domingo, abril 22, 2007

La violencia legítima

Daniel Iglesias Grèzes

1) Introducción.

En un mundo perfecto no existiría la violencia. Sin embargo, la moral católica admite algunas formas de violencia legítima. Veremos que todas esas formas tienen una “estructura común” y deben cumplir condiciones análogas para ser moralmente válidas.

El ser humano es esencialmente un ser individual y social a la vez. Es posible agrupar las formas de violencia legítima en los siguientes cuatro casos:

a) Violencia legítima entre individuos: es el caso de la legítima defensa en sentido estricto.
b) Violencia legítima entre sociedades: es el caso que recibe tradicionalmente el nombre de “guerra justa” (y que quizás sería mejor llamar “guerra defensiva”).
c) Violencia legítima de la sociedad frente al individuo: en este apartado podemos incluir las diversas formas legítimas de coacción que el Estado puede ejercer para mantener la ley y el orden, sobre todo el uso legítimo de la fuerza policial y la fuerza carcelaria. También aquí se inscribe la cuestión, que más adelante discutiremos, de la pena de muerte.
d) Violencia legítima del individuo frente a la sociedad: es el caso de la legítima insurrección contra un gobierno tiránico.

La primera tesis que intentaremos probar es que los tres últimos casos son semejantes al primero, de tal modo que entre los cuatro conforman una estructura general que podríamos denominar “legítima defensa en sentido amplio”.

2) La doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica.

En este apartado citaremos los textos del Catecismo de la Iglesia Católica referidos a las cuatro formas de violencia legítima:

a) Sobre la legítima defensa.
“La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. ‘La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no’ (S. Tomás de Aquino, S. Th. 2-2, 64, 7).
El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:
‘Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita... y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro’ (S. Tomás de Aquino, S. Th. 2-2, 64, 7).
La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad.”
(nn. 2263-2265).

b) Sobre la “guerra justa”.
“El quinto mandamiento condena la destrucción voluntaria de la vida humana. A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra (cf. GS 81, 4).
Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras.
Sin embargo, ‘mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa’ (GS 79, 4).
Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:
– Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
– Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
– Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
– Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.
Éstos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la ‘guerra justa’.
La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.”
(nn. 2307-2309).

c) Sobre el poder coactivo del Estado y las penas aplicadas a los delincuentes.
“La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte. Por motivos análogos quienes poseen la autoridad tienen el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo.
Las penas tienen como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, tiene un valor de expiación. La pena tiene como efecto, además, preservar el orden público y la seguridad de las personas. Finalmente, tiene también un valor medicinal, puesto que debe, en la medida de lo posible, contribuir a la enmienda del culpable (cf. Lc 23, 40-43).
Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.”
(nn. 2266-2267).

d) Sobre la insurrección contra la tiranía.
“El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. ‘Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’ (Mt 22, 21). ‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres’ (Hch 5, 29).
‘Cuando la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien común; pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de esta autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.’ (GS 74, 5).
La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores.”
(nn.2242-2243).

3) La analogía entre los cuatro casos de violencia legítima.

Es clara la existencia de una analogía entre los cuatro textos citados en lo referente a las condiciones que se deben cumplir para que pueda hablarse de un recurso legítimo a la violencia.

a) En todos los casos, la violencia lícita es una forma de legítima defensa contra una agresión injusta, grave y cierta. Además tal agresión, salvo en el caso de la pena de muerte, debe ser actual.
b) En todos los casos, la violencia lícita es un último recurso; o sea, sólo es lícito recurrir a la violencia cuando todos los recursos no violentos sean ineficaces.
c) En todos los casos, la violencia lícita es proporcionada a la agresión; o sea, no debe provocar daños mayores que el que se pretendía evitar.
d) Además, en los dos casos de violencia legítima contra una sociedad (“guerra justa” y resistencia a la opresión del gobierno), se añade otra condición: que haya expectativas fundadas de éxito.

Por otra parte, los textos citados indican que el cumplimiento de estas condiciones de moralidad debe ser evaluado en forma estricta o rigurosa, no laxista.

Se puede decir, pues, que todos los casos de violencia legítima son casos de legítima defensa en sentido amplio.

4) Dos desarrollos doctrinales recientes.

Existe un desarrollo histórico de la doctrina cristiana. Podemos establecer una analogía entre dicho desarrollo y el crecimiento de un ser vivo, que se desarrolla en el tiempo manteniendo su identidad sustancial.

En este apartado veremos que en el reciente Magisterio de la Iglesia se puede constatar la existencia de un desarrollo de la doctrina moral cristiana en lo referente a dos de los casos expuestos: el de la pena de muerte y el de la resistencia violenta a la opresión gubernamental.

Consideraremos en primer término el caso de la pena de muerte.

En el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, publicado en 2005, se lee lo siguiente:
“¿Qué pena se puede imponer?
La pena impuesta debe ser proporcionada a la gravedad del delito. Hoy, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquel que lo ha cometido, los casos de absoluta necesidad de pena de muerte «suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos» (Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae). Cuando los medios incruentos son suficientes, la autoridad debe limitarse a estos medios, porque corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común, son más conformes a la dignidad de la persona y no privan definitivamente al culpable de la posibilidad de rehabilitarse.”
(Catecismo de la Iglesia Católica – Compendio, n. 469).

Esta novedosa precisión acerca de la pena de muerte ha sido considerada lo suficientemente importante como para formar parte del referido Compendio, a pesar de la forma sumamente sintética en que éste presenta toda la doctrina cristiana.

El texto citado del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica se refiere al siguiente texto de Juan Pablo II, del año 1995:
“En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone «tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta». La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.
Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.”
(Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae, n. 56).

Aquí el Papa Juan Pablo II menciona, sin criticarla, la existencia de una tendencia progresiva en la Iglesia y en el mundo a pedir la limitación e incluso la abolición de la pena de muerte, en la óptica de una justicia penal cada vez más conforme con la dignidad del hombre. Sin rechazar la doctrina tradicional sobre la pena de muerte, el Papa afirma que, debido a las condiciones reinantes en nuestros días, los casos en que la aplicación de esta pena es necesaria son hoy prácticamente inexistentes, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal. Es posible interpretar estas enseñanzas en el sentido de que, si se lograra en todos los países una organización de la justicia penal más conforme con la dignidad del hombre, la tendencia progresiva a limitar la aplicación de la pena de muerte podría desembocar lícitamente en la total abolición de dicha pena. Estas enseñanzas papales son coherentes con la práctica de la Santa Sede (muy habitual en las últimas décadas) de pedir a los Gobiernos clemencia para los condenados a muerte, independientemente de su inocencia o culpabilidad.

Por otra parte, el día 7/02/2007 se publicó una declaración de la Santa Sede que apoya las iniciativas contra la pena capital. A continuación reproducimos una noticia del Vatican Information Service (VIS) respecto a esa declaración:

Ciudad del Vaticano, 7 feb 2007 (VIS).- Se ha publicado hoy la declaración de la Santa Sede en el congreso mundial sobre la pena de muerte celebrado del 1 al 3 de febrero en París (Francia).
"El Congreso de París -dice el texto- se celebra en un momento en que la campaña para la abolición de la pena de muerte ha afrontado retos inquietantes a causa de ejecuciones recientes. La opinión pública se ha sensibilizado y ha manifestado su preocupación por un reconocimiento más eficaz de la dignidad inalienable de los seres humanos y de la universalidad y la integridad de los derechos humanos, comenzando con el derecho a la vida".
Al igual que en los dos últimos congresos sobre el tema, "la Santa Sede aprovecha esta ocasión para acoger y para afirmar de nuevo su apoyo a todas las iniciativas que quieren defender el valor inherente y la inviolabilidad de toda vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. En esta perspectiva, llama la atención el hecho de que el uso de la pena de muerte es no sólo una negación del derecho a la vida sino también una afrenta a la dignidad humana".
"Mientras la Iglesia Católica sigue sosteniendo que las autoridades legítimas del Estado tienen el deber de proteger a la sociedad de los agresores, y que algunos Estados incluían tradicionalmente la pena capital entre los medios utilizados para lograrlo, hoy es difícil justificar tal opción. Los Estados cuentan con nuevos medios "para preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse". Tales métodos no letales de prevención y de castigo "corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana".
"Toda decisión de pena capital incurre en numerosos peligros", como "el de castigar a personas inocentes; la tentación de fomentar formas violentas de revancha en lugar de una justicia social verdadera; una ofensa clara a la inviolabilidad de la vida humana (...) y para los cristianos, un desprecio de la enseñanza evangélica sobre el perdón".
"La Santa Sede -concluye el texto- reitera su aprecio a los organizadores del Congreso, a los gobiernos (...) y a cuantos trabajan (...) para abolir la pena capital o para imponer una moratoria universal en su aplicación".

Considerando que Estados Unidos es una de las mayores naciones donde aún subsiste la pena de muerte, resulta muy significativo un reciente llamamiento de los obispos estadounidenses para acabar con esa pena. El día 15 de noviembre de 2005 los obispos aprobaron (por 237 votos a favor y 4 votos en contra) el documento «Cultura de la vida y pena de muerte», en el que aseguran que recurrir a la pena de muerte contribuye a alimentar un ciclo de violencia en la sociedad. La declaración afirma que Estados Unidos no puede «enseñar que matar está mal, matando a quienes matan» y subraya que «la pena de muerte viola el respeto a la vida y dignidad humanas». El documento describe la pena de muerte como un signo permanente de una «cultura de muerte» en la sociedad estadounidense. «Ha llegado el momento de que nuestra nación abandone la ilusión de que podemos proteger la vida quitando la vida -afirman los obispos-. Cuando el Estado, en nuestro nombre y con nuestros impuestos, acaba con una vida humana, a pesar de tener alternativas no letales, sugiere que la sociedad sólo puede superar la violencia con violencia».

Pasamos ahora a considerar otro desarrollo doctrinal reciente, referido en este caso a la legítima insurrección contra la tiranía.

En el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, publicado en 2004, leemos lo siguiente:
“La lucha armada debe considerarse un remedio extremo para poner fin a una “tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país” (Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 31: AAS 59 (1967) 272). La gravedad de los peligros que el recurso a la violencia comporta hoy evidencia que es siempre preferible el camino de la resistencia pasiva, “más conforme con los principios morales y no menos prometedor del éxito” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 79: AAS 79 (1987) 590).” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 401).

La segunda parte de este texto introduce, con respecto a la doctrina tradicional sobre la insurrección legítima, una novedad análoga a la recién comentada acerca de la pena de muerte. También en este caso se trata de un desarrollo doctrinal. La doctrina tradicional no sólo no es rechazada, sino que es planteada explícitamente mediante la cita de la carta encíclica Populorum progressio de Pablo VI. No obstante, a continuación se establece que en la actualidad siempre es preferible recurrir a la “resistencia pasiva”, o sea a la resistencia pacífica, no violenta.

El texto citado del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia se refiere a este texto de la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre libertad cristiana y liberación, del año 1986:
“Estos principios deben ser especialmente aplicados en el caso extremo de recurrir a la lucha armada, indicada por el Magisterio como el último recurso para poner fin a una “tiranía evidente y prolongada que atentara gravemente a los derechos fundamentales de la persona y perjudicara peligrosamente al bien común de un país”. Sin embargo, la aplicación concreta de este medio sólo puede ser tenido en cuenta después de un análisis muy riguroso de la situación. En efecto, a causa del desarrollo continuo de las técnicas empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la violencia, lo que se llama hoy “resistencia pasiva” abre un camino más conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito.” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis Conscientia sobre libertad cristiana y liberación, n. 79).

Nótese que el texto del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia incluso expresa la nueva valoración sobre la aplicación práctica de la doctrina sobre la insurrección legítima de un modo más terminante que la Instrucción Libertatis Conscientia: la resistencia pacífica “es siempre preferible” a la resistencia armada.

Es interesante notar que el último texto citado es precedido inmediatamente por el siguiente texto sobre el mito de la revolución:
“Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una situación inicua es suficiente por sí misma para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de regímenes totalitarios. La lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la instauración de un nuevo orden social y político conforme a las exigencias de la justicia. Ésta debe ya marcar las etapas de su instauración. Existe una moralidad de los medios.” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis Conscientia sobre libertad cristiana y liberación, n. 78).

De este modo la Congregación para la Doctrina de la Fe refuta la teoría, muy en boga en los años sesenta y setenta del siglo pasado en ciertos sectores católicos latinoamericanos, sobre la legitimidad moral de las guerrillas marxistas como respuesta popular adecuada a una violencia institucionalizada que los gobiernos latinoamericanos (dictatoriales o democráticos) supuestamente ejercían sobre sus respectivos pueblos para mantenerlos sojuzgados en un régimen capitalista de explotación económica del proletariado por parte de la burguesía. Esta falsa teoría, unida a la teoría igualmente falsa sobre la inevitabilidad de la revolución socialista por la vía armada, causó enormes daños a la Iglesia Católica en América Latina y a las naciones latinoamericanas.