jueves, agosto 27, 2009

El regreso del conciliarismo

Daniel Iglesias Grèzes

Citaré y comentaré un texto del teólogo italiano Giuseppe Ruggieri, integrante de la llamada “Escuela de Bolonia”, considerada por muchos como una destacada defensora de la “hermenéutica de la discontinuidad” (con respecto al Concilio Vaticano II), hermenéutica que fue rechazada por el Papa Benedicto XVI en su discurso a la Curia Romana de fecha 22/12/2005:

“En esto el creyente común tiene mucha más confianza en el don de Dios de cuanta tengan los teólogos neoescolásticos como, por ejemplo, Denzinger y sus sucesores que, al publicar las decisiones del magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos, eliminaron el texto del concilio de Constanza referente a la relación entre el papa y el concilio, ya que les parecía estar en contradicción con las decisiones del Vaticano I. ¡Aún ahora, quien lea el famoso Denzinger, no encontrará reproducidas esas decisiones! El creyente que recita el credo todos los domingos durante la liturgia eucarística profesa, en cambio, su fe en el don del Espíritu que mantiene la iglesia en su unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad.” (Giuseppe Ruggieri, Lucha por el Concilio, en: Cuadernos Vianney, Nº 25, Montevideo, Mayo de 2009, pp. 38-39).

A continuación citaré los textos en cuestión del Concilio de Constanza y del Concilio Vaticano I, para que se pueda apreciar si son o no son contradictorios entre sí.

En primer lugar veamos lo que Justo Collantes denomina los dos “artículos conciliaristas de Constanza”:

“Y [la asamblea] declara, en primer lugar, que congregada legítimamente en el Espíritu Santo, formando concilio general y representando a la Iglesia católica, recibe la potestad inmediatamente de Cristo. Todos, de cualquier estado o dignidad que sean, incluso papal, están obligados a obedecerla en aquellas cosas que pertenecen a la fe y a la extirpación de dicho cisma y a la reforma de dicha Iglesia, tanto en la cabeza como en los miembros.

Declara, además, que todo aquel, de cualquier condición, estado o dignidad que sea, incluso la papal, que tercamente rehusara obedecer a los mandatos, determinaciones, ordenaciones o preceptos de este santo sínodo o de cualquier otro concilio general congregado legítimamente, en relación con lo que se ha hecho o debe hacerse en el futuro, si no entra en razón: se le someta a una penitencia conveniente y se le castigue con la pena debida; y se recurra (si fuera necesario) a otros medios que presta el derecho.”

(Concilio de Constanza, 6 de abril de 1415, FIC 664-665, en: Justo Collantes, La Fe de la Iglesia Católica. Las ideas y los hombres en los documentos doctrinales del Magisterio, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1986, 3ª edición, pp. 459-460).

En segundo lugar veamos los cuatro canónes de la constitución dogmática Pastor aeternus del Concilio Vaticano I:

“(…) Si alguien, pues, dijere que el apóstol San Pedro no fue establecido por Cristo nuestro Señor jefe de todos los apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia de la tierra; o que no recibió directa e inmediatamente de Cristo un primado de jurisdicción verdadera y propiamente dicha, sino sólo un primado de honor, sea anatema.

(…) Si alguno, pues, dijere que no es por institución del mismo Cristo-Señor, es decir, por derecho divino, el que San Pedro haya de tener perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia universal; o que el Romano Pontífice no es el sucesor de San Pedro en este primado, sea anatema.

(…) Así, pues, si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene tan sólo un cargo de inspección o de dirección, pero no una potestad plena y suprema de jurisdicción sobre la universal Iglesia, no sólo en aquellas cosas que pertenecen a la fe y costumbres, sino también en lo tocante a la disciplina y al gobierno de la Iglesia extendida por todo el mundo; o dijere que tiene la parte principal, pero no la plenitud de esa potestad suprema; o que su potestad no es ordinaria e inmediata, tanto en todas y cada una de las iglesias como en todos y cada uno de los pastores y fieles, sea anatema.

(…) Y si alguno tuviera la osadía, lo que Dios no permita, de contradecir a esta nuestra definión [del dogma de la infalibilidad papal], sea anatema.”

(Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, 18 de julio de 1870, FIC 686, 689, 695, 705; en: Justo Collantes, o.c., pp. 472-482).

El Concilio Vaticano I expone y desarrolla la doctrina tradicional del primado de Pedro y del Papa, “según la antigua y constante fe de la Iglesia universal” (Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, Proemio, FIC 683). Esta doctrina implica que la autoridad del Papa es superior a la autoridad de cualquier Concilio ecuménico o general.

En cuanto a los dos primeros de los famosos cinco artículos del Concilio de Constanza, hay dos formas de interpretarlos: pueden ser considerados como doctrinales o como circunstanciales:
· Considerados como doctrinales, expresan la doctrina errónea llamada “conciliarismo”, que sostiene que la autoridad máxima en la Iglesia es el Concilio general o ecuménico, no el Papa. El mismo Papa electo por el Concilio de Constanza (Martín V) rechazó, al terminar el concilio, el conciliarismo doctrinal, manteniendo así intacta la perpetua fe católica sobre el primado de Pedro y sus sucesores.
· Considerados como circunstanciales, carecen de un valor doctrinal general, pues estarían referidos a la situación muy excepcional sufrida en ese tiempo, en el peor momento del cisma de Occidente, cuando tres supuestos Papas (1) se disputaban el gobierno de la Iglesia.

A mi juicio la interpretación doctrinal es mucho más natural y plausible que la circunstancial, sobre todo porque el segundo artículo trasciende la circunstancia del cisma y establece, también para un futuro indefinido, la superioridad de los Concilios generales sobre los Papas. La interpretación circunstancial, más rebuscada, parece motivada por el deseo de evitar las complicaciones teológicas, históricas y canónicas de un Concilio ecuménico impulsado por una doctrina falsa (el conciliarismo). Sin embargo, más allá de los detalles, la explicación básica de lo que ocurrió es simple: Dios puede extraer el bien incluso del error y del mal. Como dice el sabio refrán popular, “Dios escribe derecho sobre renglones torcidos”. El Concilio de Constanza, pese a su eclesiología errónea, tuvo el gran mérito de poner fin al tremendo cisma de Occidente (2).

En cualquiera de las dos interpretaciones, parece atinada la decisión de Heinrich Denzinger y los continuadores de su obra (no siempre “teólogos neoescolásticos”: entre ellos figuran nada menos que Karl Rahner y Peter Hünermann), de no incluir los dos artículos citados del Concilio de Constanza en su compendio de textos de alto valor doctrinal. Justo Collantes sí los incluye en su propio compendio, pero aclara que lo hace por motivos más bien históricos: “Hechas estas advertencias, consignamos, a título de inventario, los artículos conciliaristas de Constanza.” (Justo Collantes, o.c., p. 459).

Dichos artículos fueron una expresión del error “conciliarista”, entonces en boga. De ahí, creo yo, la forma inteligente en que el Papa Martín V aprobó globalmente cuanto el Concilio de Constanza había determinado “conciliarmente” (conciliariter) en materia de fe. “En ningún caso [los cinco artículos] pueden considerarse como definitorios. El concilio estaba acéfalo; no estaban presentes los obispos representantes de los otros dos presuntos papas;… Es muy dudoso que con esta fórmula [de Martín V] quedaran aprobados los cinco artículos; pues ni se determinaron como de fe, ni conciliariter, ya que se votó por naciones, con ausencia de los italianos, y los cardenales expresaron su repulsa.” (Justo Collantes, o.c., pp. 458-459). En cuanto el Papa Martín V, elegido por el Concilio “más extraño de toda la historia de la Iglesia” (3), se sintió fuerte, reafirmó el primado papal, aunque sin rechazar el Concilio de Constanza, lo cual habría provocado, muy probablemente, un nuevo cisma. También a través de medios como éstos, tan “humanos” o diplomáticos, el Espíritu Santo mantiene indefectible la fe de la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

En resumen: la contradicción entre el “conciliarismo” de Constanza y la doctrina tradicional del Vaticano I sobre el primado papal es bastante obvia. Uno se pregunta si el “sentimiento antirromano” de la teología católica progresista llegará hasta el extremo de querer resucitar la vieja herejía conciliarista (4) o si su tendencia anti-escolástica y anti-intelectualista llegará hasta el extremo irracional de aceptar sin chistar las más evidentes contradicciones.


*****


(1) Gregorio XII (el Papa legítimo, “romano”), Benedicto XIII (un antipapa, el “papa de Aviñón”) y Juan XXIII (otro antipapa, elegido por el concilio –autoconvocado- de Pisa, que pretendió resolver el problema del cisma y lo empeoró, pasándose de dos a tres “papas”).

(2) La solución llegó así: Gregorio XII reconoció la validez del Concilio de Constanza y renunció al Papado. Además, el Concilio de Constanza condenó y depuso a Benedicto XIII y a Juan XXIII (quien había convocado ese Concilio) y eligió Papa –por medio de un cónclave- al Cardenal Odón Colonna, quien tomó el nombre de Martín V.

(3) Philip Hughes, Síntesis de Historia de la Iglesia, Editorial Herder, Barcelona, 1986, p. 182. “Los frutos de cuarenta años de caos quedaron ahora de manifiesto. Las más disparatadas teorías sobre el principio de la autoridad eclesiástica parecía que iban a tener efecto cuando acudieron a la ciudad, además de los 185 obispos, 300 doctores en teología y derecho, 18.000 eclesiásticos más y una inmensa magnitud de magnates, príncipes y representantes de ciudades y corporaciones, hasta un número superior a los cien mil. (…) Todos los doctores tenían voto, lo mismo que los obispos, y las decisiones se tomaban, no computando los votos individuales, sino los votos de las naciones representadas en el concilio, que eran cinco: Italia, Francia, Inglaterra, Alemania y España. Cada una de ellas con derecho a un voto. Los cardenales, que juntos tenían derecho a un sexto voto, no tenían más autoridad que la de cualquier otro miembro particular de la propia nación.” (Íbidem). He aquí la realización de un sueño acariciado por muchos teólogos “progresistas”: la inclusión de los “doctores” en el Magisterio de la Iglesia, reservado por la doctrina católica ortodoxa al Papa y los Obispos. Sin embargo, algunos de ellos van más allá. Por ejemplo, Leonardo Boff y Clodovis Boff, en su libro “Como fazer Teologia da Libertacao” (Vozes, Petropolis, 1986), presentan un esquema de la Teología de la Liberación organizada en tres niveles: un nivel superior, “profesional”, a cargo de los profesores de teología; un nivel intermedio, “pastoral”, a cargo de los pastores y agentes pastorales; y un nivel inferior, “popular”, a cargo de las Comunidades Eclesiales de Base (o.c., pp. 25-28). ¡En este esquema el “magisterio de los teólogos” supera y orienta al Magisterio de los Obispos!

(4) Algunos observadores han alertado sobre el surgimiento de una tendencia conciliarista dentro del ala más radical del sector mayoritario de los Padres del Concilio Vaticano II. La Nota Explicativa Previa que el Papa Pablo VI mandó incorporar a la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium tuvo -entre otras- la virtud de reafirmar la doctrina católica sobre el primado del Papa, impidiendo toda interpretación conciliarista de las enseñanzas del Concilio Vaticano II sobre la colegialidad episcopal, uno de sus principales desarrollos doctrinales.

martes, agosto 25, 2009

Una catequesis fraccionada (Joseph Ratzinger - Vittorio Messori)


Las confusiones que el Prefecto registra en la teología se traducen, para él, en graves consecuencias para la catequesis.

Dice él: “Una vez que la teología ya no parece transmitir más un modelo común de la fe, también la catequesis se expone al riesgo del fraccionamiento de las experiencias que cambian continuamente. Algunos catecismos y muchos catequistas no enseñan más la fe católica en su conjunto armónico, donde toda verdad presupone y explica la otra, sino que procuran volver humanamente “interesantes” –según la orientación cultural del momento- ciertos elementos del patrimonio cristiano. Algunos textos bíblicos son seleccionados por ser considerados “más próximos a la sensibilidad contemporánea”; otros, por el motivo opuesto, son dejados de lado. Por tanto, no más una catequesis que sea formación global para la fe, sino reflexiones y temas de experiencias antropológicas, parciales y subjetivas”.

A comienzos de 1983, Ratzinger pronunció en Francia una conferencia, que provocó mucho ruido, exactamente sobre la “nueva catequesis”. En aquella ocasión, con su acostumbrada claridad, dijo, entre otras cosas: “Fue un primer y grave error suprimir el catecismo, declarándolo “superado”. El hecho de que haya sido una decisión generalizada, en estos años, no impide que haya sido errónea o, por lo menos, apresurada”.

Él me repite ahora: “Es necesario recordar que, desde los primeros tiempos del cristianismo, surge un “núcleo” permanente e irrenunciable de la catequesis –por tanto, de la formación para la fe. Es el núcleo, por cierto, utilizado tanto por Lutero para su catecismo, como por el Catecismo Romano, decidido en Trento. Todo el discurso sobre la fe es organizado en torno de cuatro elementos fundamentales: el Credo, el Padre Nuestro, el Decálogo y los Sacramentos. Es ésta la base de la vida del cristiano, es ésta la síntesis de la enseñanza de la Iglesia, basada en la Escritura y en la Tradición. El cristiano encuentra en ellos aquello que debe creer (el Símbolo o Credo), esperar (el Padre Nuestro), hacer (el Decálogo) y el espacio vital en que todo eso se debe realizar (los Sacramentos). Ahora bien, esta estructura fundamental es abandonada en muchas catequesis de hoy, con los resultados, que constatamos, de disgregación del sensus fidei [sentido de la fe] en las nuevas generaciones, muchas veces incapaces de una visión de conjunto de su religión”.

En las conferencias francesas, él contó que había hablado con una señora, en Alemania, que le dijo que “el hijo, alumno de primer grado, estaba aprendiendo la “cristología de los logia del Kyrios”, pero no había oído hablar todavía de los siete sacramentos o de los diez mandamientos…”

Fuente: Joseph Ratzinger – Vittorio Messori, A fé em crise? O Cardeal Ratzinger se interroga, Editora Pedagógica e Universitária Ltda., Sao Paulo, 1985, Cap. V, pp. 50-51 (traducción del portugués de Daniel Iglesias Grèzes).

Nota: El libro citado es el resultado de una entrevista del periodista italiano Vittorio Messori al Cardenal Joseph Ratzinger, en ese entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hoy Papa Benedicto XVI. Dicho libro se publicó en español con el siguiente título: “Informe sobre la fe”.

lunes, agosto 24, 2009

La oración de Bartimeo


Daniel Iglesias Grèzes

“Y Jesús le dijo: ‘¿Qué quieres que te haga?’ El ciego le respondió: ‘Maestro, haz que yo vea’. Y Jesús: ‘Anda, que tu fe te ha curado’. Y de repente vio, y lo iba siguiendo por el camino.” (Marcos 10,51-52).

La sencilla y humilde súplica del ciego de Jericó (Bartimeo) conmovió a Jesús, porque fue dicha con fe. Entonces Jesús realizó el milagro: el ciego comenzó a ver y, lleno de gozo y de gratitud, siguió a Jesús por el camino.

El Evangelio es una fuente inagotable de verdad y de vida. Este simple episodio del Evangelio puede dar lugar a muchos comentarios e interpretaciones, no opuestas sino complementarias entre sí. De las muchas enseñanzas que se puede extraer del texto citado, mencionaré dos:

1. Cuando oremos, debemos hacerlo con fe. En particular, cuando pidamos algo al Señor en la oración, debemos pedirlo con fe. La fe, virtud capaz de mover montañas, era la condición exigida por Jesús a quienes le pedían que hiciera un milagro. “Tu fe te ha salvado” es una frase que encntramos varias veces en los Evangelios, en labios de Jesús. La fe en Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, es lo que nos salva. Esta fe es a la vez un don gratuito de Dios y una respuesta libre de la persona humana.

2. Después de ser curado por Jesús, el ciego de Jericó no se alejó de Él sin siquiera agradecerle, como nueve de los diez leprosos curados por Jesús en otra ocasión. Bartimeo aprovechó muy bien el don de la vista, para seguir a Jesús por el camino. Es probable que haya escuchado sus enseñanzas y se haya convertido en uno de sus discípulos. La actitud de Bartimeo es un ejemplo para todos nosotros: nos invita a convertirnos en oyentes de la Palabra de Dios y en discípulos de Jesucristo, el Revelador del misterio del Padre.


*****

“Señor, que yo vea”

Señor:
· Que yo vea claramente la maldad de mis pecados y me arrepienta sinceramente de todos ellos.
· Que yo vea la vaciedad del egoísmo y comprenda que sólo “quien pierda su vida por amor al Evangelio se salvará”.
· Que yo vea la razón de mi existencia y comprenda el sentido de mi vida.
· Que yo vea Tu presencia en nuestro mundo y entienda que Tú nunca nos abandonas.
· Que yo vea lo que quieres de mí y me entregue por entero al cumplimiento de Tu voluntad.
· Que yo vea la grandeza de Tu amor y me decida a amarte con todas mis fuerzas y todo mi ser.
· Que yo vea Tu rostro en el rostro de mi prójimo y lo ame como a mí mismo.
· Que yo vea Tus huellas en el camino, para que también yo pueda seguirte.
· Que yo vea con fe el camino de la Cruz y me anime a seguirlo para encontrarte al término.
· Que yo vea un día la Jerusalén del Cielo y allí pueda contemplar eternamente Tu Gloria.

jueves, agosto 20, 2009

El Sagrado Corazón de Jesús y la victoria sobre el ateísmo (Bernhard Häring)


“Habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y se oscureció su insensato corazón. Diciendo ser sabios, se hicieron necios… Y como no procuraron tener conocimiento cabal de Dios, Dios los entregó a una mente depravada para hacer cosas indebidas, llenos de toda injusticia, malicia, perversidad, codicia, maldad; rebosantes de odio, de homicidio, de disputas, de engaño, de malignidad; chismosos, calumniadores, aborrecedores de Dios, insolentes, altaneros, soberbios, inventores de maldades, desobedientes a los padres, insensatos, desleales, sin amor y sin piedad.” (Romanos 1,21-22.28-31).

La devoción al Sagrado Corazón tuvo un período de grande esplendor antes y durante la revolución francesa, cuando una buena parte de las clases dirigentes de Francia y de las naciones limítrofes apostató de la fe en Cristo. La devoción al Corazón de Jesús fue vista como un llamamiento del amor misericordioso ante tanto extravío. La situación actual es todavía más dramática. El ateísmo se va difundiendo bajo múltiples formas.

El hombre se vuelve ateo cuando se separa práctica y teóricamente del Dios del amor. Una sociedad “sin amor y sin misericordia” se ha separado prácticamente de Dios, que es amor, aun antes de llegar a negarlo explícitamente.

La forma más vigorosa e impresionante de ateísmo es ciertamente el ateísmo dialéctico organizado, que opone a la fe cristiana en el Dios del amor una interpretación de la historia, que debería tener el propio motor en el odio y en la lucha de clases, que ve al hombre dentro de una vida económica llena de conflictos. Es, pues, un ateísmo “carente de amor y de misericordia”.

Dentro de esta forma organizada y agresiva de ateísmo y cerca de ella hay muchos ídolos, que separan al hombre de Dios: la autoglorificación llevada hasta el rechazo radical de la adoración a Dios, la arrogancia, la ambición de poder, el terrorismo, el armamentismo, la amenaza de una destrucción total de la humanidad, la avidez, la deificación del consumo.

A esto se añade el ateísmo oculto en el corazón y en el estilo de vida de muchos que se dicen cristianos, el contagio progresivo por parte del ateísmo práctico y, finalmente, hasta del ateísmo teórico.

La destrucción de todos estos falsos ídolos y la superación de las varias formas de ateísmo son posibles solamente por medio de una fe viva en el amor de Dios, que se reveló en Jesús. Solamente si nos dejamos tocar en nuestro centro más íntimo por el mensaje del amor y de la gracia y correspondemos con todo el corazón al amor infinito, que tiene su símbolo originario en el Corazón de Jesús, podemos escapar de los peligros y levantar un dique contra las oleadas del ateísmo.

En esta situación del mundo la fe cristiana exige de modo particular una gran decisión, un sí radical al reino del amor. Solamente quien ha sido plenamente conquistado por el amor de Dios en Cristo puede ser un predicador creíble y un testigo fiel de la fe.

Tenemos que adherir y unirnos íntimamente a la apremiante oración de Jesús: “Que todos sean uno como Tú en Mí, oh Padre, y Yo en Ti; que también ellos sean uno en Nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Juan 17,21). El amor grande, generoso e íntimo del Corazón de Jesús nos reveló con cuánto amor el Padre lo envió. Él quiere atraernos a su Corazón, llenar nuestro corazón con su amor, para que a nuestra vez lo difundamos nosotros. Jesús nos envía con el mismo amor con el que el Padre lo envió a Él, y ora: “Para que el amor con el que me has amado esté en ellos y Yo en ellos” (Juan 17,26).

La fórmula breve de la devoción al Sagrado Corazón suena así: aprender a amar a Jesús y aprender a amar con Él: de esto y exactamente de esto tiene necesidad el mundo amenazado por el ateísmo y por la falta de amor.

Solamente un corazón que arde en el amor de Cristo convierte en cenizas cualquier forma de ateísmo secreto. Solamente este amor limpia la vista para desenmascarar los disfraces de la incredulidad. Solamente el amor encuentra los medios salvíficos que el mundo necesita urgentemente.

Los que han sido tocados y conquistados por el amor del Corazón de Jesús deben unirse más íntimamente en estos tiempos de grandes decisiones y apoyarse mutuamente en el testimonio comunitario de esa fe, que da fruto en el amor y en la justicia.

***

¡Corazón lleno de amor, luz suave, llama ardiente! Viniste para curar a un mundo enfermo, pero también eres el signo ante el cual los hombres tienen que decidirse. La decisión que Tú deseas y haces posible es la decisión por el reino de la paz y del amor, la decisión a favor de la glorificación del Padre celestial mediante un amor fiel. Quien rechaza tu amor cae en el reino de las tinieblas, de la mentira, del odio y de la enemistad.

Señor, quiero decidirme sin reservas por este amor, y me arrepiento sinceramente de las faltas que muy a menudo cometí en el pasado. Comprendo toda la injusticia cuando miro tu Corazón lleno de amor, y ahora veo más claramente la injusticia de un mundo que tiene necesidad de un testimonio creíble.

Ilumínanos a todos y sé nuestro apoyo, Corazón fiel de Jesús, para que en estos tiempos de decisión y de elección formemos un bloque unido en la fe y en el amor fiel, de tal manera que el mundo crea que el Dios infinito, misericordioso y bueno quiere cuidarnos como Padre, y que Tú eres el camino, la verdad y la vida: la vida para la vida del mundo.

Es triste ver que muchos cristianos son perezosos y descuidados a pesar de los signos tan elocuentes del tiempo. Despiértanos del sueño, de la indiferencia: llénanos de nuevo fervor y celo, y muéstranos los caminos más eficaces para dar testimonio de Ti y del Padre.

(Berhard Häring, El Sagrado Corazón de Jesús y la salvación del mundo, Ediciones Paulinas, Bogotá, 1988, Cap. 29, pp. 158-161).

martes, agosto 18, 2009

Comunicación de la realidad (Josef Pieper)


Según los datos de la teología, la substancia dogmática de la fe cristiana puede compendiarse en dos palabras: “Trinidad” y “Encarnación”. Es el “Doctor Común” de la cristiandad quien dice que todo el contenido del dogma cristiano se reduce a la doctrina del Dios Uno en tres Personas y a la participación del hombre en la vida divina, participación ejemplarmente realizada en Cristo.

Ahora bien, se da el caso de que la realidad enunciada en ese contenido de la revelación –en el fondo indiviso- se identifica con el acto mismo de enunciarla y con la persona del enunciante. Tal cosa apenas es posible en el mundo; y decimos “apenas” pensando en la excepción probablemente única de un ser humano que, dirigiéndose a otro, le declara: “Te amo.” Tampoco el sentido principal de esta declaración es poner en conocimiento de otra persona un hecho objetivo, separable del declarante; trátase más bien de un auto-testimonio, y lo así testimoniado se realiza precisa y singularmente en el acto expreso de testimoniarlo. De ahí que el interlocutor, por su parte, sea incapaz de descubrir la inclinación amorosa de su congénero de otro modo que asumiendo lo que oye de sus labios. Cierto que ese amor puede también “acontecerle” sin más, como a un niño pequeño, pero sólo “se entera” de él, lo experimenta, por cuanto lo aprehende y lo “cree” al serle atestiguado en forma verbal; sólo así lo recibe y se le hace presente de veras.

En un plano superior, ocurre lo mismo con la revelación divina. Al hablar Dios a los hombres, no les da a conocer meros hechos objetivos, sino que les abre su propia esencia, los hace partícipes de su ser. Mas lo que constituye el contenido básico de esa revelación, a saber, que al hombre se le invita a tomar parte en la vida divina y que incluso está ya teniendo lugar tal participación, posee su propia realidad no en otra cosa que en la palabra misma de Dios: porque Dios lo revela, es real. La Encarnación, por ejemplo, no es primero y “de todos modos” un hecho que posteriormente conocemos por la revelación; al contrario, el encarnarse de Dios y el manifestarse de Cristo constituye una sola e idéntica realidad. También aquí le toca lo suyo al creyente: en el acto mismo de aceptar como verdadero el mensaje de Dios autorrevelado, le viene y sucede realmente la anunciada participación en la vida divina. No existe, aparte de la fe, ningún otro medio por el que el hombre pueda conseguir esto. La palabra “comunicación” recobra aquí su sentido etimológico. La revelación divina no es mero anuncio de una realidad, sino “participación” en la realidad misma, lo cual sólo puede acaecerle al creyente.

(Josef Pieper, Antología, Editorial Herder, Barcelona, 1984, pp. 30-31).

lunes, agosto 17, 2009

San Atanasio (2 de mayo)


Hacia el año 360 DC la herejía arriana, con la fuerza del poder del emperador, se difundió por toda la Iglesia. La verdad católica corrió el riesgo de desaparecer de la historia humana. Pero hubo un cristiano que no se doblegó: Atanasio, joven obispo de Alejandría (Egipto).

Atanasio era por entonces casi el único obispo que defendía la ortodoxia de la fe contra los ataques de los arrianos, quienes negaban la divinidad de Jesucristo. Éstos emprendieron la persecución de Atanasio, acusándolo injustamente de las peores infamias y denunciándolo como el enemigo de la unidad de la Iglesia.

Atanasio, exiliado en cinco ocasiones, constantemente acosado por la policía del emperador, defendió apasionadamente la auténtica fe en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, sin medir sus palabras. Sus escritos muestran a menudo una feroz ironía contra los arrianos. Atanasio no fue pacífico. Se transformó en polemista en su lucha continua. Recibiendo incesantes golpes, golpeó a su vez, y duramente. No tuvo delicadezas con los enemigos, porque estaba en juego la fe.

Atanasio nació hacia el año 295 en una familia cristiana, en Alejandría. Su sabiduría teológica, más que de los estudios, le llegó del encuentro lleno de admiración con sus maestros cristianos, a los que vio martirizar durante la persecución de Diocleciano; y sobre todo del encuentro con San Antonio, el ermitaño de Tebaida, en cuyas cuevas habitaban únicamente monjes cristianos. Cada vez que tuvo que escapar de la policía, Atanasio halló refugio entre esos monjes, que fueron sus entusiastas defensores.

Siendo diácono, Atanasio participó junto a Alejandro, obispo de Alejandría, del primer Concilio Ecuménico, celebrado en Nicea en el año 325. La intervención de Atanasio en el Concilio fue muy importante. El Concilio condenó a Arrio y proclamó la fe en la divinidad de Jesús, Hijo de Dios, de la misma naturaleza (substancia) que el Padre. El Credo de Nicea fue completado más tarde en el Concilio de Constantinopla I (año 381).

En el año 328 murió el obispo Alejandro y el pueblo de Alejandría pidió a voces que Atanasio fuera el obispo, pese a que tenía sólo 32 años. Desde entonces fue obispo durante 46 años y su vida fue una tremenda lucha contra los arrianos, quienes, apoyados a menudo por los emperadores, estuvieron cerca de prevalecer definitivamente.

Arrio defendió una doctrina que reducía a Jesús a una criatura, una especie de semidios muy inferior al Padre. Rechazó la fórmula con la que el Concilio de Nicea definió la relación entre el Hijo y el Padre: “de la misma substancia (homoousios) del Padre”. Su doctrina rechazó los misterios de la Encarnación y la Trinidad, prefiriendo la claridad de su filosofía racionalista a la oscuridad de la fe verdadera en el Dios incomprensible.

Atanasio, fiel a la Tradición apostólica, se opuso con todas sus fuerzas a esa herejía que reducía a Jesucristo al rol de maestro de la verdadera sabiduría y de la verdadera religión. Jesús es en cambio –escribe Atanasio- “el Salvador, el Hijo bueno del Dios bueno”, “la Sabiduría en sí, la Religión en sí, la misma Potencia en sí propia del Padre, la Luz en sí, la Verdad en sí, la Justicia en sí, la Virtud en sí”.

Atanasio vivió fugitivo más de 20 años. Escribió obras teológicas importantes. Hacia el final de su vida, Atanasio era el hombre más amado y venerado por los cristianos de Oriente y de Occidente, por su amor a la unidad de la Iglesia en la verdadera fe. Con los años y las pruebas, su temperamento impetuoso fue conformándose en la paciencia y la humildad, sin perder su vigor. La Iglesia lo ha proclamado santo, como lo hizo el pueblo mientras aún vivía.

En su día natalicio (el 2 de mayo del 373) terminó su combate: la Iglesia estaba a salvo, la fe en el Hijo de Dios se conservaba sobre la tierra.

Fuente: Revista “30 Días en la Iglesia y en el Mundo
(artículo resumido por Daniel Iglesias Grèzes).

domingo, agosto 16, 2009

La limosna y el desarrollo


Daniel Iglesias Grèzes

Dentro del orden natural, el proceso de desarrollo humano atraviesa tres fases que podemos denominar asistencia, promoción y auto-promoción. Ilustraré esta idea extendiendo un conocido ejemplo: la asistencia consiste en dar a un hombre hambriento un pescado, la promoción consiste en enseñarle a pescar y la auto-promoción en que él mismo monte su propia compañía pesquera.

Durante muchos siglos la enorme acción social de la Iglesia Católica tuvo un carácter principalmente (aunque no exclusivamente) asistencial. En nuestra época, una mayor reflexión acerca de la importancia de la promoción humana para el desarrollo ha impulsado a la Iglesia a replantear en parte la metodología de su acción social, para darle un cariz más promocional.

Sin embargo, el nuevo énfasis puesto en el enfoque promocional ha sido exagerado por muchos cristianos hasta el extremo de despreciar la acción social “al estilo antiguo”, anatematizada mediante el mote de “asistencialismo”. La asistencia no es promoción –sostienen ellos- y por lo tanto necesariamente mantiene al pobre en un estado de dependencia, o incluso lo agrava. En opinión de estos cristianos, la limosna es el caso más flagrante de “asistencialismo”, la demostración más clara de su inutilidad. Por eso ellos sienten por la limosna un rechazo visceral, que racionalizan de varias maneras. Algunos dicen que “dar no es compartir”.

Se podría citar muchísimos textos de la Biblia y de los Padres de la Iglesia que destacan el valor religioso y moral de la limosna, concebida como un acto de caridad (moralmente obligatorio en ciertas circunstancias) y como un signo de penitencia. ¿Acaso debemos resignarnos a que hoy día esta tradicional obra de misericordia sea considerada inútil o dañina? Creo que no. Cabe hacer sobre la limosna un juicio mucho más matizado que el de los cristianos antes mencionados.

El proceso de desarrollo es como una escalera con varios escalones. Cada escalón cumple una función imprescindible en su nivel. No sería sensato quitar el primer escalón (la asistencia) antes de que el sujeto haya pasado al segundo. Aunque el objetivo de la acción social cristiana sea la promoción (y la auto-promoción), siempre habrá muchos casos en los cuales se requerirá realizar una labor asistencial. La oportunidad, la modalidad y el alcance de la asistencia requerida dependen de muchos factores, que el cristiano debe aprender a discernir con sabiduría y generosidad. En muchos casos convendrá seguir recurriendo a la limosna para atender o aliviar situaciones de necesidad urgente.

No obstante, la importancia de la limosna trasciende el plano asistencial. Todas las organizaciones y todos los proyectos de promoción social, para ser viables, deben ser financiados. En la Iglesia esa financiación (al menos la inicial) corre normalmente por cuenta de los fieles. La contribución monetaria a las obras de caridad de la Iglesia no merece ser menospreciada, como si fuera una forma hipócrita de acallar la propia conciencia. Es preciso afirmar que, supuesta la buena intención del donante, dar dinero es una forma válida de compartir, y no de las menos audaces y comprometedoras.

Quizás con cierta frecuencia las argumentos aducidos contra la limosna estén dictados por un egoísmo que busca auto-justificarse.

Es un hecho evidente que la Iglesia Católica en Uruguay es pobre. Sin duda nuestra Iglesia es una de las más pobres de América. Algunos cristianos piensan que eso es positivo. Sin embargo, no debemos apresurarnos a aplaudir la pobreza de la Iglesia uruguaya: esa pobreza podría ser un producto de nuestra falta de generosidad.

Supongamos que el 5% de los 3,3 millones de uruguayos (es decir, más o menos los que concurren a la Misa dominical con cierta regularidad) donara el 1% de sus ingresos para las obras sociales de la Iglesia Católica. Dado que el ingreso anual per capita promedio en el Uruguay es de unos US$ 6.000, se recaudaría en total unos US$ 10.000.000 por año. ¡Suficiente para fundar una Agencia Católica Uruguaya para el Desarrollo y financiar cada año muchos proyectos de viviendas, educativos, sanitarios, empresariales, etc.!

Es cierto que nuestros hermanos europeos y norteamericanos tienen en general una responsabilidad mayor que la nuestra en este campo, debido a su mayor riqueza material. Pero ellos deben dirigir su ayuda preferentemente hacia países mucho más pobres que el Uruguay (países de Asia, de África y también de América Latina). También nosotros, los católicos uruguayos, estamos llamados a dar una respuesta generosa a la difícil situación de nuestros compatriotas más necesitados y de los pobres del mundo entero.

A consecuencia de su pobreza, nuestras iglesias locales prestan actualmente a los pobres un servicio insuficiente en el plano material. Los católicos uruguayos deberíamos tomar conciencia de esto, como primer paso hacia una actitud más solidaria. Debemos ser más generosos, no sólo con nuestro tiempo y nuestras palabras, sino también con nuestro dinero.

jueves, agosto 13, 2009

Las virtudes cardinales (Jean Guitton)


Voy ahora a exponerte las grandes reglas de la vida tal como los filósofos y los cristianos las han fijado. Suele decirse que hay siete cualidades: cuatro llamadas cardinales y que son la templanza, la fortaleza, la prudencia y la justicia, y tres llamadas teologales porque nos ponen en comunicación con Dios, y que son la fe, la esperanza y la caridad.

I. La templanza

Empezaré por hablar de la templanza. La regla de la templanza es la de no hacer jamás nada con exceso. Tú conoces este exceso en el arte de comer las cosas buenas, que se llama glotonería. Es difícil privarse de una pequeña cosa que nos apetece. Y sin embargo, si no ganáramos estas batallas ocultas, no seríamos jamás unos verdaderos hombres. Cuando hayas llegado a la edad de hombre, verás que muchos de tus compañeros no tienen voluntad y son desgraciados. ¿Por qué? Es que no aprendieron nunca cuando eran niños a privarse de cosas en ocasiones pequeñas. A tu edad es cuando se aprende la templanza. Ten templanza, y como dicen “sé sabio”, y obtendrás grandes alegrías.

Muchas veces oirás pronunciar la palabra pureza. ¿Qué quiere decir ser puro? El agua pura es un agua sin mezcla, el cielo puro es un cielo sin nubes; un alma pura es un alma que es transparente y en la cual se reflejan todas las cosas como en un espejo. Una mirada pura es profunda como el agua de un pozo. Los niños son puros con más facilidad que los hombres; éste es el motivo por el que los hombres envidian a los niños. Jesús dijo: “Bienaventurados los que tienen el corazón puro porque ellos verán a Dios.”

La pureza se pierde a veces en un día; a menudo hace falta una vida entera para volver a encontrarla.

La pureza del alma se llama el honor. Un hombre de honor es aquel que es fiel a su palabra una vez dada, aunque esto le cueste la vida. Los primeros cristianos preferían morir que renegar de la palabra por la que se habían entregado a Dios. El hombre de honor mantiene sus promesas por encima y en contra de todo. Incluso vencido, es vencedor.

II. La fortaleza

Ser fuerte es ser sólido, firme, aunque el viento sople de tempestad.

La fortaleza ayuda a vencer el miedo. Hay que aprender desde la infancia a no tener miedo. Esto no quiere decir: no temblar. Cuando Turenne temblaba, le decía a su cuerpo: “¿Tiemblas, viejo esqueleto? ¡Más temblarías si supieras adónde te voy a llevar!”

A menudo se tiembla por temor a la opinión de los demás. Este temor al “qué dirán” se llama “respeto humano”. Es muy difícil de vencer. Y con frecuencia aquellos que no han tenido miedo a morir en una batalla, tienen miedo a que se burlen de ellos si dicen que son cristianos.

Un hombre fuerte no es un hombre duro. Cuando veas que alguien monta en cólera, dite a ti mismo que no es fuerte. Nada es más dulce que el rostro de una madre: y sin embargo nada es más fuerte. La verdadera dulzura es la plenitud de la fuerza.

Cuando ya no podemos actuar, la fuerza se llama paciencia. La paciencia es más difícil que el valor, porque el valiente elige su hora, su empeño, su enemigo. No pasa lo mismo con el que es paciente; él no escoge su contratiempo y tiene que soportar su mal en todo instante.

La unión del valor y la paciencia se llama perseverancia. El que persevera hasta el fin, a pesar de los obstáculos, está seguro de su éxito. El esfuerzo para ser cristiano no cesa más que con la muerte.

III. La prudencia

Después de la fortaleza y la templanza, te voy a hablar de la prudencia. Ser prudente es pensar en el porvenir.

La prudencia no consiste solamente en evitar las imprudencias, por ejemplo cuando se va a esquiar o se conduce un coche. La prudencia nos enseña a distinguir siempre en una opinión lo que importa y lo que no importa, a ver lo esencial. Por ejemplo, un alpinista prudente guarda en su mochila los objetos que le son indispensables para alimentarse, para luchar contra el frío. Piensa sin cesar en el porvenir, prevé lo peor. Ser prudente es saber economizar, a fin de reservarse para los momentos en que se tendrá necesidad de toda la fuerza.

La prudencia es el arte de utilizar bien el tiempo. Es difícil llegar a la hora, ni con retraso ni con antelación. Dite a ti mismo: “mañana a las ocho haré esto”; y hazlo a las ocho. Cuida de cada minuto. En una hora tienes tiempo de perderlo todo o de salvarlo todo. Haz lo que haces. Cuando te ríes, ríete. Cuando trabajes, trabaja. Cuando juegues, juega. Preguntaron a un niño, Luis de Gonzaga, qué es lo que haría si le dijeran que el mundo se iba a acabar. Respondió: “Continuaría jugando a la pelota.”

La prudencia en los juicios y en las palabras aconseja no tomarlo todo al pie de la letra. Si Soledad te dice: “Ya no hay nada más que hacer”, traduce: “Soledad es una perezosa.” Si Francisco te dice: “No tengo suerte”, traduce: “No ha reflexionado bastante.”

IV. La justicia

La justicia es una costumbre del alma que lleva a dar a cada uno lo que le es debido.

Cuando tú tienes que repartir algo, la justicia te manda que hagas las partes bien iguales.

Los hombres no son justos: porque cada uno piensa en sí mismo y no piensa en los demás. Y como los bienes materiales que debemos compartir no son infinitos, sino finitos (al modo de un pastel), cada uno busca poseer la parte mayor, sin preocuparse del vecino. De modo que los unos tienen demasiado; y los otros no tienen bastante. Muchos pueblos no tienen lo necesario para vivir, mientras que otros pueblos poseen grandes riquezas.

Esta desigualdad se debe a la ausencia de justicia. Crea los conflictos y las guerras. Es el gran mal de la tierra. Hay que hacer todo lo posible para restablecer la justicia lo más que se pueda, evitando sin embargo los medios injustos como el robo y la violencia.

La justicia más difícil de practicar es la de la lengua. La lengua no debe mentir. No debe decir lo que está mal sin necesidad. Cuando le falta un ojo a tu amigo, míralo de perfil. Cuando hables de los otros, trata de disimular sus defectos y de poner de relieve sus cualidades. La calumnia consiste en inventar una acusación que se sabe a ciencia cierta que es falsa. La maledicencia consiste en decir lo que de verdad es malo, pero sin estar obligado a ello. Llamamos juicio temerario a un juicio dado a la ligera y sin que pueda ser probado. Al ir avanzando por la vida verás que es muy difícil no hacer juicios temerarios.

No tenemos fácilmente conciencia de nuestras faltas contra la justicia.

Hay ricos y pobres. Aquellos que han recibido más deben poner esto que tienen de más a disposición de aquellos que tienen menos. Debes por tanto pasar revista a todo lo que tú tienes y que los demás no tienen. Así, tú tienes más salud, más saber, más fe, más dinero. Esto que tienes de más no te pertenece. Tienes que hacer que los otros se aprovechen de ello. Ésta es la alegría que da la justicia, la cual prepara para el amor.

(Jean Guitton, Mi pequeño catecismo. Diálogo con un niño, Editorial Herder, Barcelona, 1983, pp. 42-50).

lunes, agosto 03, 2009

El Quinto Centenario


Daniel Iglesias Grèzes

1. ¿Genocidio?

1992 fue el año del quinto centenario del descubrimiento de América y, por lo tanto, también del comienzo de la conquista y de la evangelización del Nuevo Mundo. Desde el siglo XVI, ese acontecimiento, cuya gran importancia es indudable, ha sido objeto de juicios muy diversos y de fuertes polémicas. La vieja “leyenda negra” antiespañola y anticatólica, originada en países protestantes de Europa y usada luego por la propaganda liberal, revive hoy por obra de intelectuales neomarxistas e indigenistas. Simplificando groseramente cinco siglos de la compleja historia de nuestro enorme continente, ellos identificaron la celebración del Quinto Centenario con una celebración del genocidio de los pueblos indígenas de América.

Examinando, con amor a la verdad histórica, esa amarga acusación, se advierte fácilmente su escaso fundamento. Las estimaciones de la población de América en 1492 varían mucho: entre 9 y 120 millones de habitantes. Probablemente la estimación más razonable sea la que propone un valor de 30 millones de habitantes. Se sabe que durante las primeras décadas de la colonización española y portuguesa se produjo un gran descenso de la población indígena. Pero, ¿cuál fue la causa principal de esa tragedia? ¿Las guerras de la conquista? ¿Los malos tratos infligidos a los indígenas por sus vencedores? Ciertamente no. Todavía en 1600, la cantidad total de europeos en América era pequeña en relación a la población total del continente, por lo cual ellos eran incapaces de realizar una matanza de tan grandes proporciones. Las guerras y los abusos produjeron muertes, pero entre los historiadores serios está fuera de discusión que la causa principal de la caída demográfica de los amerindios fue otra, totalmente distinta.

2. Las epidemias

Los aborígenes de América fueron abatidos sobre todo, no por los españoles, portugueses, ingleses o franceses, sino por los gérmenes malignos de los que éstos eran involuntarios portadores. Terribles epidemias de viruela, de varicela, de gripe española, de sarampión y de decenas de otras enfermedades aniquilaron poblaciones enteras, porque los indígenas carecían de defensas biológicas contra ellas.

Salvo por su magnitud, no fue un fenómeno único en la historia. Se trata de un hecho recurrente: cuando una región que había vivido mucho tiempo aislada entraba en contacto con otro pueblo, su población, carente de anticuerpos inmunizadores, era diezmada por enfermedades que para el otro pueblo eran benignas. Esto ocurrió no sólo en América del Norte, América Central y América del Sur, sino también en las Islas Canarias, en Siberia, en Australia, etc. Ésta fue la causa principal del fracaso de los cruzados en Tierra Santa, y es lo que todavía hoy ocurre, por ejemplo, entre los esquimales de Alaska y los yanomamis de la Amazonia.

3. Contemplando nuestro pasado sin ira

Miremos nuestra verdadera historia sin prejuicios ideológicos. 500 años después del primer viaje transatlántico de Cristóbal Colón, la población indígena de América era de unos 60 millones de personas, el doble de las que se estima que habitaban el continente antes del presunto genocidio.

En cuanto al Uruguay, actualmente no tiene una población indígena propiamente dicha, aunque sí descendientes de indígenas. En la Banda Oriental nunca habitaron muchos indígenas. La población total de nuestro territorio antes de la llegada de Juan Díaz de Solís era probablemente menor que 10.000 habitantes. Los últimos indígenas puros, un grupo de charrúas, fueron exterminados después de 1830 por las tropas del gobierno de la República. Pero, en cambio, muchos otros, sobre todo guaraníes, fueron asimilados gradualmente por la población mayoritaria, por medio de un fenómeno típico de la colonización española y portuguesa: el mestizaje.

Hoy, después de más de cinco siglos del primer encuentro entre dos formas de cultura (que luego fueron tres, al agregarse el componente africano), puede decirse que nuestra América es mestiza, en mayor o menor medida según la historia de cada país o región. Éste es un hecho capital que no nos conviene olvidar, si no queremos perder de vista la auténtica identidad de América y caer en posturas estériles o esquizofrénicas.

Nota: utilicé información contenida en un artículo publicado en “El Observador Económico”.