Daniel Iglesias Grèzes
Uno de los aspectos principales de la moderna sociedad pluralista es la gran difusión que ha alcanzado en ella el relativismo cultural, moral y filosófico.
“Cultura” es la parte del ambiente hecha por el hombre. El relativismo cultural parte de la constatación de las amplias diferencias existentes entre las diversas culturas. En efecto, las diversas sociedades humanas han dado lugar a distintas lenguas, distintas tradiciones, distintas formas de pensar y de actuar, etc. A partir de allí el relativismo cultural niega la existencia de una escala de valores que permita juzgar objetivamente a todas las culturas.
Esta tendencia a dar el mismo valor a todas las manifestaciones culturales está en profunda contradicción con la fe cristiana. Es verdad, como se dice con frecuencia, que el Evangelio debe encarnarse en todas las culturas (éste es el gran problema de la “inculturación” del cristianismo, tan agudo hoy en África y en Asia, por ejemplo). Pero esto no implica solamente buscar modos de expresión de la fe cristiana adecuados a cada cultura, sino también –y principalmente- transformar todas las culturas según el Evangelio. La evangelización debe “alcanzar y transformar los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad que están en contraste con la Palabra de Dios. Lo que importa es evangelizar hasta sus mismas raíces la cultura y las culturas del hombre.” (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi).
Por lo tanto, no es correcto aceptar costumbres contrarias a la voluntad de Dios (por ejemplo, la poligamia o el infanticidio en algunas sociedades primitivas y la prostitución o la pornografía en muchas sociedades modernas) con el argumento de que son características de una cultura que debe ser respetada. El pecado debe ser combatido tanto en el nivel individual como en el nivel social o cultural. El tan mentado “pecado social” no es otra cosa que pecado arraigado en la cultura.
Esto nos lleva al tema del relativismo moral, doctrina que niega la existencia del bien absoluto. El bien y el mal se convierten en conceptos totalmente relativos, en función de los pensamientos o deseos propios de cada individuo o cada cultura. Al unirse al individualismo, el relativismo moral conduce a que cada uno busque la felicidad a su manera y a dar el mismo valor a todas las formas de buscar la felicidad. No es necesario razonar mucho para convencerse de que esta amoral forma de pensar tiende a facilitar todo tipo de inconductas y aberraciones.
A esta funesta concepción, el cristianismo opone la fe en la existencia y vigencia de la ley moral, natural y revelada. La ley moral natural ha sido inscrita por Dios en la conciencia de cada ser humano y puede ser conocida incluso por la sola razón natural, sin la ayuda de la Divina Revelación. Está basada en el respeto a la dignidad del hombre, creado por Dios. La ley moral cristiana ha sido revelada por Dios a los hombres en Jesucristo y puede ser conocida por la fe en la Divina Revelación. Lleva a su plenitud la ley moral natural y está basada en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
Consideremos por último al relativismo filosófico, doctrina que niega la existencia de la verdad absoluta. Verdad y falsedad se vuelven conceptos puramente relativos. Cada persona tiene “su verdad” y se da igual valor a todas las opiniones y puntos de vista subjetivos. Esta versión moderna del escepticismo es en definitiva absurda, ya que postula como verdad absoluta que la verdad absoluta no existe. El relativismo filosófico corrompe totalmente las bases sobre las que se asientan todo diálogo, todo razonamiento y toda ciencia. De por sí tiende a facilitar la manipulación y la violencia: cuando, en cualquier sociedad, debemos tomar una decisión conjunta, si es imposible que yo convenza a otros de la verdad de mi opinión apelando a su valor objetivo, independiente del sujeto, sólo me queda tratar de manipularlos (procurando con engaño y astucia que los otros hagan lo que yo quiero) o de vencerlos mediante la fuerza (ya sea física o electoral), para imponerles mi modo de pensar. Fácilmente se advierte la frontal oposición entre el relativismo filosófico, por un lado, y la fe cristiana, la recta razón y el sentido común, por otro lado.
La vida cristiana no es sólo gracia; es también lucha. Los cristianos no podemos dejar de luchar a favor de la verdad y del bien y, por consiguiente, contra el relativismo.