domingo, diciembre 23, 2007

¡Feliz Navidad!

Hace unos dos mil años la Palabra de Dios se hizo carne y puso su tienda entre nosotros. De la Bienaventurada Virgen María nació Jesús el Cristo, la Luz del Mundo, el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación. Dios se hizo hombre para que los hombres pudiéramos ser partícipes de la naturaleza divina.

Que la gran alegría de este admirable intercambio llene nuestras almas y nos impulse a dar siempre gloria al Dios del Cielo. Que la paz de Nuestro Señor Jesucristo, la paz que sólo Él puede dar, llene la tierra y colme a todos los hombres de buena voluntad, para que Dios reine en cada uno de nosotros, en nuestras familias, en nuestro país y en el mundo.

¡Feliz Navidad!

Daniel Iglesias Grèzes

viernes, noviembre 02, 2007

La cruz y el martillo

Daniel Iglesias Grèzes

1. Introducción

Durante el período 1965-1985 gran parte de América Latina sufrió una tremenda crisis política, cuyos efectos negativos aún no han sido superados del todo. Simultáneamente se consolidó y tuvo su momento de auge en nuestra región un neo-catolicismo de cuño marxista, impulsado por la corriente principal de la llamada “Teología de la Liberación”. Un amplio sector del clero y del laicado latinoamericanos, al que podríamos llamar (en sus propios términos) “progresista”, apoyó a esa corriente en mayor o menor medida. Dentro de ese sector hubo una minoría más radical, “revolucionaria”, que llegó a tomar las armas, incorporándose a las guerrillas marxistas del continente.

El “Martirologio Latinoamericano” de “Servicios Koinonía” es una interesante fuente de información acerca de dicho grupo revolucionario, que fue algo así como “la punta del iceberg” del mencionado movimiento católico-marxista.
Véase: http://www.servicioskoinonia.org/martirologio/

No es difícil identificar la ideología que inspira a este pseudo-martirologio. Basta observar que entre los “mártires latinoamericanos” se incluye a Ernesto “Che” Guevara y al sacerdote uruguayo Indalecio Olivera, del Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros, muerto el 12 de noviembre de 1969 durante un operativo en el que también murió el agente policial Juan Antonio Viera. Por error, el “Martirologio Latinoamericano” llama Oliveira a este sacerdote.

Para comprender mejor el fenómeno del “clero revolucionario” del pasado reciente de América Latina, consideremos un ejemplo que encontré en el citado “Martirologio”: el caso de Fernando Hoyos, misionero jesuita que trabajó pastoralmente entre los campesinos indígenas de Guatemala, se sumó luego a la guerrilla guatemalteca y murió el 13 de julio de 1982 (en un enfrentamiento con el ejército) junto con Chepito, un monaguillo de 15 años de edad.

A continuación citaré dos cartas de Fernando Hoyos a sus compañeros jesuitas Juan Hernández Picó y César Jerez. Véase estas cartas en http://www.tinet.org/~fqi_sp02/hoyca_sp.htm, extraídas del siguiente libro de María del Pilar Hoyos [hermana de Fernando Hoyos]: Fernando Hoyos, ¿dónde estás?, Fondo de Cultura Editorial, Guatemala, 1997. Las citas del P. Hoyos figuran en letra itálica. Intercalo mis comentarios en letra normal.

2. Primera carta (del 9 de septiembre de 1980)

Dentro de las exigencias de la lucha revolucionaria actual, hoy doy el paso de integrarme más a la lucha revolucionaria donde lo exige la situación: en un lugar de la montaña de Guatemala. Pienso que es lo que de mí exige la lucha revolucionaria en este momento. Mi fidelidad es a ese pueblo en el que Dios está presente y lo demás son instrumentos para esa lucha.
O sea: el fin último de su acción es contribuir a la Revolución marxista; todo lo demás (incluso la Iglesia) es sólo un medio para alcanzar ese fin.

Mi decisión está tomada después de pensarlo suficientemente, es el resultado de un proceso de evolución y el fruto de la exigencia del momento de la lucha revolucionaria de nuestro pueblo. No es una decisión fácil, y, en todo caso, la menos cómoda, pero hoy es en ese puesto concreto donde pienso que debo estar y doy este paso con toda la decisión, alegría y esperanza con la que siempre he procurado dar los pasos decisivos en mi vida.
Para mí este paso no significa dejar la Compañía de Jesús, aunque estoy abierto al futuro y puede ser que dentro de unos meses no piense así. Pero si esto es incompatible con seguir siendo jesuita, tendré que aceptar, no sin dolor, el dejar de serlo.
Aquí se ve que Fernando Hoyos considera su vocación religiosa como algo secundario frente a su compromiso con la Revolución.

En todo caso, nunca dejaré de ser cristiano, pues pienso que aunque yo dejara de creer en Dios, Él nunca dejaría de creer en mí.
Argumento bastante pueril: que Dios siempre sea fiel a su alianza de amor con el hombre no implica que el hombre no pueda ser infiel a ella, despreciando radicalmente el amor de Dios.

Ahí está el principio y el secreto de mi esperanza para avanzar por la vida. Esperanza que no evita ningún sacrificio, ningún dolor, ni ninguna lágrima, pero que ayuda a transformar toda la vida, aunque sea dejando la de uno. Los principios cristianos que siempre me han guiado, seguirán guiándome en cualquier parte que esté y Dios, presente en el pueblo, seguirá siendo mi brújula hasta la victoria siempre, que está aquí y más allá.
Los “principios cristianos” suponen la adhesión confiada y humilde a la Divina Revelación, transmitida por la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición e interpretada según la enseñanza autorizada del Magisterio de la Iglesia. Un movimiento popular orientado hacia la lucha de clases y la toma del poder por la vía armada para construir un régimen socialista no es en modo alguno el Pueblo de Dios, según la doctrina cristiana rectamente entendida. Nótese la cita implícita del conocido slogan del Che Guevara: “hasta la victoria siempre”.

El momento de lucha es tan grande, tan fuerte, tan importante que exige que los que estamos luchando, vayamos caminando hacia compromisos cada vez mayores, que exigen nuevas formas de lucha.

3. Segunda carta (del 19 de marzo de 1981)

Mi camino va por otro rumbo. Como las estaciones y la claridad del día, todo tiene su tiempo y es ahora que ese tiempo ha llegado.
La Compañía de Jesús era un instrumento para mí en la lucha revolucionaria, como forma de aportar en la liberación definitiva de nuestro pueblo.
¿Cómo fue posible que los superiores del P. Hoyos no notaran que, según esta transparente confesión suya, él había estado usando a la Compañía de Jesús con fines políticos (incompatibles con la fe cristiana, además)?

Instrumento que fue muy importante para mí durante muchos e importantes años de mi vida. Pero hoy, encuentro otro camino, mi participación en el EGP [Ejército Guerrillero de los Pobres]. Que me ayuda más a realizar el objetivo de mi vida.
Un sacerdote católico traiciona su vocación religiosa al convertirse en guerrillero. Abandona el camino cristiano de transformación del mundo mediante el amor y el perdón y pervierte su sacerdocio al elegir el camino de la violencia para cambiar las estructuras sociales.

Cuando hablo de instrumento, sé que puede haberlo mejores para cada uno. Hoy, para mí, en la lucha revolucionaria de Guatemala, el mejor camino, el mejor instrumento, es mi pertenencia al EGP. Eso no quiere decir que sea un instrumento sin defectos ni deficiencias, pero es el mejor que encuentro y en el que daré mi aporte a la lucha revolucionaria.
Es triste ver cómo alguien desprecia la “perla fina” del Evangelio de Jesucristo, que había adquirido vendiendo todo lo que tenía, para quedarse con una perla falsa.

Después que logremos el triunfo, seguiré en las tareas necesarias a la construcción de una nueva sociedad revolucionaria, siempre en las tareas que la revolución me asigne.
Aquí el P. Hoyos muestra su apego al erróneo dogma marxista sobre la inevitabilidad de la Revolución y de su triunfo.

Respeto y aprecio otros caminos, pero cada quien tiene la responsabilidad de hacer la opción por el camino que cree más apropiado para uno mismo. Una vez echada la suerte con la del pueblo, yo sentiría grandes contradicciones sabiendo que aún en el caso de no llegar al triunfo, podría sobrevivir. Si fracasa nuestro pueblo (cosa que no sucederá), prefiero correr todas sus consecuencias.
Gracias a Dios, la Revolución marxista no logró su objetivo ni en Guatemala ni en el resto de la América Latina (excepto en Cuba). Sólo ocho años después de que Hoyos escribió esta carta, cayó el muro de Berlín; y poco después desaparecieron los regímenes socialistas de Europa Oriental y hasta se desintegró la mismísima Unión Soviética, que en algún momento pareció una superpotencia invencible, un régimen totalitario destinado a perdurar por muchos siglos. Así se equivocan los falsos profetas. Así pasa la gloria de este mundo.

Donde quiera que me llegue la última hora, estaré sirviendo al pueblo con los mismos ideales y luchando siempre con la misma esperanza y seguridad del triunfo y haciendo que el amor esté presente por encima de las demás cosas en todo lo que haga. El hombre Nuevo tardará mucho en crecer en mí, pero al menos, daré los primeros pasos para lograrlo y contribuiré a que sea el hombre nuevo el que viva en la nueva sociedad.
El “hombre nuevo” referido por San Pablo nace de la gracia de Dios, acogida con fe, esperanza y caridad. No surgirá jamás del esfuerzo del hombre por alcanzar una salvación puramente terrena, al margen o en contra de Dios.

4. Conclusión

Pese a los notables acontecimientos del año 1989 y a sus grandes repercusiones sobre la popularidad del marxismo, la seria amenaza que el catolicismo marxista representó para la Iglesia latinoamericana no ha desaparecido todavía. Líderes de la teología de la liberación de tendencia marxista, como Leonardo Boff, continúan teniendo demasiada influencia dentro de la Iglesia Católica. En el caso de L. Boff, esta influencia se mantiene pese al profundo anti-catolicismo que él ha ido manifestando gradualmente. Véase una muestra del actual pensamiento de Boff en su artículo “La Iglesia Católica: ¿una gran secta?”, de fecha 31/08/2007: http://www.servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=239. Más que refutar las numerosas falacias de este artículo, me interesa destacar que allí el autor, de forma no muy velada, invita a los “católicos progresistas” a consumar su separación de la Iglesia Católica, que se viene gestando ocultamente desde hace décadas.

Nuestro Señor Jesucristo, quien nos prometió que los poderes del infierno no prevalecerán contra Su Iglesia, la guarde hoy contra los errores de Boff y compañía, como antaño la guardó contra los errores de Arrio, Nestorio y Eutiques.

domingo, abril 22, 2007

La violencia legítima

Daniel Iglesias Grèzes

1) Introducción.

En un mundo perfecto no existiría la violencia. Sin embargo, la moral católica admite algunas formas de violencia legítima. Veremos que todas esas formas tienen una “estructura común” y deben cumplir condiciones análogas para ser moralmente válidas.

El ser humano es esencialmente un ser individual y social a la vez. Es posible agrupar las formas de violencia legítima en los siguientes cuatro casos:

a) Violencia legítima entre individuos: es el caso de la legítima defensa en sentido estricto.
b) Violencia legítima entre sociedades: es el caso que recibe tradicionalmente el nombre de “guerra justa” (y que quizás sería mejor llamar “guerra defensiva”).
c) Violencia legítima de la sociedad frente al individuo: en este apartado podemos incluir las diversas formas legítimas de coacción que el Estado puede ejercer para mantener la ley y el orden, sobre todo el uso legítimo de la fuerza policial y la fuerza carcelaria. También aquí se inscribe la cuestión, que más adelante discutiremos, de la pena de muerte.
d) Violencia legítima del individuo frente a la sociedad: es el caso de la legítima insurrección contra un gobierno tiránico.

La primera tesis que intentaremos probar es que los tres últimos casos son semejantes al primero, de tal modo que entre los cuatro conforman una estructura general que podríamos denominar “legítima defensa en sentido amplio”.

2) La doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica.

En este apartado citaremos los textos del Catecismo de la Iglesia Católica referidos a las cuatro formas de violencia legítima:

a) Sobre la legítima defensa.
“La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. ‘La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no’ (S. Tomás de Aquino, S. Th. 2-2, 64, 7).
El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:
‘Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita... y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro’ (S. Tomás de Aquino, S. Th. 2-2, 64, 7).
La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad.”
(nn. 2263-2265).

b) Sobre la “guerra justa”.
“El quinto mandamiento condena la destrucción voluntaria de la vida humana. A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra (cf. GS 81, 4).
Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras.
Sin embargo, ‘mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa’ (GS 79, 4).
Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:
– Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
– Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
– Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
– Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.
Éstos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la ‘guerra justa’.
La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.”
(nn. 2307-2309).

c) Sobre el poder coactivo del Estado y las penas aplicadas a los delincuentes.
“La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte. Por motivos análogos quienes poseen la autoridad tienen el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo.
Las penas tienen como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, tiene un valor de expiación. La pena tiene como efecto, además, preservar el orden público y la seguridad de las personas. Finalmente, tiene también un valor medicinal, puesto que debe, en la medida de lo posible, contribuir a la enmienda del culpable (cf. Lc 23, 40-43).
Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.”
(nn. 2266-2267).

d) Sobre la insurrección contra la tiranía.
“El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. ‘Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’ (Mt 22, 21). ‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres’ (Hch 5, 29).
‘Cuando la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien común; pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de esta autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.’ (GS 74, 5).
La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores.”
(nn.2242-2243).

3) La analogía entre los cuatro casos de violencia legítima.

Es clara la existencia de una analogía entre los cuatro textos citados en lo referente a las condiciones que se deben cumplir para que pueda hablarse de un recurso legítimo a la violencia.

a) En todos los casos, la violencia lícita es una forma de legítima defensa contra una agresión injusta, grave y cierta. Además tal agresión, salvo en el caso de la pena de muerte, debe ser actual.
b) En todos los casos, la violencia lícita es un último recurso; o sea, sólo es lícito recurrir a la violencia cuando todos los recursos no violentos sean ineficaces.
c) En todos los casos, la violencia lícita es proporcionada a la agresión; o sea, no debe provocar daños mayores que el que se pretendía evitar.
d) Además, en los dos casos de violencia legítima contra una sociedad (“guerra justa” y resistencia a la opresión del gobierno), se añade otra condición: que haya expectativas fundadas de éxito.

Por otra parte, los textos citados indican que el cumplimiento de estas condiciones de moralidad debe ser evaluado en forma estricta o rigurosa, no laxista.

Se puede decir, pues, que todos los casos de violencia legítima son casos de legítima defensa en sentido amplio.

4) Dos desarrollos doctrinales recientes.

Existe un desarrollo histórico de la doctrina cristiana. Podemos establecer una analogía entre dicho desarrollo y el crecimiento de un ser vivo, que se desarrolla en el tiempo manteniendo su identidad sustancial.

En este apartado veremos que en el reciente Magisterio de la Iglesia se puede constatar la existencia de un desarrollo de la doctrina moral cristiana en lo referente a dos de los casos expuestos: el de la pena de muerte y el de la resistencia violenta a la opresión gubernamental.

Consideraremos en primer término el caso de la pena de muerte.

En el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, publicado en 2005, se lee lo siguiente:
“¿Qué pena se puede imponer?
La pena impuesta debe ser proporcionada a la gravedad del delito. Hoy, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquel que lo ha cometido, los casos de absoluta necesidad de pena de muerte «suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos» (Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae). Cuando los medios incruentos son suficientes, la autoridad debe limitarse a estos medios, porque corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común, son más conformes a la dignidad de la persona y no privan definitivamente al culpable de la posibilidad de rehabilitarse.”
(Catecismo de la Iglesia Católica – Compendio, n. 469).

Esta novedosa precisión acerca de la pena de muerte ha sido considerada lo suficientemente importante como para formar parte del referido Compendio, a pesar de la forma sumamente sintética en que éste presenta toda la doctrina cristiana.

El texto citado del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica se refiere al siguiente texto de Juan Pablo II, del año 1995:
“En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone «tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta». La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.
Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.”
(Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae, n. 56).

Aquí el Papa Juan Pablo II menciona, sin criticarla, la existencia de una tendencia progresiva en la Iglesia y en el mundo a pedir la limitación e incluso la abolición de la pena de muerte, en la óptica de una justicia penal cada vez más conforme con la dignidad del hombre. Sin rechazar la doctrina tradicional sobre la pena de muerte, el Papa afirma que, debido a las condiciones reinantes en nuestros días, los casos en que la aplicación de esta pena es necesaria son hoy prácticamente inexistentes, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal. Es posible interpretar estas enseñanzas en el sentido de que, si se lograra en todos los países una organización de la justicia penal más conforme con la dignidad del hombre, la tendencia progresiva a limitar la aplicación de la pena de muerte podría desembocar lícitamente en la total abolición de dicha pena. Estas enseñanzas papales son coherentes con la práctica de la Santa Sede (muy habitual en las últimas décadas) de pedir a los Gobiernos clemencia para los condenados a muerte, independientemente de su inocencia o culpabilidad.

Por otra parte, el día 7/02/2007 se publicó una declaración de la Santa Sede que apoya las iniciativas contra la pena capital. A continuación reproducimos una noticia del Vatican Information Service (VIS) respecto a esa declaración:

Ciudad del Vaticano, 7 feb 2007 (VIS).- Se ha publicado hoy la declaración de la Santa Sede en el congreso mundial sobre la pena de muerte celebrado del 1 al 3 de febrero en París (Francia).
"El Congreso de París -dice el texto- se celebra en un momento en que la campaña para la abolición de la pena de muerte ha afrontado retos inquietantes a causa de ejecuciones recientes. La opinión pública se ha sensibilizado y ha manifestado su preocupación por un reconocimiento más eficaz de la dignidad inalienable de los seres humanos y de la universalidad y la integridad de los derechos humanos, comenzando con el derecho a la vida".
Al igual que en los dos últimos congresos sobre el tema, "la Santa Sede aprovecha esta ocasión para acoger y para afirmar de nuevo su apoyo a todas las iniciativas que quieren defender el valor inherente y la inviolabilidad de toda vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. En esta perspectiva, llama la atención el hecho de que el uso de la pena de muerte es no sólo una negación del derecho a la vida sino también una afrenta a la dignidad humana".
"Mientras la Iglesia Católica sigue sosteniendo que las autoridades legítimas del Estado tienen el deber de proteger a la sociedad de los agresores, y que algunos Estados incluían tradicionalmente la pena capital entre los medios utilizados para lograrlo, hoy es difícil justificar tal opción. Los Estados cuentan con nuevos medios "para preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse". Tales métodos no letales de prevención y de castigo "corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana".
"Toda decisión de pena capital incurre en numerosos peligros", como "el de castigar a personas inocentes; la tentación de fomentar formas violentas de revancha en lugar de una justicia social verdadera; una ofensa clara a la inviolabilidad de la vida humana (...) y para los cristianos, un desprecio de la enseñanza evangélica sobre el perdón".
"La Santa Sede -concluye el texto- reitera su aprecio a los organizadores del Congreso, a los gobiernos (...) y a cuantos trabajan (...) para abolir la pena capital o para imponer una moratoria universal en su aplicación".

Considerando que Estados Unidos es una de las mayores naciones donde aún subsiste la pena de muerte, resulta muy significativo un reciente llamamiento de los obispos estadounidenses para acabar con esa pena. El día 15 de noviembre de 2005 los obispos aprobaron (por 237 votos a favor y 4 votos en contra) el documento «Cultura de la vida y pena de muerte», en el que aseguran que recurrir a la pena de muerte contribuye a alimentar un ciclo de violencia en la sociedad. La declaración afirma que Estados Unidos no puede «enseñar que matar está mal, matando a quienes matan» y subraya que «la pena de muerte viola el respeto a la vida y dignidad humanas». El documento describe la pena de muerte como un signo permanente de una «cultura de muerte» en la sociedad estadounidense. «Ha llegado el momento de que nuestra nación abandone la ilusión de que podemos proteger la vida quitando la vida -afirman los obispos-. Cuando el Estado, en nuestro nombre y con nuestros impuestos, acaba con una vida humana, a pesar de tener alternativas no letales, sugiere que la sociedad sólo puede superar la violencia con violencia».

Pasamos ahora a considerar otro desarrollo doctrinal reciente, referido en este caso a la legítima insurrección contra la tiranía.

En el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, publicado en 2004, leemos lo siguiente:
“La lucha armada debe considerarse un remedio extremo para poner fin a una “tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país” (Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 31: AAS 59 (1967) 272). La gravedad de los peligros que el recurso a la violencia comporta hoy evidencia que es siempre preferible el camino de la resistencia pasiva, “más conforme con los principios morales y no menos prometedor del éxito” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 79: AAS 79 (1987) 590).” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 401).

La segunda parte de este texto introduce, con respecto a la doctrina tradicional sobre la insurrección legítima, una novedad análoga a la recién comentada acerca de la pena de muerte. También en este caso se trata de un desarrollo doctrinal. La doctrina tradicional no sólo no es rechazada, sino que es planteada explícitamente mediante la cita de la carta encíclica Populorum progressio de Pablo VI. No obstante, a continuación se establece que en la actualidad siempre es preferible recurrir a la “resistencia pasiva”, o sea a la resistencia pacífica, no violenta.

El texto citado del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia se refiere a este texto de la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre libertad cristiana y liberación, del año 1986:
“Estos principios deben ser especialmente aplicados en el caso extremo de recurrir a la lucha armada, indicada por el Magisterio como el último recurso para poner fin a una “tiranía evidente y prolongada que atentara gravemente a los derechos fundamentales de la persona y perjudicara peligrosamente al bien común de un país”. Sin embargo, la aplicación concreta de este medio sólo puede ser tenido en cuenta después de un análisis muy riguroso de la situación. En efecto, a causa del desarrollo continuo de las técnicas empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la violencia, lo que se llama hoy “resistencia pasiva” abre un camino más conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito.” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis Conscientia sobre libertad cristiana y liberación, n. 79).

Nótese que el texto del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia incluso expresa la nueva valoración sobre la aplicación práctica de la doctrina sobre la insurrección legítima de un modo más terminante que la Instrucción Libertatis Conscientia: la resistencia pacífica “es siempre preferible” a la resistencia armada.

Es interesante notar que el último texto citado es precedido inmediatamente por el siguiente texto sobre el mito de la revolución:
“Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una situación inicua es suficiente por sí misma para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de regímenes totalitarios. La lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la instauración de un nuevo orden social y político conforme a las exigencias de la justicia. Ésta debe ya marcar las etapas de su instauración. Existe una moralidad de los medios.” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis Conscientia sobre libertad cristiana y liberación, n. 78).

De este modo la Congregación para la Doctrina de la Fe refuta la teoría, muy en boga en los años sesenta y setenta del siglo pasado en ciertos sectores católicos latinoamericanos, sobre la legitimidad moral de las guerrillas marxistas como respuesta popular adecuada a una violencia institucionalizada que los gobiernos latinoamericanos (dictatoriales o democráticos) supuestamente ejercían sobre sus respectivos pueblos para mantenerlos sojuzgados en un régimen capitalista de explotación económica del proletariado por parte de la burguesía. Esta falsa teoría, unida a la teoría igualmente falsa sobre la inevitabilidad de la revolución socialista por la vía armada, causó enormes daños a la Iglesia Católica en América Latina y a las naciones latinoamericanas.

martes, enero 23, 2007

¿Qué teme el ateo de Oxford? (Paul Johnson)

¿Por qué se han acobardado los ateos? Tras haber proclamado durante un siglo que los argumentos a favor de la existencia de Dios sólo debían exponerse a la luz del día y la discusión pública para desmoronarse ignominiosamente, ¿por qué comienzan a sentir pánico de sus propios argumentos? ¿Por qué, después de atrincherarse en su altiva arrogancia, empiezan a temblar de repente? Lo pregunto a la luz de la terminante negativa de Richard Dawkins a abandonar su seguro reducto académico para debatir conmigo, en un foro abierto, según reglas convenidas y con coordinación neutral, la existencia o inexistencia de Dios. Si el cabecilla del lobby antiteísta de Gran Bretaña, y dueño de la primera cátedra de Ateísmo de Oxford -sí, sé que oficialmente es para explicar las ciencias, pero todos sabemos qué se trae Dawkins entre manos-, no está dispuesto a defender sus convicciones, debemos llegar a la conclusión de que están en graves aprietos.
Dejo de lado la razón aparente del rechazo de Dawkins: que mi desafío está motivado por intereses personales. Todos sabemos que no es el verdadero motivo. Está asustado. A fin de cuentas, según el autor de El gen egoísta, todos nos guiamos continuamente por intereses personales y cualquier otro motivo sería antinatural o ilusorio. Huelga decir que no comparto esta deprimente visión de la humanidad, y compadezco al profesor por creer imposible que un ser humano sea impulsado por la fe, una causa, un genuino deseo de esclarecer a la sociedad o -el principal motivo en mi caso- un ferviente deseo de compartir el precioso don de la creencia en Dios con tantos mortales como sea posible. Una de las consecuencias espantosas de ser un materialista como Dawkins es que, por lógica, uno está obligado a negar la existencia de la metafísica, y el mundo del espíritu se convierte en zona prohibida. Uno está obligado a encarcelarse en una existencia unidimensional, sin pasado significativo y sin futuro personal, donde lo único que importan son objetos materiales empujados por genes porcinos. Pero, como decía, la razón que alega Dawkins para eludir el debate no es la real.
Sospecho que hay tres razones principales para que Dawkins no compita. Una es la pereza intelectual típica de los divos de Oxford y Cambridge. A fin de cuentas, si uno está acostumbrado a actuar como una ingeniosa eminencia intelectual frente a jóvenes boquiabiertos, o a conferenciar ante públicos dóciles que anotan cada palabra como si fuera la Sagrada Escritura, o a pavonearse como león residente en la provinciana sociedad de las tertulias oxonienses, cuesta salir al mundo real donde la gente replica y exige pruebas, y las piruetas académicas son inconducentes. Fuera del ámbito protegido de los claustros, no existe un puesto intelectual seguro. Dawkins lo sabe. Una cosa es ir a Londres para emitir sonidos en un estudio de televisión, y muy otra enfrentarse a una audiencia en vivo durante dos horas respetando auténticas reglas del marqués de Queensberry.
Además, sospecho que Dawkins está preocupado por la pobreza de sus argumentos. En el siglo diecinueve los positivistas llevaban las de ganar, en cierto sentido: podían señalar las ridiculeces que los teólogos habían dicho en el pasado -ángeles bailando en la cabeza de un alfiler, por ejemplo- sin contar con un cúmulo similar de idioteces arcaicas en su propio bando. Pero ya no es así. Las expresiones del ateísmo ahora tienen una larga historia, y es espectacularmente tonta. Los obiter dicta de científicos materialistas de otros tiempos, en su época tan eminentes y aplomados como Dawkins, constituyen hoy una lectura hilarante. Emile Littré definió el “alma” como “la suma anatómica de las funciones del cuello y la columna vertebral, y la suma fisiológica de la función del poder de percepción del cerebro”. En cambio, Ernst Haeckel afirmó: “Ahora sabemos que… el alma [es] una suma de plasmamovimientos en las células de los ganglios”. Hippolyte Taine escribió: “El hombre es un autómata espiritual… el vicio y la virtud son productos, como el azúcar y el vitriolo”. Karl Vogt insistía: “Los pensamientos brotan del cerebro como la bilis del hígado o la orina de los riñones”. Jacob Moleshot estaba igualmente seguro: “Ningún pensamiento [puede surgir] sin fósforo”. En esa época los ateos sólo tenían que atacar. Ahora tienen mucho que defender o repudiar. Comprendo que Dawkins tenga miedo de que en un foro público sus plasmamovimientos terminen retorciéndose en las células de sus ganglios.
En tercer lugar, a diferencia de sus predecesores, los ateos de hoy tienen las cosas fáciles. La sociedad -en el mundo académico, en los medios de comunicación, en el discurso público, en la conversación común- está orientada a su favor, como antaño estaba a favor de los cristianos. Como bien sé por experiencia propia, la inclusión de Dios en las argumentaciones -en un estudio de televisión, a una mesa, en una discusión pública- es un delito social que provoca inquietud, contrariedad y vergüenza. “Dios” es una palabra insultante que sólo se debe pronunciar dentro de zonas certificadas. En todas partes se da por sentado cierto agnosticismo irreflexivo, así que los ateos rara vez deben exponer sus argumentos ab initio. Casi los han olvidado.
No siempre fue así. Thomas Henry Huxley tuvo que enfrentarse toda la vida con obispos militantes y políticos cristianos convencidos, y era un orador de primera; en comparación, Dawkins parece un haragán. George Bernard Shaw y H. G. Wells debatían continuamente en foros públicos acerca de Dios, la religión y la posibilidad de una vida ultraterrena con gente como Hillaire Belloc y G. K. S. Chesterton. También eran brillantes en la lucha. Bertrand Russell defendió su propia versión de la racionalidad contra toda clase de contrincantes durante tres cuartos de siglo y sabía cómo hacerlo. Y, si mal no recuerdo, Freddie Ayer jamás eludió una pelea. Pero Dawkins no sabe si puede salirse con la suya. Está inseguro de sus argumentos, su causa y su destreza. Teme ponerse en ridículo frente al mundo y frente a sus colegas académicos, quienes, al margen de sus creencias, disfrutarían en grande si vieran un tropezón del Rey Ateísmo. Así que Dawkins masculla en su campamento del New College, temeroso de ponerse la armadura y afrontar la lid. Como dijo el poeta Chapman, hay algo despreciable en el escéptico inactivo:

Oh incredulidad, ingenio de los necios,
Que chapuceramente escupen sobre todo lo bello,
Castillo del cobarde y cuna del perezoso.

16 de marzo de 1996.
Fuente: Paul Johnson, Al diablo con Picasso y otros ensayos, Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1997, pp. 292-294.

sábado, enero 20, 2007

Opiniones sobre la Conferencia de Aparecida (2)

Daniel Iglesias Grèzes

En el pasado mes de diciembre recibí por correo electrónico un artículo anónimo titulado “La V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y Caribeño”, escrito al parecer por alguien vinculado a la Institución Kölping, organización católica dedicada fundamentalmente a la promoción humana por medio de la capacitación laboral. Dicho artículo se presenta como una reflexión, dirigida en primer lugar a las “familias Kölping” en los distintos países, sobre la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tendrá lugar en mayo de 2007 en Aparecida (Brasil), convocada por el Papa Benedicto XVI. A continuación reproduciré íntegramente ese artículo y luego haré una crítica del mismo.






La V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y Caribeño

Autor desconocido

0. Introducción
Las comisiones preparatorias, nos encargaban a las distintas diócesis y movimientos eclesiales, el poder reflexionar sobre el documento preparatorio de la V CONFERENCIA DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE, además de sugerir a través de 19 fichas, un trabajo de aportes a la misma. Sin embargo, encontramos muy urgente hacer un análisis más profundo a ciertos temas que este documento no presenta o lo hace, pero de manera muy frágil (sin embargo los que deseen, pueden realizar un trabajo detallado con las fichas enviadas por el CELAM). Por lo mismo proponemos estos puntos para la reflexión y el análisis en los distintos países y en las familias Kolping que así lo vean pertinente.

1. El contenido de los cinco capítulos del Documento
En rápidas pinceladas, demos una mirada analítica a los contenidos de cada uno de los cinco capítulos. Recordamos que nuestro objetivo es llamar la atención sobre sus límites, silencios o vacíos, y esto es lo que se pondrá en evidencia en dicho análisis.

1.1. Capítulo I: la antropología y la cristología

a. La antropología
El cambio antropológico operado por la modernidad en el Concilio Vaticano II significó sobre todo un diálogo con el ser humano ateo, con el ‘no-creyente’.
En Medellín se puso en evidencia lo que en el Vaticano II había permanecido inconcluso: ‘una Iglesia de los pobres para ser la Iglesia de todos’ (Juan XXIII). El Documento de Participación pone como punto de partida al ‘hombre-sin sentido’, o de modo más concreto, en búsqueda de la felicidad (n. 1). La felicidad es realmente una cuestión relevante para el ser humano actual. Solo que es muy diferente lo que entienden por felicidad un rico y un pobre, por ejemplo.
Da la impresión que el ser humano del Documento es un sujeto rico, cansado y vacío, absorbido por la tecnología y el consumismo, en crisis de sentido, en crisis existencial (n. 2). Para los pobres, en cambio, la crisis es de sobrevivencia o supervivencia, no de existencia.
Puebla había visto al ser humano latinoamericano y caribeño con rostros muy concretos, en particular rostros de pobres (DP 31-39). El Documento de Participación habla de un ser humano sin rostro, como si fuese una categoría, una esencia, más allá de la contingencia de una historia que hace lo cotidiano de la vida.
El ser humano del Documento, en tanto no tiene rostro concreto de indígena, negro, mujer, trabajador, desempleado, sin tierra y sin techo, niño/a, etc. y su deseo de felicidad, en tanto no tiene objetivo palpable como pan, casa, educación, trabajo, salud, acogida, etc., permanece más en la esencia que en la existencia.
Para los pobres, hasta la experiencia religiosa en cuanto salvación tiene que pasar por la plenitud de la vida, incluida la vida material. De lo contrario, va a afiliarse a movimientos religiosos autónomos, en especial el neopentecostalismo, donde la salvación se confunde con prosperidad material, salud física y psicoafectiva.
No podemos perder de vista que el giro antropológico operado por la modernidad, es un esfuerzo importante por superar el teocentrismo de la cristiandad. Esto sucedió cuando Heidegger, basándose en Hegel, el descubridor de la historia, caracterizó el ser como tiempo. Hasta entonces, la antropología se mantenía metafísica, esencialista, a-histórica.

b. La cristología
El Cristo del Documento es el Resucitado, Rey, Vivo, Camino, Verdad y Vida. Sin embargo, el Salvador del pueblo excluido es el Jesús Sufriente, no el Jesús Muerto del viernes santo.
No es que se dude del resucitado, o de que esté vivo, pero si Jesús es solidario con su dolor, Él también debe estar sufriendo. Es imposible que todo sea gloria para un Dios cuyos hijos están aplastados por la opresión y la injusticia.
El riesgo más grande en la cristología no es un Jesús sin Cristo, cuanto un Cristo sin Jesús. Es aquí donde se localiza el déficit cristológico del Documento. Se trata de buscar situar la obra salvadora de Jesús en el hoy de la realidad latinoamericana y caribeña, de relacionar su mensaje con las contradicciones que vivimos en nuestro contexto y no simplemente afirmar la acción redentora en sí misma. Siguiendo el dinamismo del misterio de la Encarnación, no se puede dejar de relacionar a Cristo con Jesús que prolonga su pasión en la historia, estampada en tantos rostros desfigurados. La perspectiva de Mateo 25,31-46 ayuda a acoger, vivir y servir a Jesucristo, no como una realidad meramente transhistórica, sino en lo cotidiano de la vida. El Evangelio contextualizado en nuestra realidad es Buena Noticia de un Jesús profeta en favor de la justicia y la fraternidad, que vivió la solidaridad con las víctimas hasta el fin y cuya consecuencia será la muerte en cruz. La cruz no es un medio, es la consecuencia de dar la vida por todos pues el sufrimiento nunca puede ser justificado por sí mismo. Afirmar que Cristo ‘sacia la sed de sentido y de felicidad’ (n. 5), es decir poco y lo hace muy distante.

1.2. Capítulo II: la eclesiología
Con Justino de Roma, el Documento reconoce la presencia de ‘semillas del Verbo’ en la vida de los aborígenes precolombinos y con Eusebio de Cesarea, la etapa precolonial como praeparatio evangélica (n. 22). Igualmente reconoce y reitera el pedido de perdón hecho por Juan Pablo II por las sombras que hubo durante el proceso de evangelización (n. 27). No obstante, al dar cuenta de las sombras a través de la denuncia de los santos misioneros, afirmando que ‘la propia evangelización constituye una especie de tribunal de acusación para los responsables de aquellos abusos’ (n. 26), no deja de conservar resquicios de una eclesiología preconciliar.
En primer lugar, la eclesiología conciliar se funda en la neumatología y no en la cristología. Es evidente que la Iglesia fue querida y fundada por Jesús, pero solo pasa realmente a existir cuando los apóstoles inactivos se vuelven activos, por la acción del Espíritu en Pentecostés. La Iglesia no es exterior ni anterior a la acción del Espíritu. La Tradición es la historia del Espíritu Santo en la historia de la Iglesia.
En segundo lugar, la eclesiología del Documento se resiente de una cristología docetista, según la cual la Iglesia es concebida como extensión e historia de Cristo glorioso. En esta perspectiva, Belarmino concebía a la Iglesia en cuanto Cuerpo de Cristo como ‘Encarnación continuada’. Se trata por lo tanto del Cristo glorioso, sin Jesús, y de una Iglesia divina, que no peca, y cuando peca, no pasan de ser pecados de los ‘hijos de la Iglesia’, nunca de la Iglesia como tal que es esencialmente santa, por ser divina. La eclesiología del Vaticano II, en cambio, asume la dimensión contingente de la Iglesia en la precariedad del presente —ecclesiam semper reformanda (UR 5; GS 40) —, o en el decir de los Santos Padres: casta meretrix (LG 8; GS 21.43).
Con todo, el déficit eclesiológico del Documento se expresa principalmente en el eclipse del Reino de Dios. Este aparece una única vez en el texto, pero no en relación con la Iglesia y sí con Jesús, citando el prefacio de la solemnidad de la fiesta de Cristo Rey (n. 6). La Iglesia se liga directamente a Cristo y prolonga su misión, como si Jesús se hubiese predicado a sí mismo.
Una Iglesia sin Reino de Dios es una Iglesia fuera y sobre el mundo, centrada en sí misma, propietaria de todos los medios para la salvación. Después del Concilio Vaticano II, sin embargo, no se puede comprender la Iglesia fuera del trinomio Iglesia-Reino-Mundo, porque son tres realidades que se interpenetran (LG 5; GS 40). La Iglesia existe para ser signo e instrumento del Reino de Dios en el Mundo.
De igual forma, no se puede dejar de aludir al hecho de que el Documento, al hacer una retrospectiva histórica del caminar de la Iglesia para identificar los signos de esperanza presentes en ella hoy (n. 34), presenta una vasta relación de realidades eclesiales, pero con silencios que precisan ser rotos. Por ejemplo: no se hace mención de las anteriores cuatro conferencias generales del episcopado latinoamericano y caribeño con su rico magisterio, una tradición que no se puede perder; no se hace mención de los mártires de las causas sociales, en la lucha por la justicia, que fueron millares y es lo que la Iglesia en América Latina y el Caribe tiene de más valor; en el campo de la pastoral social, no se menciona el trabajo con la ecología, los trabajadores, los campesinos, los menores, las personas de edad, las mujeres marginadas, los enfermos, etc.; las Cebs son citadas como una estructura de participación, desprovista de su espíritu y novedad eclesiológica, apenas mediación para obtener comunidades pequeñas. La rica contribución de la reflexión bíblico-teológica solo es citada de paso al evocar el ‘contenido evangélico y teológico de la liberación’. Ahora, junto con nuestros mártires, tenemos asimismo una teología mártir que, a pesar de sus reconocidos límites, confiere a nuestro continente una tradición propia dentro de la Tradición de la Iglesia como un todo, en la medida en que tesis como opción por los pobres, pecado social, fe y praxis, historia única, liberación como salvación, etc., enriquecen toda y cualquier teología.

1.3. Capítulo III: la misionología
En el Documento, todo confluye hacia la misión —‘una gran misión continental’ (n. 173) —, lo que es muy justificable y necesario en un mundo cada vez más marcado por la exclusión y el secularismo. Y se quiere llegar al ‘individuo’ dando un paso más en relación a las conferencias anteriores (n. 44). No obstante, se prefiere hablar de ‘misión’ en lugar de ‘evangelización’, y cuando esta es mencionada, aparece cono ‘nueva evangelización’ en gran medida entendida como ‘proclamación del kerigma’, sin tomar debidamente en cuenta su recepción e implicaciones históricas. El término ‘misión’, en una cosmovisión tradicional, se inserta en el contexto de la mentalidad eclesiocéntrica de la cristiandad, de una salvación en la esfera estrictamente religiosa y dentro de la Iglesia.
Ya el término ‘evangelización’, en la perspectiva de la Evangelii Nuntiandi, al relacionarlo con promoción humana (EN 31), supera el carácter de cristiandad justo al acusar la recepción en el seno de la eclesiología, de la categoría ‘Reino de Dios’. De ahí el acento mayor del Documento en el secularismo que en la exclusión social. La ‘misión’ está preocupada por la salvación, sí, pero al concebirla desde la Iglesia, está más centrada en esta que en la salvación, que también puede acontecer fuera de la Iglesia. Aunque no fuera de Jesucristo, en la esfera de un Reino que está más allá de la Iglesia.
Da la impresión de una misión que prescinde de mediaciones históricas para ese encuentro con Jesucristo. Ella sería una prédica para ser acogida en el corazón, sin tomar debidamente en cuenta una Palabra que debe ser siempre acogida y leída dentro de una tradición, precedida por la experiencia de la misma, por el testimonio. Entonces, la fe, antes de llegar a Jesucristo, pasa por la Iglesia. Antes de creer en Dios, creemos en la Iglesia (en Iglesia), por cuanto la fe cristiana es siempre ‘creer con los otros en aquello que los otros creen’.
Esta perspectiva queda evidenciada en el hecho de que la misión, en el Documento, aparece antes de ver la realidad y después del abordaje sobre la Iglesia. Por un lado, está el riesgo de ser respuesta a preguntas que nadie hace; y por otro, de confundir la misión con la incorporación a la Iglesia, en lugar de llevar a conectar con el Reino de Dios que va más allá de la Iglesia y de quien ella es señal e instrumento.
La evangelización, en la perspectiva de la Evangelii Nuntiandi, abre la misión también a la inculturación (EN 63). En la misión tradicional, cuando mucho se hace ‘adaptación’. En la evangelización, se procede con el dinamismo de la inculturación que se funda en el misterio de la Encarnación del Verbo, que asume para redimir. Una evangelización que no sea proceso de inculturación, no es dialógica, y si no fuera dialógica, sería impositiva. Y evangelizar es, antes que nada, no ignorar ni imponer.

1.4. Capítulo IV: la visión del mundo
Como ya dijimos, después del Concilio Vaticano II no se puede comprender a la Iglesia fuera del trinomio Iglesia-Reino-Mundo, en tanto que son tres realidades que se interpenetran. La eclesiología del Documento, además de no hacer referencia al Reino de Dios, no ve a la Iglesia dentro del mundo, siendo parte de él, existiendo para él.
De igual modo, como ya vimos, el mundo es visto después de haber visto a la Iglesia, pues es punto de llegada, lugar de aterrizaje de una ortodoxia previamente definida. No es fuente creadora de ideas, locus theologicus, lugar de interpelaciones de Dios (signos de los tiempos), sino escenario de una salvación meta-histórica.
En el Documento, dos aspectos marcan la lectura de la realidad del mundo de hoy: la transición hacia una nueva época (nn. 94-111) y el fenómeno de la globalización (nn. 112-123). Hay una buena lectura de estos fenómenos, sin que de ellos, sin embargo, se saquen las consecuencias para la misión. Esto revela que ellos no inciden sobre la misión. Es esta la que deberá incidir sobre ellos. El primero nos lleva a no ver todo claro y seguro, a no poseer todas las respuestas. El segundo nos coloca en una actitud de servicio, búsqueda y diálogo en el seno de la sociedad pluralista, en la que los principios del Evangelio, sobre los cuales debe de estar asentada una sociedad plenamente humana, necesitan de mediaciones históricas para volverse realidad concreta. No son suficientemente tomados en cuenta otros dos fenómenos importantes: el pluralismo y la nueva racionalidad emergente.
En cuanto a la transición de época y la globalización, tienden a ser vistos como una amenaza para la Iglesia (n. 147); ahora bien, aunque lo sean, no son solo eso. De ahí deriva una postura hostil, apologética, sobre todo frente a la mentalidad laicista y relativista. El laicismo precisa ser erradicado (n. 146). La globalización puede ser mejorada (n. 114).
Para enfrentar ese mundo son recordados los mártires de ‘final del siglo XIX y comienzos del siglo XX’ (n. 28), justamente aquellos que se enfrentaron con Estados modernos, laicos y racionalistas. Se mira con preocupación el avance del relativismo ético, que lleva hacia una sociedad poscristiana. Se ve poco margen para el diálogo, la interacción, el servicio, la búsqueda con todas las personas de buena voluntad de nuevas respuestas a los nuevos problemas. Da la impresión de que la Iglesia ya posee todas las respuestas y que podrá, sola, transformar ese mundo, en especial si se trata, en gran medida, de hacerlo cristiano. En este particular, la gran novedad del Vaticano II fue la aceptación de la historia en su radical ambigüedad, lugar de interpelación de Dios por medio de los ‘signos de los tiempos’. El mundo es creación de Dios. El plano de la redención no abolió el plano de la creación, sino que lo recapituló, en un lenguaje paulino (Ef 1,10), desarrollado con amplitud por Ireneo de Lyon.
La misión, en esta perspectiva, corre el riesgo de concebir la salvación como un ‘separar del mundo’ en lugar de insertarse en él y recrearlo desde adentro, siguiendo el misterio de la Encarnación. El mundo no tiene autonomía legítima: o se integra y es absorbido por la Iglesia, o está perdido, en una mentalidad típica de cristiandad en que lo sagrado no se inserta en lo profano, a no ser que este deje de existir, dejándose absorber por aquel.

1.5. Capítulo V: la meta de la misión continental
La mayor motivación para una ‘gran misión continental’ (n. 173) no es el hecho de que un continente cristiano esté estructurado de modo no cristiano, engendrando exclusión, opresión, hambre, injusticia, etc., impidiendo que el Reino de Dios y su salvación acontezcan en la vida personal y social. Hay, en cambio, una preocupación por el decrecimiento del número de católicos, que pasaron sobre todo a los movimientos religiosos autónomos de corte pentecostal (n. 155). Una preocupación, por lo tanto, no necesariamente por la calidad del cristianismo y sí por la visibilidad de la Iglesia Católica. Para hacer frente a ese desafío se tiene dificultad en ir a sus causas reales, también de tipo estructural de la Iglesia, y da la impresión de que se opta por la disputa del mercado religioso con los mismos medios de los competidores.
Para el Documento, la misión está orientada a ‘que todos tengan vida en él’ —Jesucristo—. La pregunta es ¿qué se entiende por ‘vida’?. Aun cuando sea correcto afirmar que Jesús es ‘la Vida’, el concepto correcto está sujeto a situar de modo correcto la cristología dentro de la economía de la salvación. Existe una tendencia a no concebir el ‘plano de la redención’ en relación con el ‘plano de la creación’, al no relacionar de manera adecuada evangelización y promoción humana. Como si solo hubiera salvación en el plano de la redención, no entendido como ‘recapitulación’ del plano de la creación, sino casi como sustitución. Además, no se distinguen en esta perspectiva fe ‘en’ Jesús y fe ‘de’ Jesús. Como si solo hubiese salvación cuando hay fe ‘en’ Jesús, en cuanto adhesión explícita dentro de la Iglesia, y no también cuando hay fe ‘de’ Jesús, esto es, vivencia de las bienaventuranzas sin saberlo. Vida ‘en el’ no se da únicamente cuando existe una adhesión explícita a Jesucristo, sino asimismo cuando se vive su vida, aunque no se sepa, pues toda acción en el Espíritu converge hacia Cristo. Por eso, el concepto de ‘Vida’ del Documento necesita ser ampliado. La salvación requiere ser mejor articulada con historia, nueva sociedad, promoción humana, realidades terrestres, etc., y, en consecuencia conversión personal con conversión estructural, vida espiritual y vida temporal, etc.
La misión en el Documento, ya lo señalamos, da margen para pensar que consiste en incorporar a todos en Cristo, que equivale a incorporar a todos a la Iglesia Católica (n. 162). Seria un salir hacia fuera para traer hacia dentro. Como el Reino de Dios se tiende a confundir con la Iglesia, esta es la instancia de salvación de Jesucristo, lo que justificaría colocarla como punto de llegada de la misión (n. 163). Equivaldría a decir que, en realidad, el punto de llegada es Jesucristo, pero como la Iglesia es su cuerpo, no hay Cristo sin Iglesia, o más exactamente, no hay salvación en Jesucristo fuera de la Iglesia.

2. A modo de conclusión
La Va. Conferencia del Episcopado de América Latina y el Caribe se inserta en la tradición de las cuatro anteriores conferencias: Rio de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). La primera estuvo todavía marcada por el contexto de neocristiandad, o sea, de apología frente al mundo moderno y de una acción de reconquista para la fe católica, tributaria del eclesiocentrismo aún reinante. Medellín situó a la Iglesia del subcontinente en la perspectiva del Vaticano II, elaborando una ‘recepción creativa’ que significaba hacer del Concilio un punto de partida más que un punto de llegada. Puebla, sin embargo, fue ya un freno a la entonces reciente originalidad de una ‘tradición latinoamericana y caribeña’, y mucho más lo fue Santo Domingo. Era el reflejo del gradual proceso de lo que se denominó ‘involución eclesial’ en el seno de una modernidad en crisis. La opción por los pobres y la perspectiva liberadora, que se reivindican en el espíritu del Concilio, tenderán a ser vistos más como ideologización marxista que como expresiones concretas e históricas del evangelio social de Jesús de Nazaret. El enfoque del Documento de Participación, en vista de la Conferencia de Aparecida, se inserta en este gradual distanciamiento de la legítima y original tradición latinoamericana y caribeña inaugurada en Medellín, o lo que equivale a decir, en última instancia, distanciamiento de las intuiciones y los ejes teológicos centrales del Concilio Vaticano II.
Es necesario recuperar las intuiciones y los ejes teológicos centrales del Vaticano II, y con ellos la rica ‘tradición latinoamericana y caribeña’. De ahí la relevancia de este tiempo de preparación de la Vª Conferencia, a través del proceso de las comunidades eclesiales, en el enriquecimiento de la propuesta del Documento de Participación. Cinco puntos principales podrían servir de norte en este esfuerzo:
1. Colocar la realidad como punto de llegada y no como punto de partida, para que lo temporal no pierda su autonomía y especificidad, en especial la peculiaridad latinoamericana y caribeña.
2. Explicitar la relación intrínseca de la fe con la praxis liberadora, para que la religión no esté predestinada a continuar relegada en la esfera privada de una espiritualidad intimista.
3. Testimoniar una religión transformadora, lo que implica una Iglesia viva y profética que tiene en las Cebs un nuevo modo de ser Iglesia, pues son un modo privilegiado de articulación en el seno de la sociedad, entre fe y vida, entre cristianismo y ciudadanía.
4. Reavivar la opción preferencial por los pobres, que no los ve como objetos sino como sujetos de una nueva sociedad, que no es simplemente un trabajo prioritario entre otros tantos sino una óptica desde donde se mira a todos de forma profética.
5. En cuanto la salvación siempre se da en la historia y existe una única historia, concebir la liberación no como un mero sinónimo de desarrollo o promoción humana sino como salvación concebida en la perspectiva de Medellín: ‘pasaje de situaciones menos humanas a más humanas’.



Crítica del texto anterior

Daniel Iglesias Grèzes

A continuación reproduciré una vez más algunas afirmaciones de nuestro autor anónimo e indicaré mi opinión crítica acerca de las mismas.

“El cambio antropológico operado por la modernidad en el Concilio Vaticano II significó sobre todo un diálogo con el ser humano ateo, con el ‘no-creyente’.” (1.1, a)
Esta simple frase contiene varias afirmaciones problemáticas y cuestionables, que el autor no fundamenta:
1) En el Concilio Vaticano II hubo un cambio antropológico.
2) Este cambio fue operado por la modernidad.
3) Este cambio significó sobre todo un diálogo con los no creyentes.
Si bien el Concilio Vaticano II contribuyó al desarrollo histórico de la doctrina cristiana en general y de la antropología cristiana en particular, debe destacarse que este desarrollo implica siempre una identidad y una continuidad esenciales de la misma doctrina. Es cierto que el Vaticano II aceptó algunos aspectos positivos de la modernidad (por ejemplo: la libertad religiosa y la autonomía de las realidades temporales), pero lo hizo asimilándolos dentro de la doctrina cristiana, dotándolos de un sentido cristiano que a menudo estaba ausente u oscurecido en la cultura moderna. Por otra parte, cabe afirmar que el diálogo evangelizador de la Iglesia con los no creyentes siempre existió, al menos en la medida en que la Iglesia se encontró con no creyentes. La difusión masiva de la increencia es un fenómeno propio de los últimos 200 años.

“En Medellín se puso en evidencia lo que en el Vaticano II había permanecido inconcluso: ‘una Iglesia de los pobres para ser la Iglesia de todos’ (Juan XXIII). El Documento de Participación pone como punto de partida al ‘hombre-sin sentido’, o de modo más concreto, en búsqueda de la felicidad (n. 1). La felicidad es realmente una cuestión relevante para el ser humano actual. Sólo que es muy diferente lo que entienden por felicidad un rico y un pobre, por ejemplo.” (1.1, a).
Quizás es muy diferente la forma en que de hecho unos y otros buscan la felicidad, pero según la doctrina cristiana hay un solo camino a la felicidad, válido para todos los hombres: Jesucristo, el único Salvador del mundo.

“Da la impresión que el ser humano del Documento es un sujeto rico, cansado y vacío, absorbido por la tecnología y el consumismo, en crisis de sentido, en crisis existencial (n. 2). Para los pobres, en cambio, la crisis es de sobrevivencia o supervivencia, no de existencia.” (1.1, a).
A esto podría contentarse que da la impresión de que el anónimo autor de este artículo concibe a los pobres como meros animales que sólo buscan satisfacer sus necesidades materiales. Los pobres, en cambio, son seres humanos como los demás y por ende son seres esencialmente religiosos, que sólo pueden realizarse plenamente en una adecuada relación con Dios. También los pobres necesitan encontrar un sentido absoluto a su existencia.

“Puebla había visto al ser humano latinoamericano y caribeño con rostros muy concretos, en particular rostros de pobres (DP 31-39). El Documento de Participación habla de un ser humano sin rostro, como si fuese una categoría, una esencia, más allá de la contingencia de una historia que hace lo cotidiano de la vida.” (1.1, a).
El lenguaje abstracto no es excluyente, sino incluyente. Realmente existe una naturaleza humana común a todos los hombres. Por eso se puede hablar con sentido del hombre en general, haciendo afirmaciones verdaderas sobre el hombre que se aplican tanto a los ricos como a los pobres, tanto a los varones como a las mujeres, etc.

“El ser humano del Documento, en tanto no tiene rostro concreto de indígena, negro, mujer, trabajador, desempleado, sin tierra y sin techo, niño/a, etc. y su deseo de felicidad, en tanto no tiene objetivo palpable como pan, casa, educación, trabajo, salud, acogida, etc., permanece más en la esencia que en la existencia.” (1.1, a).
Los objetivos “palpables” no quedan excluidos de la búsqueda humana de la felicidad, pero no son la solución definitiva al problema del hombre. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4,4). “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Mateo 16,26).

Para los pobres, hasta la experiencia religiosa en cuanto salvación tiene que pasar por la plenitud de la vida, incluida la vida material. De lo contrario, va a afiliarse a movimientos religiosos autónomos, en especial el neopentecostalismo, donde la salvación se confunde con prosperidad material, salud física y psicoafectiva.” (1.1, a).
El autor recurre continuamente a falsas oposiciones. No hay que oponer la promoción de la justicia a la salvación escatológica. Cuando la “opción por los pobres” se convierte en búsqueda de una falsa solución inmanentista al problema del hombre, el sentido religioso innato tiende a rechazarla. El pobre, por ser hombre, tiene sede de trascendencia, sed de Dios; y cuando los católicos sólo le dan bienes materiales y olvidan que él es un ser religioso, el pobre hace una “opción por los cultos pentecostales”, que al menos explicitan continuamente su referencia a Dios.

“No podemos perder de vista que el giro antropológico operado por la modernidad, es un esfuerzo importante por superar el teocentrismo de la cristiandad. Esto sucedió cuando Heidegger, basándose en Hegel, el descubridor de la historia, caracterizó el ser como tiempo. Hasta entonces, la antropología se mantenía metafísica, esencialista, a-histórica.” (1.1, a).
Esto es un gran error histórico-filosófico. El “giro antropocéntrico” de la modernidad no comenzó con Hegel ni menos aún con Heidegger, sino mucho antes, con Descartes. Después continuó evolucionando hasta llegar a una cierta “cumbre” en Kant, bastante anterior a Hegel. Además, si Hegel fuera el “descubridor de la historia”, ¿en qué quedaría, por ejemplo, la teología de la historia de San Agustín? Por otra parte, tampoco es cierto que la filosofía escolástica (por ejemplo, la de Santo Tomás de Aquino) fuera a-histórica.

“El Cristo del Documento es el Resucitado, Rey, Vivo, Camino, Verdad y Vida. Sin embargo, el Salvador del pueblo excluido es el Jesús Sufriente, no el Jesús Muerto del viernes santo.” (1.1, b).
Evidentemente ambos son el mismo Jesús, el mismo Redentor de todo el género humano.

“No es que se dude del resucitado, o de que esté vivo, pero si Jesús es solidario con su dolor, Él también debe estar sufriendo. Es imposible que todo sea gloria para un Dios cuyos hijos están aplastados por la opresión y la injusticia.” (1.1, b).
Esto es un grave error teológico. Dios no sufre, porque es impasible. Vive en una perfecta y eterna felicidad. Y Jesucristo resucitado está sentado a la derecha del Padre, compartiendo con Él su gloria infinita. ¿De qué nos serviría, al fin y al cabo, un dios tan miserable y alienado como nosotros?

“El riesgo más grande en la cristología no es un Jesús sin Cristo, cuanto un Cristo sin Jesús.” (1.1, b).
Ambos son errores igualmente peligrosos; pero el Magisterio de la Iglesia no incurre en ninguno de ellos.

“Es aquí donde se localiza el déficit cristológico del Documento. Se trata de buscar situar la obra salvadora de Jesús en el hoy de la realidad latinoamericana y caribeña, de relacionar su mensaje con las contradicciones que vivimos en nuestro contexto y no simplemente afirmar la acción redentora en sí misma. (…) El Evangelio contextualizado en nuestra realidad es Buena Noticia de un Jesús profeta en favor de la justicia y la fraternidad, que vivió la solidaridad con las víctimas hasta el fin y cuya consecuencia será la muerte en cruz. La cruz no es un medio, es la consecuencia de dar la vida por todos pues el sufrimiento nunca puede ser justificado por sí mismo. Afirmar que Cristo ‘sacia la sed de sentido y de felicidad’ (n. 5), es decir poco y lo hace muy distante.” (1.1, b).
Si es poco saciar la sed de sentido y de felicidad, ¿qué podría ser mucho? ¿Cómo puede estar distante de nosotros aquel que sacia nuestra sed de sentido y de felicidad?
Además, Jesús entregó su vida libremente para la salvación de todos. No buscó la cruz por sí misma, pero la aceptó como el medio querido por Dios para reconciliar a los hombres consigo. Dios no es el autor del mal, sino que permite el mal en orden a un bien mayor.

“Con Justino de Roma, el Documento reconoce la presencia de ‘semillas del Verbo’ en la vida de los aborígenes precolombinos y con Eusebio de Cesarea, la etapa precolonial como praeparatio evangélica (n. 22). Igualmente reconoce y reitera el pedido de perdón hecho por Juan Pablo II por las sombras que hubo durante el proceso de evangelización (n. 27). No obstante, al dar cuenta de las sombras a través de la denuncia de los santos misioneros, afirmando que ‘la propia evangelización constituye una especie de tribunal de acusación para los responsables de aquellos abusos’ (n. 26), no deja de conservar resquicios de una eclesiología preconciliar.” (1.2).
La cita del n. 26, “preconciliar” o no, dice algo perfectamente razonable: que los abusos cometidos por los cristianos no brotan de la esencia del cristianismo sino que son su negación práctica. Cuando se predica el auténtico Evangelio, entonces -implícita o explícitamente- se denuncia toda injusticia.

“En primer lugar, la eclesiología conciliar se funda en la neumatología y no en la cristología.” (1.2).
Error teológico: la eclesiología conciliar no se funda sólo en la cristología ni sólo en la pneumatología, sino en una armónica doctrina trinitaria. El Concilio Vaticano II enseña que la Iglesia procede del eterno designio de amor del Padre (cf. Lumen Gentium, n. 2), es fundada por Cristo (cf. Lumen Gentium, n. 3) y es vivificada por el Espíritu Santo (cf. Lumen Gentium, n. 4).

“Es evidente que la Iglesia fue querida y fundada por Jesús, pero sólo pasa realmente a existir cuando los apóstoles inactivos se vuelven activos, por la acción del Espíritu en Pentecostés.” (1.2).
¿Entonces no existe la Iglesia en la Última Cena? ¿Cómo podría ser verdad, pues, que “la Eucaristía hace la Iglesia”? ¿No brota la Iglesia, como enseñaron los Santos Padres, del costado abierto de Cristo en la Cruz? ¿No sopla Jesús sobre sus discípulos en el mismo día de Pascua, entregándoles el Espíritu Santo (cf. Juan 20,22)?

“En segundo lugar, la eclesiología del Documento se resiente de una cristología docetista, según la cual la Iglesia es concebida como extensión e historia de Cristo glorioso.” (1.2).
Otra error teológico: el docetismo negaba la verdadera encarnación del Hijo, la realidad del cuerpo material de Cristo. Esto no tiene nada que ver con la visión de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo, que continúa en la historia la misión salvífica de Cristo resucitado.

“En esta perspectiva, Belarmino concebía a la Iglesia en cuanto Cuerpo de Cristo como ‘Encarnación continuada’.” (1.2).
¿Entonces, según nuestro autor anónimo, San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, era docetista, o sea hereje?

“Se trata por lo tanto del Cristo glorioso, sin Jesús,” (1.2).
Otra falsa oposición.

“y de una Iglesia divina, que no peca, y cuando peca,” (1.2).
El autor se contradice: ¿la Iglesia peca o no peca, según el documento que él critica?

“no pasan de ser pecados de los ‘hijos de la Iglesia’, nunca de la Iglesia como tal que es esencialmente santa, por ser divina.” (1.2).
La doctrina católica sobre la Iglesia es compleja, porque reconoce a la Iglesia como institución a la vez divina y humana. Pero si la Iglesia es realmente el Cuerpo de Cristo, decir sin más que la Iglesia peca equivale a decir sin más que Cristo mismo peca. El autor simplifica demasiado y pierde por el camino los matices y las distinciones propias de la eclesiología católica.

“La eclesiología del Vaticano II, en cambio, asume la dimensión contingente de la Iglesia en la precariedad del presente —ecclesiam semper reformanda (UR 5; GS 40) —, o en el decir de los Santos Padres: casta meretrix (LG 8; GS 21.43).” (1.2).
La Iglesia es santa fundamentalmente porque Cristo, su Cabeza, es santo. És Él, por medio de su Espíritu, quien santifica a los miembros de la Iglesia. La Iglesia terrestre está, como enseña el Concilio Vaticano II, “necesitada de purificación” en la jerarquía y el laicado que la integran.

“Con todo, el déficit eclesiológico del Documento se expresa principalmente en el eclipse del Reino de Dios. Este aparece una única vez en el texto, pero no en relación con la Iglesia y sí con Jesús, citando el prefacio de la solemnidad de la fiesta de Cristo Rey (n. 6). La Iglesia se liga directamente a Cristo y prolonga su misión, como si Jesús se hubiese predicado a sí mismo.” (1.2).
Éste es un malentendido fundamental: Jesús predicó el Reino de Dios, pero ligándolo estrechamente a su propia persona. El Reino de Dios se hace presente en el mundo sobre todo en la persona de Jesús, cumbre de la historia de la salvación.

“Una Iglesia sin Reino de Dios es una Iglesia fuera y sobre el mundo, centrada en sí misma, propietaria de todos los medios para la salvación. Después del Concilio Vaticano II, sin embargo, no se puede comprender la Iglesia fuera del trinomio Iglesia-Reino-Mundo, porque son tres realidades que se interpenetran (LG 5; GS 40). La Iglesia existe para ser signo e instrumento del Reino de Dios en el Mundo.” (1.2).
Según la Constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, en cambio, la Iglesia misma es el Reino de Dios presente “en misterio”, sacramentalmente. La Iglesia terrestre es el Reino de Dios en germen; la Iglesia celestial es el Reino de Dios en plenitud. La Iglesia es el sacramento universal de “salvación”, concepto que en definitiva podemos identificar con el Reino de Dios o la comunión con Dios.

“De igual forma, no se puede dejar de aludir al hecho de que el Documento, al hacer una retrospectiva histórica del caminar de la Iglesia para identificar los signos de esperanza presentes en ella hoy (n. 34), presenta una vasta relación de realidades eclesiales, pero con silencios que precisan ser rotos. Por ejemplo: no se hace mención de las anteriores cuatro conferencias generales del episcopado latinoamericano y caribeño con su rico magisterio, una tradición que no se puede perder; no se hace mención de los mártires de las causas sociales, en la lucha por la justicia, que fueron millares y es lo que la Iglesia en América Latina y el Caribe tiene de más valor” (1.2).
Quizás esto se deba a que aún no es fácil distinguir quiénes fueron verdaderos mártires cristianos y quiénes murieron por otros ideales.

“La rica contribución de la reflexión bíblico-teológica sólo es citada de paso al evocar el ‘contenido evangélico y teológico de la liberación’. Ahora, junto con nuestros mártires, tenemos asimismo una teología mártir” (1.2).
El autor insinúa aquí que la teología de la liberación ha muerto. Creo que eso es decir demasiado. Quizás la teología de la liberación de inclinación marxista esté agonizando, pero esa agonía no tiene por qué afectar a la teología de la liberación a secas, con todas sus corrientes.

“que, a pesar de sus reconocidos límites, confiere a nuestro continente una tradición propia dentro de la Tradición de la Iglesia como un todo, en la medida en que tesis como opción por los pobres, pecado social, fe y praxis, historia única, liberación como salvación, etc., enriquecen toda y cualquier teología.” (1.2).
El Magisterio de la Iglesia nunca ha rechazado los aspectos positivos de la teología de la liberación, latinoamericana o no.

“No obstante, se prefiere hablar de ‘misión’ en lugar de ‘evangelización’, y cuando ésta es mencionada, aparece cono ‘nueva evangelización’ en gran medida entendida como ‘proclamación del kerigma’, sin tomar debidamente en cuenta su recepción e implicaciones históricas. El término ‘misión’, en una cosmovisión tradicional, se inserta en el contexto de la mentalidad eclesiocéntrica de la cristiandad, de una salvación en la esfera estrictamente religiosa y dentro de la Iglesia.” (1.3).
El término “misión” se inserta perfectamente en la Tradición Apostólica, pues los Apóstoles fueron enviados por Jesús para anunciar el Evangelio a toda creatura, hasta los confines de la tierra, bautizándolos e incorporándolos así a la Iglesia (cf. Mateo 28,18-20; Marcos 16,15-20; Lucas 24,46-49; Hechos 1,7-8).

“Ya el término ‘evangelización’, en la perspectiva de la Evangelii Nuntiandi, al relacionarlo con promoción humana (EN 31), supera el carácter de cristiandad justo al acusar la recepción en el seno de la eclesiología, de la categoría ‘Reino de Dios’. De ahí el acento mayor del Documento en el secularismo que en la exclusión social. La ‘misión’ está preocupada por la salvación, sí, pero al concebirla desde la Iglesia, está más centrada en ésta que en la salvación, que también puede acontecer fuera de la Iglesia.” (1.3).
Estas palabras, tomadas literalmente, constituyen una herejía. Es un dogma de la fe católica que “fuera de la Iglesia no hay salvación”. O, en términos positivos, con el Concilio Vaticano II: la Iglesia es el sacramento universal de salvación; allí donde hay salvación, de alguna manera está presente también la Iglesia. También la salvación de los no cristianos, allí donde se da, acontece de algún modo -quizás sólo por Dios conocido- dentro de la Iglesia, aunque esto no sea perceptible por los sentidos. Hasta Karl Rahner, en su controvertida doctrina de los “cristianos anónimos”, partió precisamente del dogma referido. Además dicho dogma fue reafirmado fuertemente por la declaración Dominus Iesus sobre la universalidad salvífica de Cristo y de la Iglesia, declaración emitida por la Congregación para la Doctrina de la Fe en el año 2000.

“Aunque no fuera de Jesucristo, en la esfera de un Reino que está más allá de la Iglesia.” (1.3).
No puede haber Cristo sin Iglesia, ni Iglesia sin Cristo. Si el Reino de Dios se extiende más allá de la Iglesia, se extiende también más allá de Jesucristo. Se cae así fatalmente en el relativismo o indiferentismo religioso.

“Da la impresión de una misión que prescinde de mediaciones históricas para ese encuentro con Jesucristo.” (1.3).
El autor no nos dice de dónde saca esa impresión.

“Ella sería una prédica para ser acogida en el corazón, sin tomar debidamente en cuenta una Palabra que debe ser siempre acogida y leída dentro de una tradición, precedida por la experiencia de la misma, por el testimonio. Entonces, la fe, antes de llegar a Jesucristo, pasa por la Iglesia. Antes de creer en Dios, creemos en la Iglesia (en Iglesia),” (1.3).
Esto es absurdo. La fe en la Iglesia supone la fe en Dios. La fe cristiana es fe en la Revelación de Dios en Cristo, es adhesión a la Palabra de Dios, quien no puede engañarse ni engañarnos.

“por cuanto la fe cristiana es siempre ‘creer con los otros en aquello que los otros creen’. Esta perspectiva queda evidenciada en el hecho de que la misión, en el Documento, aparece antes de ver la realidad y después del abordaje sobre la Iglesia. Por un lado, está el riesgo de ser respuesta a preguntas que nadie hace;” (1.3).
Por el contrario, el Concilio Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et Spes, enseña que Cristo es la respuesta a la pregunta fundamental que todo hombre se hace, la clave para resolver el enigma que el hombre es para sí mismo.

“y por otro, de confundir la misión con la incorporación a la Iglesia, en lugar de llevar a conectar con el Reino de Dios que va más allá de la Iglesia y de quien ella es señal e instrumento.” (1.3).
En la Iglesia la comunión y la misión están íntimamente ligadas entre sí, se implican mutuamente. Por una parte, la comunión con Dios y con los hombres (o Reino de Dios) impulsa de por sí a la misión. La Iglesia es intrínsecamente misionera. Por otra parte, la misión conduce a la comunión; implica necesariamente la búsqueda de la incorporación a la plena comunión eclesial.

“La evangelización, en la perspectiva de la Evangelii Nuntiandi, abre la misión también a la inculturación (EN 63). En la misión tradicional, cuando mucho se hace ‘adaptación’.” (1.3).
Habría sido interesante que el autor hubiera desarrollado esta contraposición implícita entre “inculturación” y adaptación.

“Como ya dijimos, después del Concilio Vaticano II no se puede comprender a la Iglesia fuera del trinomio Iglesia-Reino-Mundo, en tanto que son tres realidades que se interpenetran. La eclesiología del Documento, además de no hacer referencia al Reino de Dios,” (1.4).
El autor se contradice otra vez. Antes dijo que el Documento hacía referencia a Cristo Rey. El Reino de Cristo es el Reino de Dios.

“no ve a la Iglesia dentro del mundo, siendo parte de él, existiendo para él.” (1.4).
La Iglesia está en el mundo, pero no es del mundo. “Mi Reino no es de este mundo” (Juan 18,36). La Iglesia no sirve al mundo, sino a los hombres, para dar gloria a Dios.

“De igual modo, como ya vimos, el mundo es visto después de haber visto a la Iglesia, pues es punto de llegada, lugar de aterrizaje de una ortodoxia previamente definida.” (1.4).
El mundo es el destinatario de la Palabra de Dios, que es preexistente al mundo. La ortodoxia consiste en mantenernos firmemente adheridos a la fe verdadera en la Palabra de Dios, que, aunque existía en la eternidad de Dios, se hizo carne y vino al mundo, enviada por el Padre.

“No es fuente creadora de ideas, locus theologicus, lugar de interpelaciones de Dios (signos de los tiempos), sino escenario de una salvación meta-histórica.” (1.4).
El autor incurre aquí en otra falsa oposición.

“En el Documento, dos aspectos marcan la lectura de la realidad del mundo de hoy: la transición hacia una nueva época (nn. 94-111) y el fenómeno de la globalización (nn. 112-123). Hay una buena lectura de estos fenómenos, sin que de ellos, sin embargo, se saquen las consecuencias para la misión. Esto revela que ellos no inciden sobre la misión. Es esta la que deberá incidir sobre ellos.” (1.4).
Los cristianos deben cambiar el mundo con la fuerza del Evangelio, no conformarse a la mentalidad de un mundo alejado de Dios. Para esto deben esforzarse por conocer las realidades temporales y por ordenarlas según la voluntad de Dios revelada por Cristo y transmitida por la Iglesia.

“El primero nos lleva a no ver todo claro y seguro, a no poseer todas las respuestas.” (1.4).
El cristiano no ve todo claro, ni cree poseer todas las respuestas; pero sí está seguro de la verdad de su fe y de que ésta responde a las interrogantes más hondas del hombre. Dios nos guarde de aquellos que aborrecen las certezas y aman sembrar dudas, sobre todo entre los cristianos.

“En cuanto a la transición de época y la globalización, tienden a ser vistos como una amenaza para la Iglesia (n. 147); ahora bien, aunque lo sean, no son solo eso. De ahí deriva una postura hostil, apologética, sobre todo frente a la mentalidad laicista y relativista. El laicismo precisa ser erradicado (n. 146). La globalización puede ser mejorada (n. 114).” (1.4).
Dando por supuesto que estamos hablando de un laicismo antirreligioso, todo esto que el autor anónimo critica parece perfectamente válido y hasta evidente.

“Se mira con preocupación el avance del relativismo ético, que lleva hacia una sociedad poscristiana. Se ve poco margen para el diálogo, la interacción, el servicio, la búsqueda con todas las personas de buena voluntad de nuevas respuestas a los nuevos problemas. Da la impresión de que la Iglesia ya posee todas las respuestas y que podrá, sola, transformar ese mundo, en especial si se trata, en gran medida, de hacerlo cristiano.” (1.4).
Siempre hay margen para el diálogo con los demás, pero no debemos caer en la ingenuidad de pensar que todas las personas tienen buena voluntad ni que siempre es posible llegar a acuerdos con los otros, sean cuales sean sus ideas, para trabajar juntos en la construcción de un mundo mejor. La Iglesia no posee todas las respuestas; es poseída por Aquel que es la respuesta definitiva a la única pregunta decisiva. Él mismo le da la fuerza necesaria para transformar el mundo hasta que Dios sea todo en todo.

“En este particular, la gran novedad del Vaticano II fue la aceptación de la historia en su radical ambigüedad, lugar de interpelación de Dios por medio de los ‘signos de los tiempos’.” (1.4).
Otra afirmación no fundamentada que se las trae. Que la historia humana es radicalmente ambigua en el sentido de que en ella se dan tanto la libre aceptación como el libre rechazo del amor de Dios por parte del hombre, es algo que la Iglesia sabe desde sus comienzos. Habría sido ilustrativo que el autor explicara en qué otro sentido él entiende que esto fue “la gran novedad del Vaticano II”.

“La misión, en esta perspectiva, corre el riesgo de concebir la salvación como un ‘separar del mundo’ en lugar de insertarse en él y recrearlo desde adentro, siguiendo el misterio de la Encarnación. El mundo no tiene autonomía legítima: o se integra y es absorbido por la Iglesia, o está perdido, en una mentalidad típica de cristiandad en que lo sagrado no se inserta en lo profano, a no ser que este deje de existir, dejándose absorber por aquel.” (1.4).
El mundo tiene una autonomía legítima con respecto a la Iglesia, pero es absolutamente dependiente de Dios. Gaudium et Spes enseña que, sin el Creador, la criatura se diluye. Es decir que, si se aleja de Dios, el mundo del hombre se autodestruye. Lo más típico de la cristiandad no es la desaparición de lo profano, sino la primacía de lo sagrado.

“La mayor motivación para una ‘gran misión continental’ (n. 173) no es el hecho de que un continente cristiano esté estructurado de modo no cristiano, engendrando exclusión, opresión, hambre, injusticia, etc., impidiendo que el Reino de Dios y su salvación acontezcan en la vida personal y social. Hay, en cambio, una preocupación por el decrecimiento del número de católicos, que pasaron sobre todo a los movimientos religiosos autónomos de corte pentecostal (n. 155). Una preocupación, por lo tanto, no necesariamente por la calidad del cristianismo y sí por la visibilidad de la Iglesia Católica. Para hacer frente a ese desafío se tiene dificultad en ir a sus causas reales, también de tipo estructural de la Iglesia, y da la impresión de que se opta por la disputa del mercado religioso con los mismo medios de los competidores.” (1.5).
Aquí nuestro autor opone falsamente cantidad y calidad. Por cierto que a la Iglesia le debe preocupar tanto llevar el mensaje cristiano al mayor número posible de personas como lograr que cada cristiano viva su fe con la máxima autenticidad e integridad posibles. Por otra parte, la crisis de fe propia de nuestra situación no se puede desligar de la correspondiente crisis moral ni de los aspectos socioeconómicos de esta última (injusticia social).

“Para el Documento, la misión está orientada a ‘que todos tengan vida en él’ —Jesucristo—. La pregunta es ¿qué se entiende por ‘vida’?. (…) Existe una tendencia a no concebir el ‘plano de la redención’ en relación con el ‘plano de la creación’, al no relacionar de manera adecuada evangelización y promoción humana. Como si solo hubiera salvación en el plano de la redención, no entendido como ‘recapitulación’ del plano de la creación, sino casi como sustitución.” (1.5).
Otra falsa oposición entre aspectos complementarios…

“Además, no se distinguen en esta perspectiva fe ‘en’ Jesús y fe ‘de’ Jesús. Como si sólo hubiese salvación cuando hay fe ‘en’ Jesús, en cuanto adhesión explícita dentro de la Iglesia, y no también cuando hay fe ‘de’ Jesús, esto es, vivencia de las bienaventuranzas sin saberlo.” (1.5).
Según la teología católica clásica, no hay “fe de Jesús”, porque Jesús no conoce a Dios por la fe, dado que Él mismo es personalmente Dios.

“La misión en el Documento, ya lo señalamos, da margen para pensar que consiste en incorporar a todos en Cristo, que equivale a incorporar a todos a la Iglesia Católica (n. 162). Seria un salir hacia fuera para traer hacia dentro. Como el Reino de Dios se tiende a confundir con la Iglesia, esta es la instancia de salvación de Jesucristo, lo que justificaría colocarla como punto de llegada de la misión (n. 163). Equivaldría a decir que, en realidad, el punto de llegada es Jesucristo, pero como la Iglesia es su cuerpo, no hay Cristo sin Iglesia, o más exactamente, no hay salvación en Jesucristo fuera de la Iglesia.” (1.5).
Todo esto que el autor critica, rectamente entendido, es doctrina católica. “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado.” (Mateo 10,40). El Concilio Vaticano II nos recuerda que el cristianismo es la única religión verdadera y que la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica.

“La Va. Conferencia del Episcopado de América Latina y el Caribe se inserta en la tradición de las cuatro anteriores conferencias: Rio de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). La primera estuvo todavía marcada por el contexto de neocristiandad, o sea, de apología frente al mundo moderno y de una acción de reconquista para la fe católica, tributaria del eclesiocentrismo aún reinante. Medellín situó a la Iglesia del subcontinente en la perspectiva del Vaticano II, elaborando una ‘recepción creativa’ que significaba hacer del Concilio un punto de partida más que un punto de llegada. Puebla, sin embargo, fue ya un freno a la entonces reciente originalidad de una ‘tradición latinoamericana y caribeña’, y mucho más lo fue Santo Domingo. Era el reflejo del gradual proceso de lo que se denominó ‘involución eclesial’ en el seno de una modernidad en crisis. La opción por los pobres y la perspectiva liberadora, que se reivindican en el espíritu del Concilio, tenderán a ser vistos más como ideologización marxista que como expresiones concretas e históricas del evangelio social de Jesús de Nazaret. El enfoque del Documento de Participación, en vista de la Conferencia de Aparecida, se inserta en este gradual distanciamiento de la legítima y original tradición latinoamericana y caribeña inaugurada en Medellín, o lo que equivale a decir, en última instancia, distanciamiento de las intuiciones y los ejes teológicos centrales del Concilio Vaticano II.” (2)
Este párrafo resume la equivocada visión del autor. Las Conferencias de Puebla y Santo Domingo no frenaron la Tradición de la Iglesia Católica en América Latina, sino la infiltración marxista en la Iglesia. No condenaron la “opción por los pobres” (muy al contrario, la reafirmaron), sino la funesta pretensión de liberarlos a través de la lucha de clases. Por supuesto no se apartaron del Concilio Vaticano II, sino que se apoyaron en él. La Conferencia de Aparecida, Dios mediante, continuará la línea de las anteriores Conferencias, procurando una cada vez mayor y mejor recepción de la auténtica doctrina conciliar en nuestra región.

miércoles, enero 03, 2007

La principal fiesta cristiana

Daniel Iglesias Grèzes

En “El Observador” del sábado 30/12/2006, p. 20, se publicó un artículo titulado “Peregrinos de Alá”, firmado por la Prof. Susana Mangana, responsable de la Cátedra Permanente de Islam y Mundo Árabe de la Universidad Católica del Uruguay.

Me parece lamentable que este artículo tan bien informado acerca del islamismo incluya en dos oportunidades un mismo error garrafal acerca del cristianismo. En efecto, la Prof. Mangana escribe lo siguiente:
· “El mundo cristiano acaba de festejar su principal festividad religiosa, la Navidad”.
· “Mientras el mundo cristiano celebró en estos días su fiesta religiosa más importante, la Navidad, los musulmanes iniciaron la pereginación o hajj”.

Pues bien, como sabe cualquier persona con un conocimiento básico del cristianismo, la fiesta principal del año litúrgico cristiano no es la Navidad, sino la Pascua de Resurrección. Aunque éste es un hecho sobre el que no cabe la menor duda, citaremos algunos testimonios relevantes al respecto:
· “El centro del tiempo litúrgico es el domingo, fundamento y núcleo de todo el año litúrgico, que tiene su culminación en la Pascua anual, fiesta de las fiestas.” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 241).
· “Cada semana, en el día que llamó ‘del Señor’, [la Iglesia] conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua.” (Concilio Vaticano II, constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia, n. 102).
· “Por ello, la Pascua no es simplemente una fiesta entre otras: es la “Fiesta de las fiestas”, “Solemnidad de las solemnidades”, como la eucaristía es el sacramento de los sacramentos (el gran sacramento). San Atanasio la llama “el gran domingo” (Ep. Fest. 329), así como la Semana Santa es llamada en Oriente “la gran Semana”.” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1169).
· “El año litúrgico es el desarrollo de los diversos aspectos del único misterio pascual. Esto vale muy particularmente para el ciclo de las fiestas en torno al misterio de la encarnación (anunciación, Navidad, Epifanía) que conmemoran el comienzo de nuestra salvación y nos comunican las primicias del misterio de Pascua.” (Ídem, n. 1171).

A modo de conclusión, subrayo que un diálogo interreligioso fructuoso presupone un buen conocimiento de la propia tradición religiosa.