domingo, julio 26, 2009

La fe adulta

“En dos pasajes de la carta a los Efesios san Pablo ilustra ulteriormente el mismo pensamiento de una renovación necesaria de nuestro ser persona humana. Por eso quiero reflexionar brevemente en ellos. En el capítulo cuarto de esa carta el Apóstol nos dice que con Cristo debemos alcanzar la edad adulta, una fe madura. Ya no podemos seguir siendo "niños llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina" (Ef 4,14). San Pablo desea que los cristianos tengan una fe madura, una "fe adulta".

En los últimos decenios la palabra "fe adulta" se ha convertido en un eslogan generalizado. A menudo se entiende como la actitud de quien ya no escucha a la Iglesia y a sus pastores, sino que elige autónomamente lo que quiere creer y no creer, o sea, una fe fabricada por cada uno. Y se la presenta como "valentía" de expresarse contra el Magisterio de la Iglesia. Sin embargo, en realidad, para eso no hace falta valentía, porque siempre se puede estar seguro de obtener el aplauso público. Para lo que de verdad se requiere valentía es para adherirse a la fe de la Iglesia, aunque esta fe esté en contraposición con el "esquema" del mundo contemporáneo. Éste es el inconformismo de la fe que san Pablo llama una "fe adulta". Ésta es la fe que él quiere. En cambio, considera infantil el correr tras los vientos y las corrientes de la época.

Así, por ejemplo, forma parte de la fe adulta comprometerse en favor de la inviolabilidad de la vida humana desde su primer momento, oponiéndose radicalmente al principio de la violencia, de modo especial en defensa de las criaturas humanas más indefensas. Forma parte de la fe adulta reconocer el matrimonio entre un hombre y una mujer para toda la vida como ordenamiento del Creador, restablecido de nuevo por Cristo. La fe adulta no se deja zarandear de un lado a otro por cualquier corriente. Se opone a los vientos de la moda. Sabe que esos vientos no son el soplo del Espíritu Santo; sabe que el Espíritu de Dios se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesucristo.

Con todo, tampoco aquí san Pablo se detiene en la negación, sino que nos lleva al gran "sí". Describe la fe madura, verdaderamente adulta, de un modo positivo con la expresión: "Obrar según la verdad en la caridad" (Ef 4,15). El nuevo modo de pensar, que nos da la fe, se dirige ante todo hacia la verdad. El poder del mal es la mentira. El poder de la fe, el poder de Dios, es la verdad. La verdad sobre el mundo y sobre nosotros mismos se hace visible cuando miramos a Dios. Y Dios se nos hace visible en el rostro de Jesucristo. Contemplando a Cristo reconocemos algo más: la verdad y la caridad son inseparables. En Dios ambas son inseparablemente una sola cosa: ésta es precisamente la esencia de Dios. Por eso, para los cristianos, la verdad y la caridad van juntas. La caridad es la prueba de la verdad. Siempre deberíamos regularnos según este criterio: que la verdad se transforme en caridad y la caridad nos lleve a la verdad.”

(Benedicto XVI, Homilía, Primeras Vísperas de la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, con ocasión de la Clausura del Año Paulino, Basílica de San Pablo Extramuros, Domingo 28 de junio de 2009).

Fuente: www.vatican.va

jueves, julio 23, 2009

Himno de San Bernardo de Claraval


Oh Jesús, dulce memoria,
fuente de verdadera alegría para el corazón;
pero por encima de toda dulzura,
dulce es Su presencia.

Nada se canta que sea más suave,
nada se oye que sea más alegre,
nada se piensa que sea más dulce,
que Jesús, Hijo de Dios.

Jesús, esperanza de quien se arrepiente,
¡cuán piadoso eres con quien te desea!
¡Cuán bueno eres con quien te busca!
Pero ¿qué serás para quien te encuentre?

Ninguna boca puede decirlo,
ninguna palabra puede expresarlo:
sólo quien lo ha experimentado puede comprender
qué signifique amar a Jesús.

Sé Tú, oh Jesús, nuestra alegría,
Tú que eres el premio futuro:
esté en Ti nuestra gloria,
siempre, en todo tiempo. Amén.

Fuente: Revista “30 Días en la Iglesia y en el Mundo”.

miércoles, julio 22, 2009

San Bernardo de Claraval (20 de agosto)


Era una mañana fresca y luminosa de primavera del año 1112. La gran abadía de Citeaux, donde apenas doce años antes había comenzado la aventura de los cistercienses, quienes pretendían renovar el monaquismo benedictino, estaba en decadencia. Pues bien, esa mañana el monje portero se encontró ante un espectáculo extraño: un joven de unos veinte años, de apariencia tímida, (Bernardo) y con él un grupo de unos treinta jóvenes. Todos querían hacerse monjes.

Bernardo había nacido en 1090 en Fontaines, en una familia aristocrática. En esa época la juventud aristocrática se dedicaba a las armas y a los caballos. Bernardo era un auténtico conquistador: llevó consigo a Citeaux a sus jóvenes amigos, que estaban ocupados en el asedio del castillo de Grancey. Con el correr del tiempo también su padre, sus seis hermanos, sus tíos y sus sobrinos seguirían sus pasos y se harían monjes. Los hombres que le seguían a Citeaux se sentían fascinados por su personalidad. Bernardo llegó a ser “la columna de la Iglesia”. Toda la cristiandad contempló su figura durante décadas.

Antes de esa mañana de primavera, el abad Esteban pensaba cerrar la abadía y marcharse. Después de la llegada de Bernardo, las paredes de Citeaux no bastaban para contener a todos los nuevos monjes. Esteban mandó construir dos nuevas abadías. En 1114 eligió a Bernardo para dirigir una nueva fundación, a pesar de su juventud, su falta de experiencia y su mala salud. Bernardo se estableció con un grupo de monjes en un valle solitario y luminoso, Clairvaux (Claraval), al sudeste de París. La vida de los monjes era difícil: a la severidad de la regla se añadían el frío y el hambre. El trabajo era mucho más duro que en Citeaux. Bernardo, pese a su frágil salud, no evitaba ninguna fatiga. Casi no se ocupaba de la organización; se preocupaba sobre todo de las personas que le habían sido confiadas. La dulzura y los bríos de su amistad sostuvieron desde sus comienzos la fundación de Claraval. Bernardo sobresalía “en la capacidad de penetrar los estados de ánimo de los otros, para consolar y confortar”.

Un día, mientras los monjes de Claraval estaban rezando, vieron llegar desde las colinas a una multitud de personas: gente de toda condición social, de diferentes edades y lugares de procedencia. Así comenzó el gran florecimiento cisterciense. En 1153, cuando murió Bernardo, había 350 monasterios cistercienses diseminados en los valles, bosques y montañas de Europa, desde Escandinavia hasta Italia. “En los monasterios admitimos a todos, con la esperanza de que lleguen a ser mejores”, escribió Bernardo en De consideratione.

Bernardo dice en los Sermones: “Dios ofreció la carne a seres que gozan de la carne para que aprendan, a través de ella, a gozar del mismo modo del Espíritu”, es decir, de la presencia de Jesús, Dios hecho hombre. El motivo dominante de sus Sermones es precisamente “la historia del Verbo” y, en el interior del maravilloso misterio de la Encarnación, la grandeza de María y su maternidad universal. Bernardo no tenía dudas: sólo vale la pena vivir para gustar la presencia de Cristo.

La palabra clave para comprender a San Bernardo es “experiencia”. Lo repitió incansablemente: “Sólo quien lo experimenta puede comprender qué significa amar a Jesús”. Y en el De diligendo Deo insiste: “Amamos a Dios porque hemos experimentado y sabemos cuán dulce es el Señor”. Todo lo que Bernardo hizo y dijo, las cosas importantes que dejó en la historia de la Iglesia, se comprenden como defensa, incentivo y ayuda para la experiencia de la amistad con Cristo. San Bernardo intervino en el nombramiento de obispos, solicitó la deposición de algunos otros, recorrió Europa predicando contra la herejía cátara, corrigió con vehemencia a los cistercienses y a los monjes de otras órdenes que vivían las reglas de manera muy relajada; pero por encima de todo está su invitación apasionada a atesorar la experiencia de la dulzura de Jesús.

No por su voluntad, sino por obediencia, Bernardo se vio implicado en la disputa con Abelardo, el gran doctor cuya dialéctica prevalecía en aquel entonces en París. El 2 de junio de 1140 Bernardo leyó sólo las proposiciones heréticas y absurdas de Abelardo y le pidió que renegara de ellas y se corrigiera o, de lo contrario, que diera una prueba de sus afirmaciones. Abelardo se marchó enfurecido, con sus seguidores, y apeló al Papa; pero también en Roma sus tesis fueron condenadas.

Muchas otras cosas hizo Bernardo: evitó un cisma, predicó una cruzada, aconsejó a Eugenio III, uno de sus monjes, elegido Papa en 1145, etc. Tuvo la gracia de vivir una intimidad mística con el Señor y la Virgen. En su monasterio de Claraval (que era como una antesala del Paraíso) murió humildemente el 20 de agosto de 1153.

Fuente: Revista “30 Días en la Iglesia y en el Mundo”
(artículo resumido por Daniel Iglesias Grèzes).

martes, julio 21, 2009

Los restos mortales del Apóstol San Pablo son auténticos

“El año conmemorativo del nacimiento de san Pablo se concluye esta tarde. Nos encontramos reunidos junto a la tumba del Apóstol, cuyo sarcófago, conservado bajo el altar papal, recientemente ha sido objeto de un esmerado análisis científico: en el sarcófago, que nunca había sido abierto en muchos siglos, se realizó una pequeñísima perforación para introducir una sonda especial, mediante la cual se descubrieron rastros de un valioso tejido de lino teñido de púrpura, laminado con oro coronario, y de un tejido de color azul con fibras de lino. También se constató la presencia de granos de incienso rojo y de sustancias proteínicas y calcáreas. Además, se comprobó que algunos fragmentos óseos muy pequeños, sometidos al examen del carbono 14 por expertos que desconocían su procedencia, pertenecían a una persona que vivió entre los siglos I y II. Eso parece confirmar la tradición unánime y concorde, según la cual se trata de los restos mortales del apóstol san Pablo.”

(Benedicto XVI, Homilía, Primeras Vísperas de la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, con ocasión de la Clausura del Año Paulino, Basílica de San Pablo Extramuros, Domingo 28 de junio de 2009).

Fuente: www.vatican.va

domingo, julio 19, 2009

La Iglesia y los pobres


Daniel Iglesias Grèzes

Con frecuencia se oye a personas cristianas decir más o menos lo siguiente: “dar de comer a los pobres es una tarea que no corresponde a la Iglesia, sino al Estado”. ¿Qué enseña al respecto el Magisterio de la Iglesia?

El Papa Juan Pablo II, en su carta encíclica Sollicitudo Rei Socialis (“preocupación por los asuntos sociales”) nos dijo lo siguiente:

“Además, esta concepción de la fe explica claramente por qué la Iglesia se preocupa de la problemática del desarrollo, lo considera un deber de su ministerio pastoral y ayuda a todos a reflexionar sobre la naturaleza y las características del auténtico desarrollo humano. (…)

Así, pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos no sólo con lo “superfluo”, sino con lo necesario.
(…)

La obligación de empeñarse por el desarrollo de los pueblos no es un deber solamente individual, ni mucho menos individualista, como si se pudiera conseguir con los esfuerzos aislados de cada uno. Es un imperativo para todos y cada uno de los hombres y mujeres, para las sociedades y las naciones, en particular para la Iglesia católica y para las otras Iglesias y comunidades eclesiales, con las que estamos plenamente dispuestos a colaborar en este campo.”
(Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, nn. 31-32; cf. n. 40).

Estas palabras de Juan Pablo II son claras e inequívocas. Es cierto que el Estado debe asistir a las personas que viven en la miseria y formular y ejecutar políticas que apunten a la resolución de los problemas sociales. No obstante, según el principio de subsidiariedad de la doctrina social católica, ello no exime a cada ciudadano, a cada cristiano y a la misma Iglesia de su directa responsabilidad con respecto a los pobres y los que sufren.

Hermanos cristianos, no busquemos en vano excusas con base en argumentos de origen secularista. Dispongámonos, en cambio, a trabajar con empeño (individual, comunitaria y aún institucionalmente, como Iglesia) en pos del desarrollo integral del hombre: de todo el hombre y de todos los hombres.

sábado, julio 18, 2009

La misión de Cristo continúa


Daniel Iglesias Grèzes

La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse”. Con estas palabras comienza la carta encíclica Redemptoris Missio del Papa Juan Pablo II sobre la permanente validez del mandato misionero.

25 años después de la clausura del Concilio Vaticano II, Juan Pablo II invitó a todos los fieles cristianos a un renovado compromiso misionero. El Papa advierte que “el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente” y subraya que el diálogo interreligioso no puede sustituir a la misión universal de la Iglesia, que nace de la fe en Jesucristo.

La Iglesia es esencialmente misionera. Su cometido fundamental es orientar la conciencia y la experiencia de todos los hombres hacia Cristo, único Salvador de la humanidad. Los cuatro Evangelios concluyen con el mandato misionero que Cristo resucitado dirige a su Iglesia. En su misión universal de salvación, la Iglesia es guiada por el Espíritu Santo.

Todos los cristianos son misioneros en virtud del Bautismo. A los laicos, por constituir la mayor porción del pueblo de Dios, les corresponde una gran responsabilidad en esta tarea compartida.

En los umbrales del quinto centenario de la primera evangelización de América y cerca del fin del segundo milenio de la era cristiana, el Papa Juan Pablo II nos exhortó constantemente a emprender con alegría una evangelización nueva: “nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión”. Ante los grandes desafíos que plantea la actual situación del mundo (ateísmo, agnosticismo, hedonismo, indiferentismo, individualismo, secularismo, materialismo, relativismo, etc.) los cristianos debemos responder reavivando nuestra fe en Cristo Redentor y redoblando nuestro impulso misionero: ¡“La fe se fortalece dándola”!

miércoles, julio 15, 2009

El hombre, centro del universo

Daniel Iglesias Grèzes

El primer relato bíblico sobre la creación del mundo culmina con las siguientes palabras:
“Por fin dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y que domine a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a los ganados y todas las bestias de la tierra, y a todo reptil que se mueve sobre la tierra. Creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y Dios los bendijo diciéndoles: creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Génesis 1,26-28).

La Biblia nos enseña que Dios otorgó al hombre una condición preeminente con respecto a todas las demás creaturas de la tierra. De todos los seres del universo material, sólo el hombre es “imagen y semejanza” de Dios; sólo él ha sido dotado por Dios de un alma espiritual e inmortal, de una inteligencia racional, de una voluntad libre y de una capacidad de amar. En nuestro mundo visible, el hombre es la creatura predilecta de Dios, pues sólo él, entre todos los seres de la tierra, es capaz de elevarse por su pensamiento más allá de sí mismo, de conocer a Dios, de sentirse atraído por Él y de amarlo.

Debido a erróneas comprensiones del significado filosófico de varios importantes descubrimientos científicos de los últimos siglos, se ha difundido mucho la falsa noción de que el hombre es sólo un animal más, perdido sobre la superficie de un pequeño planeta, en un cosmos de dimensiones aterradoras. Entre el hombre y los demás animales no habría más que diferencias de grado, no la diferencia sustancial (y abismal) sostenida por la doctrina católica. Muchos, con base en endebles argumentos, hablan hoy de una “inteligencia” de los animales, comparable a la inteligencia humana. Crece el grupo de quienes afirman que los animales son personas y, por ende, tienen derechos similares a los derechos humanos. Junto a una legítima preocupación acerca de los desequilibrios causados por el hombre en el medio ambiente, se ha desarrollado un ecologismo exacerbado, capaz de mover cielo y tierra para salvar a una ballena y de mantenerse indiferente frente a la absoluta miseria en la que viven millones de seres humanos. Algunos ecologistas radicales llegan incluso a despreciar al hombre, considerándolo como un nocivo depredador que quiebra la paz de la naturaleza o como una especie de enfermedad cancerígena que sufre el planeta Tierra.

¿Cómo superar tantos errores y confusiones graves? Es urgente afirmar con claridad que las teorías científicas sobre la evolución cósmica y biológica, en la medida en que se mantienen dentro del ámbito de competencia de las ciencias naturales, son compatibles con lo que la Revelación cristiana enseña sobre la creación del mundo y del hombre. Además, es necesario mostrar que las modernas concepciones científicas acerca del origen del hombre, lejos de rebajarlo o de suprimir la necesidad de la existencia de Dios, destacan aún más la singularidad del hombre y la maravillosa armonía del plan de Dios. En el contexto del moderno pensamiento científico, ya no es posible concebir al hombre como centro de un universo estático, pero es posible e imperioso concebirlo como “eje y flecha de la evolución” (según una expresión de Pierre Teilhard de Chardin), es decir como centro de un universo dinámico.

martes, julio 14, 2009

La Semana Santa


Daniel Iglesias Grèzes

La Semana Santa es la semana mayor del año litúrgico. Durante su transcurso los cristianos rememoramos los acontecimientos de la última semana de la vida terrena de Nuestro Señor Jesucristo y los revivimos sacramentalmente, actualizando su valor salvífico.

La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos, en el cual la Iglesia celebra la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Al entrar a la Ciudad Santa montado sobre un asno (signo de humildad), Jesús fue aclamado por una muchedumbre que lo reconoció como el Mesías esperado por Israel. Nosotros, cual nueva Jerusalén, debemos abrir de par en par las puertas de nuestras almas para recibir con alegría a Cristo, único Redentor de los hombres y Salvador del mundo.

El Jueves Santo celebramos la Última Cena de Jesús con sus doce apóstoles. Poco antes de ser traicionado por Judas y de ser arrestado, Jesucristo instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio y anunció a los apóstoles la venida del Espíritu Santo, continuador de su misión de salvación. Nosotros los cristianos, al celebrar la Santa Misa, como los apóstoles en la Última Cena, nos reunimos con Cristo en torno a su mesa, nos alimentamos de su Cuerpo y de su Sangre, uniéndonos a Él y a su sacrificio, y recibimos la gracia del Espíritu de Dios, Espíritu de la verdad, el amor y la unidad.

El Viernes Santo es el día de la Pasión y Muerte de Jesús. Jesucristo fue injustamente condenado a muerte y crucificado, a causa de nuestros pecados. Tanto amó Dios a los seres humanos, que entregó a su propio Hijo a la muerte para que no pereciéramos, sino que alcanzáramos la vida eterna. A imitación de Jesucristo, debemos entregar nuestra vida entera por amor a Dios y al prójimo.

El Domingo de Pascua celebramos la gran fiesta de la Resurrección de Cristo. El Hijo de Dios hecho hombre cumplió perfectamente la voluntad de su Padre, manteniéndose obediente hasta la muerte. Por eso Dios lo resucitó de entre los muertos y lo exaltó “otorgándole el nombre que está sobre todo nombre”. Cristo, vencedor del pecado y de la muerte, está sentado a la derecha del Padre, y reina junto a Él eternamente. Los que, por medio del Bautismo, nos hemos convertido en miembros de Cristo esperamos compartir con Él su Muerte y su Resurrección; porque Cristo, Primogénito de la Nueva Creación, quiere compartir con nosotros su Gloria y atrae poderosamente a todos hacia sí con la fuerza de su Amor.

Cada domingo celebramos la Pascua del Señor: el paso, por Cristo, con Él y en Él, de la muerte a la vida, de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. Que el amor gratuito y misericordioso de Dios, manifestado en Jesús, nos convierta en hombres nuevos, y así seamos fieles testigos de Cristo Resucitado ante el mundo; un mundo que hoy, quizás más que nunca, necesita de ese testimonio para continuar caminando hacia el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

sábado, julio 11, 2009

La Conferencia de Santo Domingo


Daniel Iglesias Grèzes

El 14 de septiembre de 1989 el Papa Juan Pablo II anunció oficialmente que la IV Conferencia General del Episcopado de América Latina se celebraría en la ciudad de Santo Domingo (República Dominicana) en 1992. La fecha elegida coincidió deliberadamente con el quinto centenario del descubrimiento de América y, por consiguiente, de la primera evangelización del Nuevo Mundo.

El 12 de diciembre de 1990, fiesta de la Virgen de Guadalupe, se hizo público que el Santo Padre había fijado el siguiente tema para dicha Conferencia General:
“Nueva Evangelización, Promoción humana, Cultura Cristiana. Jesucristo ayer, hoy y siempre (cfr. Hebreos 13,8)”.

La “Nueva Evangelización” es el elemento principal de este tema. Juan Pablo II habló continuamente de la “nueva evangelización”, “nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión”, con especial referencia a América Latina.

La “Promoción humana” alude a la difícil situación que atravesaban (y atraviesan) los pueblos latinoamericanos. La Iglesia responde a esa situación con su doctrina social y con el testimonio de su particular amor a los pobres, los angustiados y los necesitados.

La “Cultura Cristiana” es un elemento sobre el cual se ha puesto especial atención en las últimas décadas. La Nueva Evangelización debe proyectarse sobre la cultura y las culturas del hombre, transformándolas en profundidad de acuerdo con el Evangelio de Cristo.

La frase “Jesucristo ayer, hoy y siempre” está inspirada en la Carta a los Hebreos: “Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre” (13,8). Pretende poner el nombre de Jesucristo en los labios y en el corazón de todos los latinoamericanos. En este sugestivo texto hay una alusión al quinto centenario de la primera evangelización (“ayer”), a la presente situación del continente (“hoy”) y a su futuro (“siempre”).

Continuando el trayecto marcado por las Conferencias Generales de Rio de Janeiro (1955), Medellín (1968) y Puebla (1979), la Conferencia de Santo Domingo guió a los católicos latinoamericanos, en comunión con la Iglesia Universal, en su camino hacia el tercer milenio de la era cristiana.

viernes, julio 03, 2009

San Ignacio de Loyola (31 de julio)


Año 1528: la Iglesia estaba en una situación desastrosa. La corrupción eclesiástica (simonía, nepotismo, lujuria) estaba muy difundida. Durante todo el siglo XV, Papas y Concilios se habían esforzado para salvar el barco que hacía agua. Sin embargo se habían agravado y multiplicado los cismas y las herejías. El Concilio de Pisa (1409) comenzó con dos papas y terminó con tres. Siguieron luego los Concilios de Constanza (1414-1418), Basilea (1431), Ferrara-Florencia (1438-1442) y el V de Letrán (1512-1517). Siete meses después de la clausura de este último Concilio, Martín Lutero colgaba sus 95 tesis en la puerta del castillo de Wittenberg. Ante este panorama de perdición, ocurrió algo sorprendente, nunca visto antes.

Todo ocurrió alrededor de un joven español llamado Ignacio. Nació en Loyola en 1491. Hasta los 30 años se dedicó a la vida de la corte, apasionándose con la guerra y las mujeres. No parecía tener madera de santo, pero fue elegido por el Señor: su conversión recuerda la de San Pablo. En torno a este pequeño vasco de temperamento arrollador comenzó una gran historia.

Empezó de una manera muy sencilla. El 2 de febrero de 1528 Ignacio llegó a la Universidad de París para estudiar. Allí hizo amistad con otros seis estudiantes. La personalidad de Ignacio los atrajo y conquistó. Hicieron un pacto para vivir y disfrutar juntos en cualquier lugar y situación la “compañía de Jesús”, empezando por su universidad y por los apestados hospitales donde empezaron a servir a los infectados.

La historia de Ignacio y de los jesuitas fue luego un espectáculo para el mundo: desde las selvas de los salvajes guaraníes hasta la misteriosa corte del Emperador chino, más intrépidos que los exploradores de aquellos años, más cultos que los sabios de su época, más avezados que los políticos de las cortes de Europa, los más odiados y perseguidos por el poder y la masonería. Pero esta Orden legendaria nació de la normalidad de aquellos compañeros, de la humanísima sencillez de aquella amistad, en la que no faltaron ni siquiera los enfrentamientos de carácter.

Ignacio, Pierre Favre, Francisco Javier, Simón Rodrigues, Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Nicolás Bobadilla eran el corazón de la “Compañía”. Alrededor de ellos se congregaban otros estudiantes y profesores. El grupo de jóvenes amigos comenzó a levantar sospechas. No disponían de grandes medios, pero estaban convencidos de que una “compañía” de Jesús como la que tenían la gracia de vivir podía conquistar el mundo entero.

Pasaron el verano de 1534 en largas conversaciones para decidir qué harían con sus vidas. En la mañana del 15 de agosto, fiesta de la Asunción de María, los siete compañeros fueron juntos a la pequeña iglesia de los Mártires. En la cripta reinaba el silencio. Celebró la Misa Pierre Favre, el único sacerdote. Antes de la comunión, cada uno de ellos hizo sus votos en voz alta: pobreza (es decir dedicación total y gratuita al Anuncio), castidad y la promesa del peregrinaje a Tierra Santa. De regreso se presentarían ante el Papa “dispuestos, si él lo decidía así, a anunciar, sin ninguna tergiversación, el Evangelio por todo el orbe terrestre”. Tras aquella celebración los compañeros transcurrieron todo el día juntos en el manantial de San Dionisio. “Sus corazones estaban repletos de gozo y júbilo enorme. Volvieron a casa sólo al anochecer, alabando y glorificando a Dios”.

El Papa Pablo II aprobó la Compañía de Jesús el 27 de septiembre de 1540. Comandada por Ignacio desde su “cuartel general” en Roma, la Compañía se expandió rápidamente por el mundo, buscando conquistarlo “para la mayor gloria de Dios”. Para comprender qué significaba la unidad entre ellos, basta pensar en Francisco Javier. Había ido a parar a la India, con la peor chusma portuguesa. Recorriendo miles de kilómetros por mar a pesar de sufrir mareos, convirtió a pueblos enteros, naufragó tres veces, fundó misiones por todas partes; perseguido por los musulmanes, a veces se tuvo que esconder en la jungla durante días. Llegó a las Molucas y “se dio cuenta de que habían de pasar tres años y nueve meses antes de recibir respuesta de Roma. Francisco, para quien una semana de separación de los amigos era un sufrimiento, recortó las firmas de aquellas cartas y las llevaba en el corazón, con una copia de los votos que había hecho a Cristo”.

En 1556, cuando Ignacio murió en Roma, los jesuitas dispersos por América, África, Europa, India e Indonesia son un millar. La pequeña compañía florecía sobre el viejo tronco de la Iglesia, continuando y renovando su gran historia.

Fuente: Revista “30 Días en la Iglesia y en el Mundo
(artículo resumido por Daniel Iglesias Grèzes).

jueves, julio 02, 2009

Oración implorando del Creador la paz en el mundo


Dios de nuestros padres, grande y misericordioso,
Señor de la paz y de la vida, Padre de todos.
Tú tienes proyectos de paz y no de aflicción,
condenas las guerras y derribas el orgullo de los violentos.
Tú has enviado a tu Hijo Jesús
para anunciar la paz a los cercanos y a los lejanos,
y reunir a los hombres de toda raza y de toda estirpe
en una sola familia.
Escucha el grito unánime de tus hijos,
súplica angustiosa de toda la humanidad:
nunca más la guerra, aventura sin retorno;
nunca más la guerra, espiral de luto y de violencia;
nunca esta guerra en el Golfo Pérsico,
amenaza para tus creaturas
en el cielo, en la tierra y en el mar.
En comunión con María, la Madre de Jesús, te suplicamos aún:
habla a los corazones
de los responsables de la suerte de los pueblos,
detén la lógica de la represalia y de la venganza,
sugiere con tu Espíritu soluciones nuevas,
gestos generosos y honorables,
espacios de diálogo y de espera paciente,
más fecundos que los acelerados plazos de la guerra.
Concede a nuestro tiempo días de paz.
Nunca más la guerra.
Amén.

Papa Juan Pablo II (1991).