos sino una óptica desde donde se mira a todos de forma profética.
5. En cuanto la salvación siempre se da en la historia y existe una única historia, concebir la liberación no como un mero sinónimo de desarrollo o promoción humana sino como salvación concebida en la perspectiva de Medellín: ‘pasaje de situaciones menos humanas a más humanas’.
Crítica del texto anterior
Daniel Iglesias Grèzes
A continuación reproduciré una vez más algunas afirmaciones de nuestro autor anónimo e indicaré mi opinión crítica acerca de las mismas.
“El cambio antropológico operado por la modernidad en el Concilio Vaticano II significó sobre todo un diálogo con el ser humano ateo, con el ‘no-creyente’.” (1.1, a)
Esta simple frase contiene varias afirmaciones problemáticas y cuestionables, que el autor no fundamenta:
1) En el Concilio Vaticano II hubo un cambio antropológico.
2) Este cambio fue operado por la modernidad.
3) Este cambio significó sobre todo un diálogo con los no creyentes.
Si bien el Concilio Vaticano II contribuyó al desarrollo histórico de la doctrina cristiana en general y de la antropología cristiana en particular, debe destacarse que este desarrollo implica siempre una identidad y una continuidad esenciales de la misma doctrina. Es cierto que el Vaticano II aceptó algunos aspectos positivos de la modernidad (por ejemplo: la libertad religiosa y la autonomía de las realidades temporales), pero lo hizo asimilándolos dentro de la doctrina cristiana, dotándolos de un sentido cristiano que a menudo estaba ausente u oscurecido en la cultura moderna. Por otra parte, cabe afirmar que el diálogo evangelizador de la Iglesia con los no creyentes siempre existió, al menos en la medida en que la Iglesia se encontró con no creyentes. La difusión masiva de la increencia es un fenómeno propio de los últimos 200 años.
“En Medellín se puso en evidencia lo que en el Vaticano II había permanecido inconcluso: ‘una Iglesia de los pobres para ser la Iglesia de todos’ (Juan XXIII). El Documento de Participación pone como punto de partida al ‘hombre-sin sentido’, o de modo más concreto, en búsqueda de la felicidad (n. 1). La felicidad es realmente una cuestión relevante para el ser humano actual. Sólo que es muy diferente lo que entienden por felicidad un rico y un pobre, por ejemplo.” (1.1, a).
Quizás es muy diferente la forma en que de hecho unos y otros buscan la felicidad, pero según la doctrina cristiana hay un solo camino a la felicidad, válido para todos los hombres: Jesucristo, el único Salvador del mundo.
“Da la impresión que el ser humano del Documento es un sujeto rico, cansado y vacío, absorbido por la tecnología y el consumismo, en crisis de sentido, en crisis existencial (n. 2). Para los pobres, en cambio, la crisis es de sobrevivencia o supervivencia, no de existencia.” (1.1, a).
A esto podría contentarse que da la impresión de que el anónimo autor de este artículo concibe a los pobres como meros animales que sólo buscan satisfacer sus necesidades materiales. Los pobres, en cambio, son seres humanos como los demás y por ende son seres esencialmente religiosos, que sólo pueden realizarse plenamente en una adecuada relación con Dios. También los pobres necesitan encontrar un sentido absoluto a su existencia.
“Puebla había visto al ser humano latinoamericano y caribeño con rostros muy concretos, en particular rostros de pobres (DP 31-39). El Documento de Participación habla de un ser humano sin rostro, como si fuese una categoría, una esencia, más allá de la contingencia de una historia que hace lo cotidiano de la vida.” (1.1, a).
El lenguaje abstracto no es excluyente, sino incluyente. Realmente existe una naturaleza humana común a todos los hombres. Por eso se puede hablar con sentido del hombre en general, haciendo afirmaciones verdaderas sobre el hombre que se aplican tanto a los ricos como a los pobres, tanto a los varones como a las mujeres, etc.
“El ser humano del Documento, en tanto no tiene rostro concreto de indígena, negro, mujer, trabajador, desempleado, sin tierra y sin techo, niño/a, etc. y su deseo de felicidad, en tanto no tiene objetivo palpable como pan, casa, educación, trabajo, salud, acogida, etc., permanece más en la esencia que en la existencia.” (1.1, a).
Los objetivos “palpables” no quedan excluidos de la búsqueda humana de la felicidad, pero no son la solución definitiva al problema del hombre. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4,4). “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Mateo 16,26).
“Para los pobres, hasta la experiencia religiosa en cuanto salvación tiene que pasar por la plenitud de la vida, incluida la vida material. De lo contrario, va a afiliarse a movimientos religiosos autónomos, en especial el neopentecostalismo, donde la salvación se confunde con prosperidad material, salud física y psicoafectiva.” (1.1, a).
El autor recurre continuamente a falsas oposiciones. No hay que oponer la promoción de la justicia a la salvación escatológica. Cuando la “opción por los pobres” se convierte en búsqueda de una falsa solución inmanentista al problema del hombre, el sentido religioso innato tiende a rechazarla. El pobre, por ser hombre, tiene sede de trascendencia, sed de Dios; y cuando los católicos sólo le dan bienes materiales y olvidan que él es un ser religioso, el pobre hace una “opción por los cultos pentecostales”, que al menos explicitan continuamente su referencia a Dios.
“No podemos perder de vista que el giro antropológico operado por la modernidad, es un esfuerzo importante por superar el teocentrismo de la cristiandad. Esto sucedió cuando Heidegger, basándose en Hegel, el descubridor de la historia, caracterizó el ser como tiempo. Hasta entonces, la antropología se mantenía metafísica, esencialista, a-histórica.” (1.1, a).
Esto es un gran error histórico-filosófico. El “giro antropocéntrico” de la modernidad no comenzó con Hegel ni menos aún con Heidegger, sino mucho antes, con Descartes. Después continuó evolucionando hasta llegar a una cierta “cumbre” en Kant, bastante anterior a Hegel. Además, si Hegel fuera el “descubridor de la historia”, ¿en qué quedaría, por ejemplo, la teología de la historia de San Agustín? Por otra parte, tampoco es cierto que la filosofía escolástica (por ejemplo, la de Santo Tomás de Aquino) fuera a-histórica.
“El Cristo del Documento es el Resucitado, Rey, Vivo, Camino, Verdad y Vida. Sin embargo, el Salvador del pueblo excluido es el Jesús Sufriente, no el Jesús Muerto del viernes santo.” (1.1, b).
Evidentemente ambos son el mismo Jesús, el mismo Redentor de todo el género humano.
“No es que se dude del resucitado, o de que esté vivo, pero si Jesús es solidario con su dolor, Él también debe estar sufriendo. Es imposible que todo sea gloria para un Dios cuyos hijos están aplastados por la opresión y la injusticia.” (1.1, b).
Esto es un grave error teológico. Dios no sufre, porque es impasible. Vive en una perfecta y eterna felicidad. Y Jesucristo resucitado está sentado a la derecha del Padre, compartiendo con Él su gloria infinita. ¿De qué nos serviría, al fin y al cabo, un dios tan miserable y alienado como nosotros?
“El riesgo más grande en la cristología no es un Jesús sin Cristo, cuanto un Cristo sin Jesús.” (1.1, b).
Ambos son errores igualmente peligrosos; pero el Magisterio de la Iglesia no incurre en ninguno de ellos.
“Es aquí donde se localiza el déficit cristológico del Documento. Se trata de buscar situar la obra salvadora de Jesús en el hoy de la realidad latinoamericana y caribeña, de relacionar su mensaje con las contradicciones que vivimos en nuestro contexto y no simplemente afirmar la acción redentora en sí misma. (…) El Evangelio contextualizado en nuestra realidad es Buena Noticia de un Jesús profeta en favor de la justicia y la fraternidad, que vivió la solidaridad con las víctimas hasta el fin y cuya consecuencia será la muerte en cruz. La cruz no es un medio, es la consecuencia de dar la vida por todos pues el sufrimiento nunca puede ser justificado por sí mismo. Afirmar que Cristo ‘sacia la sed de sentido y de felicidad’ (n. 5), es decir poco y lo hace muy distante.” (1.1, b).
Si es poco saciar la sed de sentido y de felicidad, ¿qué podría ser mucho? ¿Cómo puede estar distante de nosotros aquel que sacia nuestra sed de sentido y de felicidad?
Además, Jesús entregó su vida libremente para la salvación de todos. No buscó la cruz por sí misma, pero la aceptó como el medio querido por Dios para reconciliar a los hombres consigo. Dios no es el autor del mal, sino que permite el mal en orden a un bien mayor.
“Con Justino de Roma, el Documento reconoce la presencia de ‘semillas del Verbo’ en la vida de los aborígenes precolombinos y con Eusebio de Cesarea, la etapa precolonial como praeparatio evangélica (n. 22). Igualmente reconoce y reitera el pedido de perdón hecho por Juan Pablo II por las sombras que hubo durante el proceso de evangelización (n. 27). No obstante, al dar cuenta de las sombras a través de la denuncia de los santos misioneros, afirmando que ‘la propia evangelización constituye una especie de tribunal de acusación para los responsables de aquellos abusos’ (n. 26), no deja de conservar resquicios de una eclesiología preconciliar.” (1.2).
La cita del n. 26, “preconciliar” o no, dice algo perfectamente razonable: que los abusos cometidos por los cristianos no brotan de la esencia del cristianismo sino que son su negación práctica. Cuando se predica el auténtico Evangelio, entonces -implícita o explícitamente- se denuncia toda injusticia.
“En primer lugar, la eclesiología conciliar se funda en la neumatología y no en la cristología.” (1.2).
Error teológico: la eclesiología conciliar no se funda sólo en la cristología ni sólo en la pneumatología, sino en una armónica doctrina trinitaria. El Concilio Vaticano II enseña que la Iglesia procede del eterno designio de amor del Padre (cf. Lumen Gentium, n. 2), es fundada por Cristo (cf. Lumen Gentium, n. 3) y es vivificada por el Espíritu Santo (cf. Lumen Gentium, n. 4).
“Es evidente que la Iglesia fue querida y fundada por Jesús, pero sólo pasa realmente a existir cuando los apóstoles inactivos se vuelven activos, por la acción del Espíritu en Pentecostés.” (1.2).
¿Entonces no existe la Iglesia en la Última Cena? ¿Cómo podría ser verdad, pues, que “la Eucaristía hace la Iglesia”? ¿No brota la Iglesia, como enseñaron los Santos Padres, del costado abierto de Cristo en la Cruz? ¿No sopla Jesús sobre sus discípulos en el mismo día de Pascua, entregándoles el Espíritu Santo (cf. Juan 20,22)?
“En segundo lugar, la eclesiología del Documento se resiente de una cristología docetista, según la cual la Iglesia es concebida como extensión e historia de Cristo glorioso.” (1.2).
Otra error teológico: el docetismo negaba la verdadera encarnación del Hijo, la realidad del cuerpo material de Cristo. Esto no tiene nada que ver con la visión de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo, que continúa en la historia la misión salvífica de Cristo resucitado.
“En esta perspectiva, Belarmino concebía a la Iglesia en cuanto Cuerpo de Cristo como ‘Encarnación continuada’.” (1.2).
¿Entonces, según nuestro autor anónimo, San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, era docetista, o sea hereje?
“Se trata por lo tanto del Cristo glorioso, sin Jesús,” (1.2).
Otra falsa oposición.
“y de una Iglesia divina, que no peca, y cuando peca,” (1.2).
El autor se contradice: ¿la Iglesia peca o no peca, según el documento que él critica?
“no pasan de ser pecados de los ‘hijos de la Iglesia’, nunca de la Iglesia como tal que es esencialmente santa, por ser divina.” (1.2).
La doctrina católica sobre la Iglesia es compleja, porque reconoce a la Iglesia como institución a la vez divina y humana. Pero si la Iglesia es realmente el Cuerpo de Cristo, decir sin más que la Iglesia peca equivale a decir sin más que Cristo mismo peca. El autor simplifica demasiado y pierde por el camino los matices y las distinciones propias de la eclesiología católica.
“La eclesiología del Vaticano II, en cambio, asume la dimensión contingente de la Iglesia en la precariedad del presente —ecclesiam semper reformanda (UR 5; GS 40) —, o en el decir de los Santos Padres: casta meretrix (LG 8; GS 21.43).” (1.2).
La Iglesia es santa fundamentalmente porque Cristo, su Cabeza, es santo. És Él, por medio de su Espíritu, quien santifica a los miembros de la Iglesia. La Iglesia terrestre está, como enseña el Concilio Vaticano II, “necesitada de purificación” en la jerarquía y el laicado que la integran.
“Con todo, el déficit eclesiológico del Documento se expresa principalmente en el eclipse del Reino de Dios. Este aparece una única vez en el texto, pero no en relación con la Iglesia y sí con Jesús, citando el prefacio de la solemnidad de la fiesta de Cristo Rey (n. 6). La Iglesia se liga directamente a Cristo y prolonga su misión, como si Jesús se hubiese predicado a sí mismo.” (1.2).
Éste es un malentendido fundamental: Jesús predicó el Reino de Dios, pero ligándolo estrechamente a su propia persona. El Reino de Dios se hace presente en el mundo sobre todo en la persona de Jesús, cumbre de la historia de la salvación.
“Una Iglesia sin Reino de Dios es una Iglesia fuera y sobre el mundo, centrada en sí misma, propietaria de todos los medios para la salvación. Después del Concilio Vaticano II, sin embargo, no se puede comprender la Iglesia fuera del trinomio Iglesia-Reino-Mundo, porque son tres realidades que se interpenetran (LG 5; GS 40). La Iglesia existe para ser signo e instrumento del Reino de Dios en el Mundo.” (1.2).
Según la Constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, en cambio, la Iglesia misma es el Reino de Dios presente “en misterio”, sacramentalmente. La Iglesia terrestre es el Reino de Dios en germen; la Iglesia celestial es el Reino de Dios en plenitud. La Iglesia es el sacramento universal de “salvación”, concepto que en definitiva podemos identificar con el Reino de Dios o la comunión con Dios.
“De igual forma, no se puede dejar de aludir al hecho de que el Documento, al hacer una retrospectiva histórica del caminar de la Iglesia para identificar los signos de esperanza presentes en ella hoy (n. 34), presenta una vasta relación de realidades eclesiales, pero con silencios que precisan ser rotos. Por ejemplo: no se hace mención de las anteriores cuatro conferencias generales del episcopado latinoamericano y caribeño con su rico magisterio, una tradición que no se puede perder; no se hace mención de los mártires de las causas sociales, en la lucha por la justicia, que fueron millares y es lo que la Iglesia en América Latina y el Caribe tiene de más valor” (1.2).
Quizás esto se deba a que aún no es fácil distinguir quiénes fueron verdaderos mártires cristianos y quiénes murieron por otros ideales.
“La rica contribución de la reflexión bíblico-teológica sólo es citada de paso al evocar el ‘contenido evangélico y teológico de la liberación’. Ahora, junto con nuestros mártires, tenemos asimismo una teología mártir” (1.2).
El autor insinúa aquí que la teología de la liberación ha muerto. Creo que eso es decir demasiado. Quizás la teología de la liberación de inclinación marxista esté agonizando, pero esa agonía no tiene por qué afectar a la teología de la liberación a secas, con todas sus corrientes.
“que, a pesar de sus reconocidos límites, confiere a nuestro continente una tradición propia dentro de la Tradición de la Iglesia como un todo, en la medida en que tesis como opción por los pobres, pecado social, fe y praxis, historia única, liberación como salvación, etc., enriquecen toda y cualquier teología.” (1.2).
El Magisterio de la Iglesia nunca ha rechazado los aspectos positivos de la teología de la liberación, latinoamericana o no.
“No obstante, se prefiere hablar de ‘misión’ en lugar de ‘evangelización’, y cuando ésta es mencionada, aparece cono ‘nueva evangelización’ en gran medida entendida como ‘proclamación del kerigma’, sin tomar debidamente en cuenta su recepción e implicaciones históricas. El término ‘misión’, en una cosmovisión tradicional, se inserta en el contexto de la mentalidad eclesiocéntrica de la cristiandad, de una salvación en la esfera estrictamente religiosa y dentro de la Iglesia.” (1.3).
El término “misión” se inserta perfectamente en la Tradición Apostólica, pues los Apóstoles fueron enviados por Jesús para anunciar el Evangelio a toda creatura, hasta los confines de la tierra, bautizándolos e incorporándolos así a la Iglesia (cf. Mateo 28,18-20; Marcos 16,15-20; Lucas 24,46-49; Hechos 1,7-8).
“Ya el término ‘evangelización’, en la perspectiva de la Evangelii Nuntiandi, al relacionarlo con promoción humana (EN 31), supera el carácter de cristiandad justo al acusar la recepción en el seno de la eclesiología, de la categoría ‘Reino de Dios’. De ahí el acento mayor del Documento en el secularismo que en la exclusión social. La ‘misión’ está preocupada por la salvación, sí, pero al concebirla desde la Iglesia, está más centrada en ésta que en la salvación, que también puede acontecer fuera de la Iglesia.” (1.3).
Estas palabras, tomadas literalmente, constituyen una herejía. Es un dogma de la fe católica que “fuera de la Iglesia no hay salvación”. O, en términos positivos, con el Concilio Vaticano II: la Iglesia es el sacramento universal de salvación; allí donde hay salvación, de alguna manera está presente también la Iglesia. También la salvación de los no cristianos, allí donde se da, acontece de algún modo -quizás sólo por Dios conocido- dentro de la Iglesia, aunque esto no sea perceptible por los sentidos. Hasta Karl Rahner, en su controvertida doctrina de los “cristianos anónimos”, partió precisamente del dogma referido. Además dicho dogma fue reafirmado fuertemente por la declaración Dominus Iesus sobre la universalidad salvífica de Cristo y de la Iglesia, declaración emitida por la Congregación para la Doctrina de la Fe en el año 2000.
“Aunque no fuera de Jesucristo, en la esfera de un Reino que está más allá de la Iglesia.” (1.3).
No puede haber Cristo sin Iglesia, ni Iglesia sin Cristo. Si el Reino de Dios se extiende más allá de la Iglesia, se extiende también más allá de Jesucristo. Se cae así fatalmente en el relativismo o indiferentismo religioso.
“Da la impresión de una misión que prescinde de mediaciones históricas para ese encuentro con Jesucristo.” (1.3).
El autor no nos dice de dónde saca esa impresión.
“Ella sería una prédica para ser acogida en el corazón, sin tomar debidamente en cuenta una Palabra que debe ser siempre acogida y leída dentro de una tradición, precedida por la experiencia de la misma, por el testimonio. Entonces, la fe, antes de llegar a Jesucristo, pasa por la Iglesia. Antes de creer en Dios, creemos en la Iglesia (en Iglesia),” (1.3).
Esto es absurdo. La fe en la Iglesia supone la fe en Dios. La fe cristiana es fe en la Revelación de Dios en Cristo, es adhesión a la Palabra de Dios, quien no puede engañarse ni engañarnos.
“por cuanto la fe cristiana es siempre ‘creer con los otros en aquello que los otros creen’. Esta perspectiva queda evidenciada en el hecho de que la misión, en el Documento, aparece antes de ver la realidad y después del abordaje sobre la Iglesia. Por un lado, está el riesgo de ser respuesta a preguntas que nadie hace;” (1.3).
Por el contrario, el Concilio Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et Spes, enseña que Cristo es la respuesta a la pregunta fundamental que todo hombre se hace, la clave para resolver el enigma que el hombre es para sí mismo.
“y por otro, de confundir la misión con la incorporación a la Iglesia, en lugar de llevar a conectar con el Reino de Dios que va más allá de la Iglesia y de quien ella es señal e instrumento.” (1.3).
En la Iglesia la comunión y la misión están íntimamente ligadas entre sí, se implican mutuamente. Por una parte, la comunión con Dios y con los hombres (o Reino de Dios) impulsa de por sí a la misión. La Iglesia es intrínsecamente misionera. Por otra parte, la misión conduce a la comunión; implica necesariamente la búsqueda de la incorporación a la plena comunión eclesial.
“La evangelización, en la perspectiva de la Evangelii Nuntiandi, abre la misión también a la inculturación (EN 63). En la misión tradicional, cuando mucho se hace ‘adaptación’.” (1.3).
Habría sido interesante que el autor hubiera desarrollado esta contraposición implícita entre “inculturación” y adaptación.
“Como ya dijimos, después del Concilio Vaticano II no se puede comprender a la Iglesia fuera del trinomio Iglesia-Reino-Mundo, en tanto que son tres realidades que se interpenetran. La eclesiología del Documento, además de no hacer referencia al Reino de Dios,” (1.4).
El autor se contradice otra vez. Antes dijo que el Documento hacía referencia a Cristo Rey. El Reino de Cristo es el Reino de Dios.
“no ve a la Iglesia dentro del mundo, siendo parte de él, existiendo para él.” (1.4).
La Iglesia está en el mundo, pero no es del mundo. “Mi Reino no es de este mundo” (Juan 18,36). La Iglesia no sirve al mundo, sino a los hombres, para dar gloria a Dios.
“De igual modo, como ya vimos, el mundo es visto después de haber visto a la Iglesia, pues es punto de llegada, lugar de aterrizaje de una ortodoxia previamente definida.” (1.4).
El mundo es el destinatario de la Palabra de Dios, que es preexistente al mundo. La ortodoxia consiste en mantenernos firmemente adheridos a la fe verdadera en la Palabra de Dios, que, aunque existía en la eternidad de Dios, se hizo carne y vino al mundo, enviada por el Padre.
“No es fuente creadora de ideas, locus theologicus, lugar de interpelaciones de Dios (signos de los tiempos), sino escenario de una salvación meta-histórica.” (1.4).
El autor incurre aquí en otra falsa oposición.
“En el Documento, dos aspectos marcan la lectura de la realidad del mundo de hoy: la transición hacia una nueva época (nn. 94-111) y el fenómeno de la globalización (nn. 112-123). Hay una buena lectura de estos fenómenos, sin que de ellos, sin embargo, se saquen las consecuencias para la misión. Esto revela que ellos no inciden sobre la misión. Es esta la que deberá incidir sobre ellos.” (1.4).
Los cristianos deben cambiar el mundo con la fuerza del Evangelio, no conformarse a la mentalidad de un mundo alejado de Dios. Para esto deben esforzarse por conocer las realidades temporales y por ordenarlas según la voluntad de Dios revelada por Cristo y transmitida por la Iglesia.
“El primero nos lleva a no ver todo claro y seguro, a no poseer todas las respuestas.” (1.4).
El cristiano no ve todo claro, ni cree poseer todas las respuestas; pero sí está seguro de la verdad de su fe y de que ésta responde a las interrogantes más hondas del hombre. Dios nos guarde de aquellos que aborrecen las certezas y aman sembrar dudas, sobre todo entre los cristianos.
“En cuanto a la transición de época y la globalización, tienden a ser vistos como una amenaza para la Iglesia (n. 147); ahora bien, aunque lo sean, no son solo eso. De ahí deriva una postura hostil, apologética, sobre todo frente a la mentalidad laicista y relativista. El laicismo precisa ser erradicado (n. 146). La globalización puede ser mejorada (n. 114).” (1.4).
Dando por supuesto que estamos hablando de un laicismo antirreligioso, todo esto que el autor anónimo critica parece perfectamente válido y hasta evidente.
“Se mira con preocupación el avance del relativismo ético, que lleva hacia una sociedad poscristiana. Se ve poco margen para el diálogo, la interacción, el servicio, la búsqueda con todas las personas de buena voluntad de nuevas respuestas a los nuevos problemas. Da la impresión de que la Iglesia ya posee todas las respuestas y que podrá, sola, transformar ese mundo, en especial si se trata, en gran medida, de hacerlo cristiano.” (1.4).
Siempre hay margen para el diálogo con los demás, pero no debemos caer en la ingenuidad de pensar que todas las personas tienen buena voluntad ni que siempre es posible llegar a acuerdos con los otros, sean cuales sean sus ideas, para trabajar juntos en la construcción de un mundo mejor. La Iglesia no posee todas las respuestas; es poseída por Aquel que es la respuesta definitiva a la única pregunta decisiva. Él mismo le da la fuerza necesaria para transformar el mundo hasta que Dios sea todo en todo.
“En este particular, la gran novedad del Vaticano II fue la aceptación de la historia en su radical ambigüedad, lugar de interpelación de Dios por medio de los ‘signos de los tiempos’.” (1.4).
Otra afirmación no fundamentada que se las trae. Que la historia humana es radicalmente ambigua en el sentido de que en ella se dan tanto la libre aceptación como el libre rechazo del amor de Dios por parte del hombre, es algo que la Iglesia sabe desde sus comienzos. Habría sido ilustrativo que el autor explicara en qué otro sentido él entiende que esto fue “la gran novedad del Vaticano II”.
“La misión, en esta perspectiva, corre el riesgo de concebir la salvación como un ‘separar del mundo’ en lugar de insertarse en él y recrearlo desde adentro, siguiendo el misterio de la Encarnación. El mundo no tiene autonomía legítima: o se integra y es absorbido por la Iglesia, o está perdido, en una mentalidad típica de cristiandad en que lo sagrado no se inserta en lo profano, a no ser que este deje de existir, dejándose absorber por aquel.” (1.4).
El mundo tiene una autonomía legítima con respecto a la Iglesia, pero es absolutamente dependiente de Dios. Gaudium et Spes enseña que, sin el Creador, la criatura se diluye. Es decir que, si se aleja de Dios, el mundo del hombre se autodestruye. Lo más típico de la cristiandad no es la desaparición de lo profano, sino la primacía de lo sagrado.
“La mayor motivación para una ‘gran misión continental’ (n. 173) no es el hecho de que un continente cristiano esté estructurado de modo no cristiano, engendrando exclusión, opresión, hambre, injusticia, etc., impidiendo que el Reino de Dios y su salvación acontezcan en la vida personal y social. Hay, en cambio, una preocupación por el decrecimiento del número de católicos, que pasaron sobre todo a los movimientos religiosos autónomos de corte pentecostal (n. 155). Una preocupación, por lo tanto, no necesariamente por la calidad del cristianismo y sí por la visibilidad de la Iglesia Católica. Para hacer frente a ese desafío se tiene dificultad en ir a sus causas reales, también de tipo estructural de la Iglesia, y da la impresión de que se opta por la disputa del mercado religioso con los mismo medios de los competidores.” (1.5).
Aquí nuestro autor opone falsamente cantidad y calidad. Por cierto que a la Iglesia le debe preocupar tanto llevar el mensaje cristiano al mayor número posible de personas como lograr que cada cristiano viva su fe con la máxima autenticidad e integridad posibles. Por otra parte, la crisis de fe propia de nuestra situación no se puede desligar de la correspondiente crisis moral ni de los aspectos socioeconómicos de esta última (injusticia social).
“Para el Documento, la misión está orientada a ‘que todos tengan vida en él’ —Jesucristo—. La pregunta es ¿qué se entiende por ‘vida’?. (…) Existe una tendencia a no concebir el ‘plano de la redención’ en relación con el ‘plano de la creación’, al no relacionar de manera adecuada evangelización y promoción humana. Como si solo hubiera salvación en el plano de la redención, no entendido como ‘recapitulación’ del plano de la creación, sino casi como sustitución.” (1.5).
Otra falsa oposición entre aspectos complementarios…
“Además, no se distinguen en esta perspectiva fe ‘en’ Jesús y fe ‘de’ Jesús. Como si sólo hubiese salvación cuando hay fe ‘en’ Jesús, en cuanto adhesión explícita dentro de la Iglesia, y no también cuando hay fe ‘de’ Jesús, esto es, vivencia de las bienaventuranzas sin saberlo.” (1.5).
Según la teología católica clásica, no hay “fe de Jesús”, porque Jesús no conoce a Dios por la fe, dado que Él mismo es personalmente Dios.
“La misión en el Documento, ya lo señalamos, da margen para pensar que consiste en incorporar a todos en Cristo, que equivale a incorporar a todos a la Iglesia Católica (n. 162). Seria un salir hacia fuera para traer hacia dentro. Como el Reino de Dios se tiende a confundir con la Iglesia, esta es la instancia de salvación de Jesucristo, lo que justificaría colocarla como punto de llegada de la misión (n. 163). Equivaldría a decir que, en realidad, el punto de llegada es Jesucristo, pero como la Iglesia es su cuerpo, no hay Cristo sin Iglesia, o más exactamente, no hay salvación en Jesucristo fuera de la Iglesia.” (1.5).
Todo esto que el autor critica, rectamente entendido, es doctrina católica. “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado.” (Mateo 10,40). El Concilio Vaticano II nos recuerda que el cristianismo es la única religión verdadera y que la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica.
“La Va. Conferencia del Episcopado de América Latina y el Caribe se inserta en la tradición de las cuatro anteriores conferencias: Rio de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). La primera estuvo todavía marcada por el contexto de neocristiandad, o sea, de apología frente al mundo moderno y de una acción de reconquista para la fe católica, tributaria del eclesiocentrismo aún reinante. Medellín situó a la Iglesia del subcontinente en la perspectiva del Vaticano II, elaborando una ‘recepción creativa’ que significaba hacer del Concilio un punto de partida más que un punto de llegada. Puebla, sin embargo, fue ya un freno a la entonces reciente originalidad de una ‘tradición latinoamericana y caribeña’, y mucho más lo fue Santo Domingo. Era el reflejo del gradual proceso de lo que se denominó ‘involución eclesial’ en el seno de una modernidad en crisis. La opción por los pobres y la perspectiva liberadora, que se reivindican en el espíritu del Concilio, tenderán a ser vistos más como ideologización marxista que como expresiones concretas e históricas del evangelio social de Jesús de Nazaret. El enfoque del Documento de Participación, en vista de la Conferencia de Aparecida, se inserta en este gradual distanciamiento de la legítima y original tradición latinoamericana y caribeña inaugurada en Medellín, o lo que equivale a decir, en última instancia, distanciamiento de las intuiciones y los ejes teológicos centrales del Concilio Vaticano II.” (2)
Este párrafo resume la equivocada visión del autor. Las Conferencias de Puebla y Santo Domingo no frenaron la Tradición de la Iglesia Católica en América Latina, sino la infiltración marxista en la Iglesia. No condenaron la “opción por los pobres” (muy al contrario, la reafirmaron), sino la funesta pretensión de liberarlos a través de la lucha de clases. Por supuesto no se apartaron del Concilio Vaticano II, sino que se apoyaron en él. La Conferencia de Aparecida, Dios mediante, continuará la línea de las anteriores Conferencias, procurando una cada vez mayor y mejor recepción de la auténtica doctrina conciliar en nuestra región.