lunes, mayo 10, 2010

Razones para nuestra esperanza

Desde anoche dispongo de un nuevo blog, denominado "Razones para nuestra esperanza", en el prestigioso portal español InfoCatólica. El enlace del título conduce hacia ese sitio. Dado que no tengo tiempo de conducir dos blogs a la vez, por el momento dejaré de escribir en "Meditaciones Cristianas". Los invito a seguir mi nuevo blog.

martes, mayo 04, 2010

Un texto de Stanley Jaki


Daniel Iglesias Grèzes

“Como muestra basta un botón”, dice el refrán. Para mostrar el carácter lúcido, combativo y a menudo irónico del gran pensador católico Stanley Jaki, reproduzco a continuación dos párrafos de su autoría. Lean y disfruten.

“Todos estos avances pueden dar un oscuro apoyo a palabras a menudo atribuidas a Ramón y Cajal, un gran cirujano del cerebro de principios del siglo XX: que su escalpelo nunca pudo encontrar el alma. Él podría de igual modo haber dicho que siempre que él extirpaba la glándula pituitaria, eliminaba el lugar donde, en la concepción de Descartes de la relación cerebro-mente, el alma estaba ligada al cuerpo. El dualismo cartesiano invitaba fácilmente al simple materialismo. Que la mente era una mera función de procesos fisiológicos en el cerebro era una afirmación básica de materialistas del siglo XVIII tales como Helvetius y De la Mettrie. Este último sostuvo en su libro L’homme machine (1748) que la buena conducta moral no era sino el tranquilo zumbido de muchas ruedas pequeñas dentro del cerebro. Alrededor de un siglo después Tyndall dijo a la Asociación Británica que el pensamiento era una secreción del cerebro tanto como la bilis era el producto del hígado. Un poco antes Moleschott consideró al fósforo en el cerebro como la medida de la inteligencia.

Las secreciones en cuestión no fueron encontradas, ni las pequeñas ruedas. No ayudó a la teoría del fósforo el haberse encontrado que la proporción de fósforo es muy grande en el cerebro de los gansos, esos proverbiales epítomes de la estupidez. Aún más fácil fue desacreditar a los frenólogos, quienes afirmaban que las características morales del individuo eran reveladas por las protuberancias de su cráneo, el cual a su vez (pensaban) había sido conformado por la dinámica del cerebro en su interior. En todo esto no había ninguna ciencia.”
(Stanley L. Jaki, The Brain-Mind Unity: The Strangest Difference, Real View Books, USA, 2004, pp. 2-3; la traducción del inglés es mía).

sábado, mayo 01, 2010

El Corán y la Santísima Trinidad


Daniel Iglesias Grèzes

“Casi cada vez que el Corán se refiere a Jesús, lo que hace alrededor de una docena de veces, se opoñe señaladamente a la visión cristiana según la cual Cristo es uno de la Trinidad. Peor, según la presentación de la visión cristiana de la Trinidad hecha por el Corán, esta última está compuesta por Dios, Cristo y María.” (Stanley L. Jaki, Jesus, Islam, Science, Real View Books, Pinckney – Michigan, 2001, p. 4; la traducción del inglés es mía).

“En la perspectiva radicalmente simple del Corán es suficiente para el fiel musulmán saber sobre Jesús que él nunca pensó que él era Dios o que María era Dios. El fiel musulmán debe vivir en la creencia de que Dios, Jesús y María son la Trinidad cristiana. Esto, si fuera verdad, seguramente equivaldría a un craso politeísmo, que los cristianos abominarían no menos que lo que lo hacen los musulmanes. Pero el Corán no deja ninguna duda de que ésa es la visión cristiana y de que tal visión, y por lo tanto los cristianos y el cristianismo, debería ser deplorada y enfrentada resueltamente. No hay espacio allí para un diálogo, para un mejor entendimiento. Para el musulmán el Corán es la última palabra de Dios al hombre.” (Ídem, p. 10; traducción mía).

Aquí se plantea un problema insoluble para la fe musulmana. Para comprender esto se debe tener muy presente que la fe musulmana en el origen divino del Corán es muy diferente de la fe cristiana en la inspiración de la Biblia.

El cristiano cree que la Biblia es a la vez obra de Dios y obra de hombres. Dios es el autor principal de la Biblia, pero la Biblia fue escrita por hombres inspirados por Dios que actuaron como verdaderos autores humanos, cada uno de ellos con su vocabulario y estilo propio. El cristiano no concibe la inspiración bíblica como el mero dictado de un texto celestial ni como una suerte de trance espiritista, sino como una iluminación divina de la mente del hagiógrafo que capacita a éste para transmitir por escrito la palabra revelada por Dios a los hombres para su salvación. Esa transmisión utiliza diversos géneros literarios y la cultura propia de la época de cada autor sagrado.

Según la fe musulmana, en cambio, el Corán es una obra exclusivamente divina, sin ningún autor humano; se trataría de la transcripción exacta de las mismísimas palabras reveladas por Dios a Mahoma en árabe, por medio del ángel Gabriel. Por eso, según los musulmanes, el Corán es un libro eterno, compuesto en el cielo por el mismo Dios.

En la visión musulmana ortodoxa, entonces, no hay espacio para un estudio histórico-crítico del texto del Corán, análogo al que tantos estudiosos han llevado a cabo sobre la Biblia durante siglos. El musulmán no puede relativizar la información histórica del Corán sobre el dogma trinitario cristiano diciendo que es algo “dicho de paso” o un simple recurso literario para transmitir una verdad de otro orden. Lo que dice el Corán debe ser tenido por el musulmán como absolutamente verdadero en todo sentido, también en el sentido histórico.

Ahora podemos palpar el problema insoluble antes mencionado, porque es evidentísimo que la presentación que el Corán hace del dogma trinitario cristiano es una completa tergiversación, parecida al craso error de un niño cristiano que –por no conocer aún el Catecismo- confunde la Santísima Trinidad con la Sagrada Familia. Ningún cristiano, ni ortodoxo ni hereje, ha creído jamás que la Trinidad está formada por Dios, Jesús y María. Lo que más se le parece, que yo sepa, fue una herejía sostenida por Leonardo Boff cuando todavía era tenido por teólogo católico: la unión hipostática de María con el Espíritu Santo, disparate teológico que no tuvo ni antecesores ni seguidores. Ni los católicos más “maximalistas” en lo referente a la mariología y el culto mariano han sostenido jamás que María tuviera una naturaleza divina.

No hay modo escapar a la conclusión de que el Corán suministra una información equivocada, desde el punto de vista histórico, sobre la fe cristiana en la Trinidad. Más allá de que esa fe sea verdadera o falsa, ella es lo que es y lo que siempre ha sido, y no otra cosa, como pretende hacernos creer el autor del Corán. Considerando lo dicho antes sobre el “Corán eterno”, vemos que no hay forma de conciliar la fe musulmana con este error del Corán.

domingo, abril 25, 2010

Stanley Jaki


Daniel Iglesias Grèzes

Stanley L. Jaki (1924-2009) fue un sacerdote católico húngaro, benedictino (miembro de la Orden de San Benito), doctor en teología y en física, que se destacó sobre todo como historiador de la ciencia y filósofo de la ciencia y se desempeñó como profesor o investigador en varias de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos y de Gran Bretaña (Princeton, Stanford, Oxford, Edinburgo, etc.). Fue miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias y recibió, entre otros, el Premio Templeton para el progreso de la religión (en 1987). Publicó más de 50 libros y alrededor de 400 artículos sobre temas científicos, filosóficos y teológicos.

Varias de las obras de Stanley Jaki están disponibles en Real View Books (www.realviewbooks.com), una compañía editorial fundada por él para publicar libros significativos para la comprensión y la defensa de la doctrina y la cultura cristianas.

Recomiendo vivamente la lectura de las obras de Jaki, caracterizadas por su erudición, su rigor intelectual, su eficacia apologética y su fuerte crítica a las modernas ideologías incompatibles con la fe cristiana.

Próximamente, con la ayuda de Dios, publicaré algunas reflexiones suscitadas por la lectura de varios estimulantes artículos de Stanley Jaki.

miércoles, abril 21, 2010

Pedofilia y objetividad periodística

Carta a “El País” en respuesta a un artículo de Gerardo Sotelo


Daniel Iglesias Grèzes

Estimado Sr. Director:

El artículo de Gerardo Sotelo en el número de “El País” de fecha 20/04/2010 aborda el escándalo de los casos de pedofilia dentro del clero católico de un modo que considero muy cuestionable y preocupante. Todo acto pedófilo, sea quien sea el culpable, debe ser condenado enérgicamente. No obstante, sin atenuar ni un ápice esa condena, también merece rechazo el intento de utilizar el escándalo mencionado con fines anticatólicos. Lamentablemente, buena parte de la prensa mundial se está prestando a esa clase de intentos. Es posible percibir esto comparando las diferencias cuantitativas y cualitativas entre los respectivos tratamientos que un mismo medio de prensa da a los actos de pedofilia cometidos por sacerdotes católicos y los actos de pedofilia cometidos por cualquier otra persona. El artículo de Sotelo, pese a su brevedad, ejemplifica bien ambos tipos de diferencias.

Consideremos en primer lugar las diferencias cualitativas. Éstas se manifiestan cuando periodistas habitualmente competentes y objetivos, al tratar el tema de los sacerdotes pedófilos, incurren en exageraciones, generalizaciones indebidas, informes tendenciosos, datos no comprobados, juicios temerarios y hasta verdaderas calumnias.

Sotelo exagera, generaliza indebidamente y calumnia a todos los católicos al escribir lo siguiente: “El escándalo involucra a toda la Iglesia Católica, que ha ocultado, tolerado y en muchos casos vuelto a poner en contacto con niños, a los sacerdotes abusadores.” Es obvio que muchos millones de católicos (clérigos y laicos) no hemos hecho nada de lo que Sotelo nos acusa de haber hecho. También es evidente para cualquiera que se haya informado más o menos profundamente de este asunto que sólo algunos obispos manejaron de un modo inadecuado el problema de los sacerdotes pedófilos y que sólo algunos de esos manejos inadecuados pueden ser calificados con justicia de ocultamiento y tolerancia. No está de más señalar que no todos los sacerdotes acusados de pedofilia son culpables y que, aún cuando son culpables, no siempre se cuenta con pruebas suficientes para demostrar su culpabilidad. Sobre todo en los últimos veinte años, al tomarse una mayor conciencia de la magnitud de este problema, la Iglesia Católica, siguiendo las directivas de los últimos dos Papas, ha hecho un gran esfuerzo para combatir la lacra de la pequeña minoría pedófila dentro del clero, tomando muchas medidas adecuadas, que ya empiezan a dar resultados. Gracias a Dios, los nuevos casos denunciados están en franca disminución y casi todos los casos señalados por la prensa últimamente corresponden a hechos ocurridos hace 20, 30, 40 o más años.

Sotelo informa de un modo tendencioso al escribir lo siguiente: “El propio Papa Benedicto es acusado de haber dado hospedaje a un sacerdote pedófilo y asignarlo luego a una parroquia donde volvió a cometer el mismo crimen.” Sotelo no informa que ese sacerdote fue transferido de Essen a Munich para que pudiera someterse a una terapia ni que la posterior asignación de ese sacerdote a una parroquia fue una decisión del vicario general Gerhard Gruber, quien ha asumido la responsabilidad de ese error, no del Cardenal Ratzinger, entonces Arzobispo de Munich. Es claro que en una arquidiócesis enorme como la de Munich, con miles de sacerdotes, no todas las decisiones son tomadas por el Arzobispo.

Sotelo acusa sin ofrecer pruebas al escribir lo siguiente: “Nicolás Cotugno pretendió alejar el escándalo diciendo que en su diócesis no hay denuncias de este tipo, pero no es cierto.”

Sotelo también delata su falta de objetividad en este caso al escribir lo siguiente: “Como señala el ex sacerdote Leonardo Boff, perseguido por Joseph Ratzinger a causa de sus posiciones heterodoxas en materia teológica…” Parece claro que el término “perseguido” pretende insinuar que L. Boff fue víctima de medidas injustas. “Sancionado” habría sido un término más exacto y ecuánime.

Además, Sotelo parece adherirse a la “terapia” propuesta por L. Boff: la abolición del celibato sacerdotal. En realidad, no hay ninguna prueba científica que relacione el celibato con la pedofilia; y es más que dudoso que el matrimonio de los sacerdotes pudiera eliminar o atenuar el problema de la pedofilia en el clero. Baste pensar que el porcentaje de pedófilos entre los hombres casados es superior al que se da entre los sacerdotes católicos célibes.

Y así entramos en el tema de las diferencias cuantitativas. Llama poderosamente la atención de los observadores imparciales el hecho de que la gran prensa mundial otorgue una cobertura mil veces mayor a los casos de los sacerdotes católicos pedófilos que a todos los demás casos juntos, pese a que estos últimos son mil veces más numerosos que los primeros. Tomando en cuenta ambos factores, resulta una desproporción enorme, de 1.000.000 a 1. Es decir, un caso cualquiera de pedofilia dentro del clero católico (o de instituciones católicas) recibe, en promedio, una atención un millón de veces mayor en la gran prensa que un caso cualquiera de pedofilia fuera de ese ámbito. Si esta gran cobertura periodística estuviera motivada principalmente por la voluntad de combatir la pedofilia, no se explicaría por qué se dedica tanta atención a algunas víctimas y tan poca a todas las demás.

Pues he aquí que Sotelo, quizás sin darse cuenta, nos ofrece una excelente explicación de esta desproporción llamativa, que cabe catalogar como “indignación selectiva”. Comentando unas expresiones de Mons. Nicolás Cotugno, Arzobispo de Montevideo, que aludían precisamente a la desproporción que venimos analizando, Sotelo escribió lo siguiente: “Pero si la ecuanimidad y la ponderación no parecen ser los mayores atributos del arzobispo, las valoraciones estadísticas tampoco lo ayudan. Aún suponiendo que hay curas abusadores y obispos encubridores en un porcentaje similar al de otros profesionales que traicionan su misión, como los policías corruptos o los periodistas mentirosos, ninguna profesión presume tener la única llave que abre y cierra las puertas del paraíso ni de actuar inspirados por el Espíritu Santo.”

O sea que, según Sotelo, al juzgar a la Iglesia Católica como colectividad (no a sus integrantes individuales), los números no importan. Un solo caso de un sacerdote católico pedófilo, parece decir Sotelo, es mucho más grave que cientos de otros casos de pedofilia cuyos culpables son docentes, médicos, concubinos, ministros de otras religiones, etc., porque el catolicismo se presenta como la única religión verdadera e incluye la fe en la santidad de la Iglesia. A partir de aquí, ¿será muy suspicaz de nuestra parte sospechar que muchos periodistas encuentran un secreto deleite en descargar sobre toda la Iglesia Católica la culpa del escándalo de los sacerdotes pedófilos, para arrojar dudas sobre la autoridad religiosa y moral de la Iglesia? ¿No es posible percibir aquí una especie de discriminación anticatólica en marcha? Porque es evidente que toda religión (no sólo la católica) pretende ser verdadera y también que los católicos creemos que la Iglesia es santa porque Dios es santo, no porque todos los católicos seamos santos, que no lo somos (es decir, no todos).

martes, abril 20, 2010

Homilía ante la Pontificia Comisión Bíblica (Benedicto XVI)


(Homilía pronunciada por el Papa el jueves 15 de abril de 2010, a primera hora de la mañana, en la Capilla Paulina en el Vaticano, durante una Misa con los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica).
Queridos hermanos y hermanas, no he tenido tiempo para preparar una verdadera homilía. Solamente quiero invitar a cada uno de ustedes a una meditación personal, proponiendo y subrayando algunas frases de la liturgia de hoy, que se ofrecen al diálogo orante entre nosotros y la Palabra de Dios. La palabra, la frase que quiero proponer a la meditación común es esta gran afirmación de san Pedro: "es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5,29). San Pedro está frente a la suprema institución religiosa, a la que normalmente debería obedecer, pero Dios está por encima de esta institución y le ha dado otra "orden": debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios es la libertad, la obediencia a Dios le da la libertad de oponerse a la institución.
Aquí los exégetas atraen nuestra atención sobre el hecho que la respuesta de san Pedro al Sanedrín es hasta casi "ad verbum" idéntica a la respuesta de Sócrates al tribunal ateniense que lo juzga. El tribunal le ofrece la libertad, la liberación, pero con la condición de que no continúe buscando a Dios. Pero buscar a Dios, la búsqueda de Dios es para él un mandato superior, ya que viene de Dios mismo. Y una libertad comprada con la renuncia al camino hacia Dios ya no es más libertad. En consecuencia, no debe obedecer a estos jueces –no debe comprar su vida perdiéndose a sí mismo–, sino que debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios tiene el primado.
Aquí es importante subrayar que se trata de la obediencia y que es precisamente la obediencia lo que da libertad. La época moderna ha hablado de la liberación del hombre, de su plena autonomía, en consecuencia también de la liberación de la obediencia a Dios. La obediencia no debería existir más: el hombre es libre, el hombre es autónomo y nada más. Pero esta autonomía es una mentira: es una mentira ontológica, porque el hombre no existe a partir de sí mismo. También es una mentira política y práctica, porque es necesaria la colaboración, el compartir la libertad. Y si Dios no existe, si Dios no es una instancia accesible al hombre, entonces sólo queda como instancia suprema el consenso de la mayoría. En este sentido, el consenso de la mayoría se convierte en la palabra última a la que debemos obedecer. Y este consenso –lo sabemos desde la historia del siglo pasado– puede ser también un "consenso en el mal".
Así vemos que la llamada autonomía no libera verdaderamente al hombre. Obedecer a Dios es la libertad, porque es la verdad, es la instancia que se pone frente a todas las instancias humanas. En la historia de la humanidad estas palabras de Pedro y de Sócrates son el verdadero faro de la liberación del hombre, que sabe ver a Dios y, en nombre de Dios, puede y debe obedecer no tanto a los hombres, sino a Él y liberarse así del positivismo de la obediencia humana. Las dictaduras han estado siempre en contra de esta obediencia a Dios. La dictadura nazi, al igual que la marxista, no pueden aceptar a un Dios que está por encima del poder ideológico. Por eso la libertad de los mártires, que reconocen a Dios, justamente en la obediencia al poder divino, es siempre el acto de liberación en el que llega a nosotros la libertad de Cristo.
Hoy, gracias a Dios, no vivimos bajo dictaduras, pero existen formas sutiles de dictadura: un conformismo que se torna obligatorio, pensar como piensan todos, actuar como actúan todos, y las sutiles agresiones contra la Iglesia, o también las menos sutiles, demuestran cómo este conformismo puede ser realmente una verdadera dictadura. Para nosotros vale esto: se debe obedecer más a Dios que a los hombres. Pero esto supone que conocemos realmente a Dios y que queremos obedecerle verdaderamente a Él. Dios no es un pretexto para la propia voluntad, sino que es realmente Él quien nos llama y nos invita, si fuese necesario, también al martirio. Por eso, confrontados con esta palabra que inicia una nueva historia de libertad en el mundo, rogamos sobre todo poder conocer a Dios, conocer humilde y verdaderamente a Dios, y al conocer a Dios, aprender la verdadera obediencia que es el fundamento de la libertad humana.
Tomemos una segunda palabra de la primera lectura, en la que san Pedro dice que Dios ha ensalzado a Cristo a su derecha como jefe y salvador (cfr. v. 31). Jefe es traducción del término griego "archegos", el cual implica una visión mucho más dinámica: "archegos" es el que muestra la senda, es el que precede, es un movimiento, un movimiento hacia lo alto. Dios lo ha ensalzado a su derecha. Entonces hablar de Cristo como "archegos" quiere decir que Cristo camina delante de nosotros, nos precede, nos muestra la senda. Por eso, estar en comunión con Cristo es estar en un camino, subir con Cristo, es seguimiento de Cristo, es esta subida a lo alto, es seguir al "archegos", al que ya ha pasado, el que nos precede y nos muestra la senda.
Aquí, evidentemente, es importante que se nos diga adónde arriba Cristo y adónde debemos arribar también nosotros: "hypsosen" –en lo alto–, subir a la derecha del Padre. Seguimiento de Cristo no es solamente imitación de sus virtudes, no sólo es vivir en este mundo, en cuanto nos es posible asemejándonos a Cristo, según su palabra, sino que es un camino que tiene una meta. Esta meta es la derecha del Padre. Éste es el camino de Jesús, este seguimiento de Jesús que termina a la derecha del Padre. Al horizonte de tal seguimiento pertenece todo el camino de Jesús, también el arribar a la derecha del Padre.
En este sentido, la meta de este camino es la vida eterna a la derecha del Padre en comunión con Cristo. Hoy muchas veces tenemos un poco de miedo de hablar de la vida eterna. Hablamos de las cosas que son útiles para el mundo, mostramos que el cristianismo ayuda también a mejorar el mundo, pero no nos atrevemos a decir que su meta es la vida eterna y que desde tal meta provienen los criterios de la vida. Debemos volver a entender que el cristianismo permanece como un "fragmento" si no pensamos en esta meta, por eso queremos seguir al "archegos" hasta las alturas donde se encuentra Dios, a la gloria del Hijo que nos hace hijos en el Hijo, y debemos reconocer de nuevo que el cristianismo revela todo su sentido sólo en la gran perspectiva de la vida eterna. Debemos tener el valor, la alegría, la gran esperanza de que la vida eterna existe, que es la verdadera vida y que desde esta vida verdadera viene la luz que ilumina también a este mundo.
Si se puede decir, aun prescindiendo de la vida eterna y del Cielo prometido, que es mejor vivir según los criterios cristianos, porque vivir según la verdad y el amor -también bajo tantas persecuciones- es en sí mismo bueno y mejor que todo lo demás, es precisamente esta voluntad de vivir según la verdad y según el amor la que debe abrirse también a toda la amplitud del proyecto de Dios con nosotros, a la valentía de tener ya la alegría en la esperanza de la vida eterna, de la subida siguiendo a nuestro "archegos". Y "Soter" es el Salvador, el que nos salva de la ignorancia respecto a las cosas últimas. El Salvador nos salva de la soledad, nos salva de un vacío que queda en la vida sin la eternidad, nos salva dándonos el amor en su plenitud. Él es el guía. Cristo, el "archegos", nos salva dándonos la luz, dándonos la verdad, dándonos el amor de Dios.
Vayamos luego a otro versículo: Cristo, el Salvador, ha dado a Israel la conversión y el perdón de los pecados (v. 31) –en el texto griego el término es "metanoia"–, le ha dado la penitencia y el perdón de los pecados. Para mí, ésta es una observación muy importante: la penitencia es una gracia. Hay una corriente en la exégesis que dice: Jesús en Galilea habría anunciado una gracia sin condiciones, absolutamente incondicionada, en consecuencia también sin penitencia, la gracia como tal, sin condicionamientos humanos. Pero ésta es una falsa interpretación de la gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que nosotros reconozcamos nuestro pecado, es una gracia que sepamos que tenemos necesidad de renovación, de cambio, de una transformación de nuestro ser.
Penitencia, poder hacer penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es una gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es decir, reconocer cuánto está errado en nuestra vida, abrirse al perdón, prepararse al perdón y dejarse transformar. El dolor de la penitencia, es decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es gracia, porque es renovación, porque es obra de la misericordia divina. Estas dos cosas que dice san Pedro –penitencia y perdón– corresponden al comienzo de la predicación de Jesús: "metanoeite", convertíos (cfr. Mc 1,15). En consecuencia, éste es el punto fundamental: la "metanoia" no es una cosa privada, que podría ser sustituida por la gracia, sino que la "metanoia" es el arribo de la gracia que nos transforma.
Por último, una palabra del Evangelio, donde se nos dice que el que cree tendrá la vida eterna (cfr. Jn 3,36). En la fe, en este "transformarse" que la penitencia nos regala, en esta conversión, en esta nueva senda del vivir, arribamos a la vida, a la verdadera vida. Aquí me vienen a la mente otros dos textos. En la "Oración sacerdotal" el Señor dice: ésta es la vida, conocerte a Ti y al que Tú has consagrado (cfr. Jn 17,3). Conocer lo esencial, conocer a la Persona decisiva, conocer a Dios y a su Enviado es vida, vida y conocimiento, conocimiento de realidades que son la vida. El otro texto es la respuesta del Señor a los saduceos respecto a la resurrección, cuando a partir de los libros de Moisés el Señor prueba el hecho de la resurrección, diciendo: Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cfr. Mt 22,31-32; Mc 12,26-27; Lc 20,37-38). Dios no es Dios de muertos. Si Dios es Dios de estos últimos, ellos están vivos. Quien está inscrito en el nombre de Dios vive, participa en la vida de Dios. En este sentido, creer es estar inscrito en el nombre de Dios. Por eso estamos vivos. Quien pertenece al nombre de Dios no es un muerto, pertenece al Dios viviente. En este sentido debemos entender el dinamismo de la fe, que es un inscribir nuestro nombre en el nombre de Dios y, de este modo, es un entrar en la vida.
Recemos al Señor para que suceda esto y realmente conozcamos a Dios con nuestra vida, conozcamos a Dios para que nuestro nombre entre en el nombre de Dios y nuestra existencia se convierta en vida verdadera: vida eterna, amor y verdad.
Traducción al español de José Arturo Quarracino, Buenos Aires, Argentina.

Fuente: http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1342930?sp=y

lunes, abril 19, 2010

Homilía en la Vigilia Pascual de 2010 (Benedicto XVI)


(Vigilia Pascual en la noche santa, Homilía del Santo Padre Benedicto XVI, Basílica Vaticana, Sábado Santo, 3 de abril de 2010).

Queridos hermanos y hermanas:

Una antigua leyenda judía tomada del libro apócrifo «La vida de Adán y Eva» cuenta que Adán, en la enfermedad que le llevaría a la muerte, mandó a su hijo Set, junto con Eva, a la región del Paraíso para traer el aceite de la misericordia, de modo que le ungiesen con él y sanara. Después de tantas oraciones y llanto de los dos en busca del árbol de la vida, se les apareció el arcángel Miguel para decirles que no conseguirían el óleo del árbol de la misericordia, y que Adán tendría que morir. Algunos lectores cristianos han añadido posteriormente a esta comunicación del arcángel una palabra de consuelo. El arcángel habría dicho que, después de 5.500 años, vendría el Rey bondadoso, Cristo, el Hijo de Dios, y ungiría con el óleo de su misericordia a todos los que creyeran en él: «El óleo de la misericordia se dará de eternidad en eternidad a cuantos renaciesen por el agua y el Espíritu Santo. Entonces, el Hijo de Dios, rico en amor, Cristo, descenderá en las profundidades de la tierra y llevará a tu padre al Paraíso, junto al árbol de la misericordia». En esta leyenda puede verse toda la aflicción del hombre ante el destino de enfermedad, dolor y muerte que se le ha impuesto. Se pone en evidencia la resistencia que el hombre opone a la muerte. En alguna parte —han pensado repetidamente los hombres— deberá haber una hierba medicinal contra la muerte. Antes o después, se deberá poder encontrar una medicina, no sólo contra esta o aquella enfermedad, sino contra la verdadera fatalidad, contra la muerte. En suma, debería existir la medicina de la inmortalidad. También hoy los hombres están buscando una sustancia curativa de este tipo. También la ciencia médica actual está tratando, si no de evitar propiamente la muerte, sí de eliminar el mayor número posible de sus causas, de posponerla cada vez más, de ofrecer una vida cada vez mejor y más longeva. Pero, reflexionemos un momento: ¿qué ocurriría realmente si se lograra, tal vez no evitar la muerte, pero sí retrasarla indefinidamente y alcanzar una edad de varios cientos de años? ¿Sería bueno esto? La humanidad envejecería de manera extraordinaria, y ya no habría espacio para la juventud. Se apagaría la capacidad de innovación y una vida interminable, en vez de un paraíso, sería más bien una condena. La verdadera hierba medicinal contra la muerte debería ser diversa. No debería llevar sólo a prolongar indefinidamente esta vida actual. Debería más bien transformar nuestra vida desde dentro. Crear en nosotros una vida nueva, verdaderamente capaz de eternidad, transformarnos de tal manera que no se acabara con la muerte, sino que comenzara en plenitud sólo con ella. Lo nuevo y emocionante del mensaje cristiano, del Evangelio de Jesucristo era, y lo es aún, esto que se nos dice: sí, esta hierba medicinal contra la muerte, este fármaco de inmortalidad existe. Se ha encontrado. Es accesible. Esta medicina se nos da en el Bautismo. Una vida nueva comienza en nosotros, una vida nueva que madura en la fe y que no es truncada con la muerte de la antigua vida, sino que sólo entonces sale plenamente a la luz.

Ante esto, algunos, tal vez muchos, responderán: ciertamente oigo el mensaje, sólo que me falta la fe. Y también quien desea creer preguntará: ¿Es realmente así? ¿Cómo nos lo podemos imaginar? ¿Cómo se desarrolla esta transformación de la vieja vida, de modo que se forme en ella la vida nueva que no conoce la muerte? Una vez más, un antiguo escrito judío puede ayudarnos a hacernos una idea de ese proceso misterioso que comienza en nosotros con el Bautismo. En él, se cuenta cómo el antepasado Henoc fue arrebatado por Dios hasta su trono. Pero él se asustó ante las gloriosas potestades angélicas y, en su debilidad humana, no pudo contemplar el rostro de Dios. «Entonces —prosigue el libro de Henoc— Dios dijo a Miguel: “Toma a Henoc y quítale sus ropas terrenas. Úngelo con óleo suave y revístelo con vestiduras de gloria”. Y Miguel quitó mis vestidos, me ungió con óleo suave, y este óleo era más que una luz radiante... Su esplendor se parecía a los rayos del sol. Cuando me miré, me di cuenta de que era como uno de los seres gloriosos» (Ph. Rech, Inbild des Kosmos, II 524).

Precisamente esto, el ser revestido con los nuevos indumentos de Dios, es lo que sucede en el Bautismo; así nos dice la fe cristiana. Naturalmente, este cambio de vestidura es un proceso que dura toda la vida. Lo que ocurre en el Bautismo es el comienzo de un camino que abarca toda nuestra existencia, que nos hace capaces de eternidad, de manera que con el vestido de luz de Cristo podamos comparecer en presencia de Dios y vivir por siempre con Él.

En el rito del Bautismo hay dos elementos en los que se expresa este acontecimiento, y en los que se pone también de manifiesto su necesidad para el transcurso de nuestra vida. Ante todo, tenemos el rito de las renuncias y promesas. En la Iglesia antigua, el bautizando se volvía hacia el occidente, símbolo de las tinieblas, del ocaso del sol, de la muerte y, por tanto, del dominio del pecado. Miraba en esa dirección y pronunciaba un triple «no»: al demonio, a sus pompas y al pecado. Con esta extraña palabra, «pompas», es decir, la suntuosidad del diablo, se indicaba el esplendor del antiguo culto de los dioses y del antiguo teatro, en el que se sentía gusto viendo a personas vivas desgarradas por bestias feroces. Con este «no» se rechazaba un tipo de cultura que encadenaba al hombre a la adoración del poder, al mundo de la codicia, a la mentira, a la crueldad. Era un acto de liberación respecto a la imposición de una forma de vida, que se presentaba como placer y que, sin embargo, impulsaba a la destrucción de lo mejor que tiene el hombre. Esta renuncia —sin tantos gestos externos— sigue siendo también hoy una parte esencial del Bautismo. En él, quitamos las «viejas vestiduras» con las que no se puede estar ante Dios. Dicho mejor aún, empezamos a despojarnos de ellas. En efecto, esta renuncia es una promesa en la cual damos la mano a Cristo, para que Él nos guíe y nos revista. Lo que son estas «vestiduras» que dejamos y la promesa que hacemos, lo vemos claramente cuando leemos, en el quinto capítulo de la Carta a los Gálatas, lo que Pablo llama «obras de la carne», término que significa precisamente las viejas vestiduras que se han de abandonar. Pablo las llama así: «fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo» (Ga 5,19ss.). Éstas son las vestiduras que dejamos; son vestiduras de la muerte.

En la Iglesia antigua, el bautizando se volvía después hacia el oriente, símbolo de la luz, símbolo del nuevo sol de la historia, del nuevo sol que surge, símbolo de Cristo. El bautizando determina la nueva orientación de su vida: la fe en el Dios trinitario al que él se entrega. Así, Dios mismo nos viste con indumentos de luz, con el vestido de la vida. Pablo llama a estas nuevas «vestiduras» «frutos del Espíritu» y las describe con las siguientes palabras: «Amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí» (Ga 5,22).

En la Iglesia antigua, el bautizando era a continuación desvestido realmente de sus ropas. Descendía en la fuente bautismal y se le sumergía tres veces; era un símbolo de la muerte que expresa toda la radicalidad de dicho despojo y del cambio de vestiduras. Esta vida, que en todo caso está destinada a la muerte, el bautizando la entrega a la muerte, junto con Cristo, y se deja llevar y levantar por Él a la vida nueva que lo transforma para la eternidad. Luego, al salir de las aguas bautismales, los neófitos eran revestidos de blanco, el vestido de luz de Dios, y recibían una vela encendida como signo de la vida nueva en la luz, que Dios mismo había encendido en ellos. Lo sabían, habían obtenido el fármaco de la inmortalidad, que ahora, en el momento de recibir la santa comunión, tomaba plenamente forma. En ella recibimos el Cuerpo del Señor resucitado y nosotros mismos somos incorporados a este Cuerpo, de manera que estamos ya resguardados en Aquel que ha vencido a la muerte y nos guía a través de la muerte.

En el curso de los siglos, los símbolos se han ido haciendo más escasos, pero lo que acontece esencialmente en el Bautismo ha permanecido igual. No es solamente un lavado, y menos aún una acogida un tanto compleja en una nueva asociación. Es muerte y resurrección, renacimiento a la vida nueva.

Sí, la hierba medicinal contra la muerte existe. Cristo es el árbol de la vida hecho de nuevo accesible. Si nos atenemos a Él, entonces estamos en la vida. Por eso cantaremos en esta noche de la resurrección, de todo corazón, el aleluya, el canto de la alegría que no precisa palabras. Por eso, Pablo puede decir a los Filipenses: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres» (Flp 4,4). No se puede ordenar la alegría. Sólo se la puede dar. El Señor resucitado nos da la alegría: la verdadera vida. Estamos ya cobijados para siempre en el amor de Aquel a quien ha sido dado todo poder en el cielo y sobre la tierra (cf. Mt 28,18). Por eso pedimos, seguros de ser escuchados, con la oración sobre las ofrendas que la Iglesia eleva en esta noche: “Escucha, Señor, la oración de tu pueblo y acepta sus ofrendas, para que aquello que ha comenzado con los misterios pascuales nos ayude, por obra tuya, como medicina para la eternidad. Amén.”

Fuente:
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/homilies/2010/documents/hf_ben-xvi_hom_20100403_veglia-pasquale_sp.html

domingo, abril 18, 2010

El problema del pecado en la Iglesia


Daniel Iglesias Grèzes

La existencia del pecado en la Iglesia no contradice la doctrina católica sino que la confirma. Los cristianos creemos que Jesús murió en la cruz "por nuestra causa", "por nuestros pecados" (*); también creemos que la Iglesia es a la vez santa y necesitada de purificación. Para comprender esto, es necesario realizar las siguientes distinciones:

· Sólo Dios uno y trino es absolutamente santo. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, santifica a los cristianos. Sin embargo, sólo Dios es santo en un sentido primero y original. Los cristianos son santos en un sentido segundo y derivado.
· La Iglesia celestial ya no está necesitada de purificación. En el Cielo los cristianos participan de la gloria y de la santidad del mismo Dios. Conocen y aman como Dios conoce y ama.
· En la Iglesia terrestre hay "santos" (cristianos en estado de gracia) y "pecadores" (cristianos en estado de pecado mortal). En este sentido de la palabra "pecador" -que es su sentido más propio- sólo algunos cristianos son pecadores. Distinguir con certeza plena quiénes son en la Iglesia los santos y quiénes los pecadores supera la capacidad del hombre. Esto es una prerrogativa del juicio de Dios.
· En la vida de cada cristiano hay gracia y pecado, actos buenos y malos. Debemos reconocer con humildad nuestras culpas, arrepentirnos sinceramente de ellas y confiar en la misericordia de Dios, que hace sobreabundar la gracia allí donde abundó el pecado.

De hecho los hijos de la Iglesia han pecado a lo largo de la historia. No se debe minimizar estas culpas, pero sólo Dios puede juzgarlas absolutamente. La Iglesia católica reconoce las culpas de sus hijos y pide perdón a Dios y a los hombres por ellas. Al parecer, muchas de las otras iglesias, religiones, naciones, ideologías, etc. no han hecho otro tanto, aunque también deberían hacerlo.

Sin embargo, en honor a la verdad histórica, se debe rechazar las "leyendas negras" anticatólicas. Éstas pueden ser clasificadas en dos grandes grupos:

· Exageraciones a partir de abusos reales: muchos críticos anti-católicos exageran enormemente los abusos cometidos en la Inquisición, las Cruzadas, la conquista de América por parte de España, etc. También suelen hacer generalizaciones indebidas a partir de errores puntuales, como el del caso Galileo.
· Falsedades: el supuesto antisemitismo del Papa Pío XII, la presunta responsabilidad de la moral sexual católica en la propagación del hambre y el SIDA, la presunta responsabilidad de la Iglesia en los abusos contra los derechos humanos de las dictaduras militares latinoamericanas de los años setenta, la supuesta alianza histórica de la Iglesia con los poderosos en la lucha de clases, etc.

Por otra parte, no se debe sobrevalorar los pecados cometidos por miembros individuales de la Iglesia (por ejemplo, los casos de clérigos culpables de violaciones). Juzgar a la Iglesia por los actos malos cometidos por algunos de sus miembros es una generalización indebida.

Los pecados de los hijos de la Iglesia no proceden de la fe cristiana sino de su negación práctica. Son contrarios al Evangelio, a la verdad revelada por Dios en Cristo. Hay quienes van a Misa todos los domingos y son malos católicos. Pero es crucial comprender que no son malos católicos porque van a Misa, sino a pesar de que van a Misa. No ocurre otro tanto con las ideologías (liberalismo individualista, colectivismo marxista, etc.). Los crímenes de estas ideologías no son meros accidentes históricos, sino que dimanan de su misma esencia. Provienen necesariamente de ellas del mismo modo que una conclusión se deriva de unas determinadas premisas.

En la historia de la Iglesia Católica abunda el pecado, pero sobreabunda la gracia. La Iglesia ha permanecido fiel a Jesucristo y ha dado en todo tiempo un testimonio creíble de Él. Por la gracia de Dios, la Iglesia ha sido en todas las épocas -incluso las más turbulentas- la Esposa inmaculada del Cordero. Es nuestra tarea y nuestra responsabilidad histórica hacer que en su rostro resplandezca cada vez más claramente la belleza de Cristo resucitado, Luz de las gentes.

Fuente: Daniel Iglesias Grèzes, Razones para nuestra esperanza. Escritos de apologética católica, Centro Cultural Católico “Fe y Razón”, Montevideo 2009, 3ª edición, Capítulo 19.

*) Nota del autor: Obviamente este “nosotros” no se limita a los cristianos, sino que los incluye, abarcando a toda la humanidad.

martes, abril 13, 2010

La fe reafirmada (Daniel Iglesias - Néstor Martínez)

Reproduzco aquí nuestra respuesta a un artículo anticatólico publicado por un semanario uruguayo durante la pasada Semana Santa. Por favor haga clic sobre el título de esta entrada.

martes, abril 06, 2010

La devoción a San José


Daniel Iglesias Grèzes

En 1962, durante la primera sesión del Concilio Vaticano II, el Beato Papa Juan XXIII dispuso la inserción del nombre de San José en el Canon Romano de la Misa, lo cual desató inesperadamente un vendaval de críticas de parte del sector “progresista” de la Iglesia, que empezaba a tomar fuerza por ese entonces. Algunas de esas críticas apuntaban a una cuestión de forma: se entendía que, en pleno Concilio Ecuménico, no era conveniente que el Papa tomara una decisión de ese tipo por motu proprio, sin consultar al Concilio. No es muy aventurado ver en este episodio un fruto del espíritu “conciliarista” que estaba germinando en algunos sectores eclesiales, espíritu que tendía a dar una importancia exagerada al colegio de los obispos en detrimento del primado del Papa. Gestos desconsiderados hacia la autoridad papal, como el que estamos comentando, causaron más de un disgusto al “Papa bueno”.

Otras críticas emitidas con ocasión de la mencionada resolución de Juan XXIII se referían a su mismo contenido: la devoción a San José. Véase, por ejemplo: Yves M.-J. Congar op, Vatican II. Le Concile au jour le jour, Éditions du Cerf, Paris 1963, pp. 122-125. En el capítulo titulado “A propósito de la devoción a San José”, Congar, uno de los teólogos más influyentes de esa época, alertó contra el peligro de deformación de la devoción a San José, en el sentido de un posible apartamiento del cristo-centrismo debido en la piedad cristiana. Allí Congar escribió entre otras cosas lo siguiente:

“Nosotros mismos hemos sido educados en esta devoción [a San José]. No hemos renegado de nada. Sin embargo, para ella como para tantas cosas, “quando factus sum vir, evacuavi quae erant parvuli”, convertido en hombre, he eliminado lo que era pueril (1 Cor 12,11). Este pasaje de lo infantil al carácter adulto ha representado sobre todo para nosotros un pasaje del sentimiento puro, bastante humano, a un sentido de la economía salvífica alimentado de la Sagrada Escritura.” (la traducción del francés es mía).

Pienso que Congar, desde una pretendida “fe adulta”, insinúa aquí una actitud de desdén por la religiosidad popular. Lamentablemente, esa actitud se difundió mucho entre los intelectuales católicos “progresistas” en los años sesenta y setenta del siglo pasado, y generó una especie de brecha (o fosa) entre la religiosidad de la mayor parte del pueblo católico y la de buena parte de sus pastores. Causa perplejidad que a menudo los mismos católicos que eran reacios a denunciar explícita y enérgicamente los peligros del marxismo (por ejemplo), denunciaran con tanta preocupación los peligros existentes en torno a nada menos que… ¡la devoción a San José! ¡Tanto irenismo en la “apertura al mundo” y tanta beligerancia al interior de la Iglesia! No parece que la devoción a San José pueda dar mucho pie a desviaciones graves. Más bien los pastores de la Iglesia deberían preocuparse hoy por la falta de toda devoción en gran parte del pueblo católico. Alguien ha escrito que, desde el punto de vista de la evangelización, la gran tarea de nuestra época se asemeja mucho más a irrigar desiertos que a podar selvas. El influjo secularizante de tantos católicos “progresistas” ha contribuido bastante a esta situación.

Por intercesión de San José, Custodio del Redentor, ruego a Dios por todos nosotros, para que recuperemos un mayor sentido de lo sagrado y una piedad más afectiva.