jueves, mayo 29, 2008

Mi felicidad y la infelicidad ajena

Daniel Iglesias Grèzes

Leyendo una entrevista -realizada en 1987- del periodista César di Candia a Luis Pérez Aguirre (sacerdote jesuita uruguayo ya fallecido, conocido sobre todo por su actividad en pro de los derechos humanos), me encontré con la siguiente frase de Pérez Aguirre, que me hizo pensar bastante: “no puedo ser feliz, cuando a mi lado hay alguien que no lo es” (César di Candia, Confesiones y arrepentimientos. Tomo II, El País, Montevideo, 2007, p. 56). Con todo respeto, opino que ésta es una de esas frases que a primera vista impresionan muy bien pero que, miradas más de cerca, revelan ser altamente problemáticas. Supongo que la frase citada sólo pretendió expresar un fuerte sentimiento de solidaridad y un ardiente deseo de justicia. Por lo tanto, las consideraciones siguientes de ningún modo constituyen una crítica al P. Pérez Aguirre. Sin embargo, creo que nos conviene concentrarnos en la frase en sí misma y preguntarnos si y en qué sentido podemos o debemos dejar de ser felices en presencia de la infelicidad ajena.

Así planteada la cuestión, parece que nuestra frase supone que la felicidad se comporta como si fuera un mero bienestar biológico o material. Como enseña la economía, los bienes materiales siempre son “escasos” (o finitos), por lo cual, para remediar una injusta distribución de la riqueza, a menudo es moralmente obligatorio que alguien renuncie a una parte excedente de sus bienes para darla a otro, que carece de lo mínimo necesario. Pero en realidad la felicidad no depende de los bienes materiales, como surge de las siguientes dos objeciones obvias:
· Por una parte, la riqueza no hace la felicidad. Esta verdad era ya bien conocida en el tiempo de la Antigua Alianza: “Hablé en mi corazón: ¡Adelante! ¡Voy a probarte en el placer; disfruta del bienestar! Pero vi que también esto es vanidad.” (Eclesiastés 2,1).
· Por otra parte, Jesús nos enseña que la pobreza material no implica automáticamente la infelicidad: “Bienaventurados los pobres” (Lucas 6,20). Las bienaventuranzas evangélicas no son un elogio de la miseria, sino (entre otras muchas cosas) un canto a la libertad del espíritu humano, que no está absolutamente condicionado por las circunstancias materiales. También los pobres pueden ser felices, si viven de acuerdo con el Evangelio de Cristo.

La felicidad no es un bienestar material ni “funciona” como los bienes materiales. Trascendiendo pues el orden material, la frase en cuestión parece indicar que la misericordia debe hacernos infelices con el infeliz. Aquí cabría distinguir dos niveles:
· En un nivel más superficial, que podríamos llamar “bienestar psicológico”, es claro que la felicidad humana no es completa en esta vida precisamente porque coexiste con la infelicidad. La compasión nos mueve a compartir el sufrimiento ajeno. Por eso el Hijo de Dios hecho hombre, a pesar de mantener siempre la felicidad de su perfecta comunión con el Padre, lloró ante la tumba de su amigo Lázaro y ante la ciudad de Jerusalén, donde habría de morir.
La falta de “bienestar psicológico”, aunque puede llegar a ser muy grande, no impide la verdadera alegría. Pensemos, por ejemplo, en las personas que sufren depresión, enfermedades mentales o discapacidades intelectuales. La compasión por estas personas no anula la verdadera alegría. ¿De qué le valdría a los que sufren o están tristes que los demás les transmitamos tristeza en vez de alegría? En presencia de alguien infeliz, no puedo ni debo renunciar a mi felicidad, ni a una parte de ella. El cristiano debe irradiar la alegría de la salvación, sin perderla: “Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres.” (Mateo 5,13).
· En un nivel más profundo, propiamente espiritual, la verdadera felicidad puede coexistir con el sufrimiento, porque lo supera. Esta felicidad, que comienza en la tierra, alcanza su plenitud en el cielo. La infelicidad más profunda, la única verdadera infelicidad, es el fruto de la culpa grave, del pecado. Pues bien, la misericordia por los pecadores ni nos vuelve pecadores ni puede quitarnos la alegría de la salvación. Si no fuera así, un solo ángel caído podría impedir la felicidad del Cielo; y estaríamos indefensos ante el chantaje espiritual de los pecadores, que podrían manipularnos con base en nuestra torcida misericordia.

El estado espiritual que lleva a la felicidad es en cierto sentido incomunicable. Esto es representado plásticamente en la parábola de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias (cf. Mateo 25,1-12). No es en absoluto el egoísmo lo que mueve a las cinco vírgenes prudentes a no compartir el aceite de sus lámparas con las cinco vírgenes necias. En la realidad espiritual representada mediante la parábola, se trata de una imposibilidad ontológica. Cada persona humana será juzgada individualmente y deberá responder de sus actos ante Dios. Podemos influir en los demás, pero nadie puede tomar decisiones de orden moral en lugar del otro, anulando su libertad.

La felicidad es una realidad espiritual que brota de la caridad o amor, como una consecuencia o subproducto de éste: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.” (Mateo 16,25). No obtiene la felicidad el que se obsesiona por su propia felicidad y se olvida de los demás, sino el que en cierto modo se olvida de sí y se entrega a sí mismo, tratando de hacer felices a los otros.
El amor, que sí hace la felicidad, no es, como los bienes materiales, un bien escaso, sino un reflejo del don sobreabundante del amor divino. En el milagro de la multiplicación de los panes, Jesús nos muestra que, en el orden espiritual, a diferencia del orden material, cuanto más se da, se tiene cada vez más, no menos. El amor no resta, sino que multiplica. Esta verdad se manifiesta con máximo esplendor en la Eucaristía, el gran sacramento del amor. El que da felicidad, no la pierde, sino que recibe aún más felicidad.

jueves, mayo 15, 2008

La cruz y el martillo (2)

Daniel Iglesias Grèzes

El propósito de este artículo es comentar algunos textos extraídos de:
Pbro. Arnaldo Spadaccino, Prólogo, en: Encíclicas Populorum Progressio (de Pablo VI) y Mater et Magistra (de Juan XXIII), Editorial Diálogo, La Paz – Canelones, 1967.
He tomado conocimiento de esos textos a través de citas encontradas en:
Pbro. Felix García Álvarez, Consideraciones a propósito de la gravitación de la Iglesia en la Constituyente de 1830 y sus consecuencias. ¿Existió crisis contemporánea en la Iglesia uruguaya?, Imprenta Arias, San Carlos – Maldonado, 1981, pp. 104-108.

Aunque este último libro tiene un valor relativo, con algunos aspectos de carácter panfletario, posee al menos la virtud de contribuir a conservar, a través de las citas mencionadas, el interesante escrito referido del Pbro. Spadaccino, un sacerdote muy influyente del clero secular montevideano, quien en 1970 era el Responsable de Pastoral de la Arquidiócesis de Montevideo.

A continuación reproduciré los textos en cuestión del Pbro. Spadaccino, indicando las páginas correspondientes del referido Prólogo.

El autor se congratula de las profundas analogías que él cree encontrar entre la doctrina de la Encíclica Populorum progressio (publicada en marzo de 1967) y la doctrina marxista:
“Sin embargo, creo que en ningún otro documento hasta ahora podrían señalarse profundas analogías con la doctrina marxista. La Iglesia ha dejado de tener miedo” (Pbro. Arnaldo Spadaccino, o. c., pp. 14-15).

El Pbro. Spadaccino sugiere implícitamente que antes de 1967 la Iglesia tenía miedo de plantear “profundas analogías con la doctrina marxista”. Pronto veremos que esas “profundas analogías” no son tales, pero de momento me interesa subrayar que esta visión de un Magisterio de la Iglesia supuestamente dominado por el miedo no es compatible con la fe católica. Dicha visión parece provenir, en cambio, de la interpretación “rupturista” del Concilio Vaticano II, que ve a éste como una especie de quiebre en la historia de la Iglesia y casi como un nuevo comienzo absoluto, que obliga a descartar casi todo lo que es “pre-conciliar”.

Veamos ahora cuáles son las “profundas analogías” entre cristianismo y marxismo señaladas por el autor:
“Sin indicar paternidades o prioridades históricas en las formulaciones y sin miedo a los suspicaces, anotamos algunos puntos de esta covisión.
En ambas doctrinas hay un profundo mesianismo. (…)
Cualquiera podría reprocharles un exceso de confianza en el hombre y en su educación para poder formar una comunidad universal. (…)
Las denuncias formuladas sobre las injusticias actuales, en una forma más dura de lo que hasta ahora se había hecho. Frases que en otro contexto pueden ser llamadas marxistas.
Una doctrina de la evolución y de la marcha histórica con una mayor posesión del mundo y de sus riquezas para una mayor paz y desarrollo pleno del hombre.
La necesidad de una fraternidad universal para la marcha común.”
(Íbidem, p. 13)

Analicemos punto por punto estas cinco “profundas analogías”:

1. No negaré que hay una semejanza entre mesianismo cristiano y mesianismo marxista, pero se trata sólo de una semejanza superficial. Hay, en efecto, una distancia abismal entre la redención cristiana y la dialéctica marxista. El Hijo de Dios, hecho hombre para nuestra salvación, nos reconcilió con Dios y entre nosotros dando su vida por amor en la Cruz. Somos salvados por la gracia de Dios en Cristo, aceptada libremente por el hombre con fe, esperanza y caridad.
En cambio, en la doctrina marxista (atea y materialista), Dios está totalmente ausente y el hombre se “salva” a sí mismo construyendo, mediante la lucha de clases, una sociedad sin clases, un utópico “paraíso en la tierra”. Se trata en este caso de un inmanentismo radical.

2. No corresponde reprochar al cristianismo un exceso de confianza en el hombre. En último análisis, el cristiano no pone su confianza absoluta en el hombre, a quien sabe pecador, sino en Dios; pero sabe también que el Espíritu Santo es capaz de santificar verdaderamente al hombre que coopera libremente con la gracia de Dios. La comunidad universal llamada “Iglesia” no es formada meramente por el hombre y su educación. Es una comunidad humano-divina, una obra de Dios uno y trino que se manifiesta visiblemente en una comunidad humana.
En cambio, sí es correcto reprochar al marxismo una excesiva confianza en el “hombre nuevo” nacido de la revolución socialista. Este “hombre nuevo” es el mismo que construyó el GULAG soviético y el que aún mantiene los “laogai” en China.

3. Los cristianos podemos coincidir con los marxistas (y también con los liberales y los partidarios de otras ideologías) en la denuncia de ciertas injusticias, pero ambas denuncias proceden de visiones y diagnósticos muy diferentes y conducen a respuestas muy diferentes entre sí. Para el cristiano, la injusticia tiene su más honda raíz en el pecado, que se combate mediante la unión con Cristo Redentor.
En cambio, para el marxista la injusticia social es una etapa necesaria en la evolución dialéctica de la historia, que será superada mediante una lucha de clases necesariamente violenta. Según él, la violencia es la partera de la historia.

4. El cristianismo es una religión que reconoce la relativa autonomía de los asuntos temporales, por lo cual no ofrece recetas concretas para la construcción de una sociedad perfecta en el terreno económico y político; sí ofrece principios morales que permiten orientar la acción de los individuos y las sociedades de acuerdo con la voluntad de Dios revelada por Cristo.
En cambio, el marxismo se presenta a sí mismo como una ciencia (el “socialismo científico”) y cree poseer la clave de interpretación adecuada de la historia pasada y de la realidad presente y la fórmula exacta para pronosticar y edificar el desarrollo futuro de la sociedad perfecta, la sociedad colectivista.

5. La fraternidad cristiana está basada en una filiación común: todos los hombres son o están llamados a ser hermanos, porque son o están llamados a ser, en Cristo, hijos de un mismo Padre.
El colectivismo materialista, pese a las aspiraciones con frecuencia nobles de sus partidarios, es incapaz de construir una verdadera fraternidad, debido a su desconocimiento del Padre común a todos los hombres. Se corre así el terrible riesgo de edificar una “fraternidad” puramente biológica, semejante a la de un hormiguero o una colmena.

Consideremos ahora lo que el autor escribe acerca de la revolución violenta:
“No hay duda alguna de que el cristianismo es un mensaje de paz entre los hombres, que la única violencia es la que debemos realizar sobre nosotros mismos, sobre nuestros egoísmos y desequilibrios, para poder vivir de verdad al servicio de nuestros prójimos.
Con todo, los filósofos y teólogos cristianos han hablado siempre del derecho a la guerra justa, a la pena de muerte, a la legítima defensa, aún hasta la muerte del que injustamente agrede a muerte.
Por influencia del Hinduismo y de otras comunidades cristianas, hay una corriente del pensamiento católico que ha optado por la no violencia y el pacifismo absoluto. Por la influencia del marxismo, teóricos y prácticos del catolicismo perciben la violencia actual de este mundo que oprime en sus derechos fundamentales de personas a una gran mayoría de hombres en el mundo entero. Fundamentado en algunas doctrinas tradicionales de la Iglesia y en la experiencia revolucionaria de algunos países, se inclinan a sostener lo que podríamos llamar un “derecho revolucionario”. Ésta es la tensión hacia adentro de la Iglesia Católica.”
(Íbidem, p. 17).

Aquí el Pbro. Spadaccino describe de un modo muy tendencioso “la tensión hacia adentro de la Iglesia Católica” en torno al problema de la legitimidad de la insurrección violenta en el contexto concreto de la América Latina de los años sesenta del siglo XX.
En este ámbito, el conflicto principal se dio entre los católicos fieles a la doctrina católica tradicional, que establece un conjunto de condiciones muy estrictas para que se dé efectivamente el derecho a la insurrección violenta contra una tiranía (condiciones que evidentemente no se cumplían en el referido contexto), y los católicos influenciados por la doctrina marxista y la revolución cubana, que creían en ese entonces en la inevitabilidad de la revolución socialista por la vía armada en toda América Latina y en la necesidad de que, en ese contexto, la Iglesia Católica “tomara partido por los oprimidos”, es decir por el socialismo.
El autor, en cambio, presenta falsamente este conflicto como una tensión entre un imaginario grupo de católicos partidarios de un pacifismo absoluto de raíz gandhiana y el grupo real de católicos que, por influencia del marxismo, percibía una “violencia institucionalizada” de los gobiernos latinoamericanos (dictatoriales o democráticos) que mantenía oprimidos a los pobres en un régimen de explotación capitalista y que, aplicando erróneamente la doctrina católica tradicional, legitimaba la adhesión del cristiano a la revolución socialista en curso.

Continúa el Pbro. Spadaccino:
“La Iglesia siempre advirtió de los peligros de la revolución… y advirtió de los peligros de la situación actual que provocaba a los despojados a una revolución violenta. (…)
Creo que también puede entenderse tiranía económica, como poco más arriba se señala de los efectos del capitalismo liberal.”
(Íbidem, p. 17).

El autor es consciente de que en 1967 en muchos países de América Latina (como el Uruguay) no se daba siquiera la primera condición para la legitimidad de una insurrección, según la moral católica: o sea, la existencia de un gobierno tiránico. Por eso, de un modo muy cuestionable, estira el concepto de “tiranía” para abarcar el régimen capitalista, entendido como “tiranía económica”. Además califica al capitalismo vigente en nuestro sub-continente como “liberal”, para hacer recaer sobre él todo el peso de las reiteradas condenas del Magisterio de la Iglesia al liberalismo económico clásico. Sin embargo esta calificación resulta sumamente dudosa. En el caso uruguayo, por ejemplo, el régimen económico se caracterizaba por un muy alto grado de intervencionismo estatal, como herencia del batllismo, que podría ser visto como una especie de “socialismo a la uruguaya”. Además, por más que la Iglesia rechace el capitalismo liberal, no por eso respalda automáticamente una revolución violenta para sustituir dicho sistema económico por otro.

A continuación el Pbro. Spadaccino, aunque de un modo algo confuso, parece sugerir, en un mensaje dirigido directamente a “los cristianos comprometidos”, que la insurrección revolucionaria era justa o justificable en aquellas circunstancias (¡en el Uruguay de 1967!):
“No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor. Es por lo tanto una cuestión de prudencia, de posibilidad de mayor bien, a la corta o a la larga. La fijeza prolongada con todos sus desórdenes, puede justificar aún en el orden de los principios doctrinarios, la prolongación de un estado de insurrección revolucionaria necesariamente prolongado. (…)
Para los cristianos comprometidos.
Participar o fomentar una insurrección revolucionaria no es una cuestión de oportunismo, según se libre o no de actuar como partido político, ni de cartel para la gran masa de ciudadanos. Es, en primer lugar, una cuestión de conciencia y un asunto de justicia.”
(Íbidem, p. 17).

Veamos ahora otro párrafo del Pbro. Spadaccino:
“El tema, así como la “tentación revolucionaria”, da como para una próxima encíclica que esperamos en la medida que esté madura una opinión en la Iglesia, entre tanto corresponde a todos elaborar opiniones y doctrinas y tomar actitudes concretas.” (Íbidem, p. 21).

Al parecer, el autor no quedó satisfecho con la encíclica Populorum progressio, porque –en lo referente al tema analizado aquí- Pablo VI no hace más que reiterar la doctrina católica tradicional sobre la insurrección legítima. El autor expresa su esperanza de que en la Iglesia Católica se produzca una evolución que haga “madurar” su doctrina. No parece arriesgado suponer que él esperaba que esa evolución tendría un sentido “progresista” y se manifestaría algún día en una nueva encíclica más afín con la posición marxista. En un momento humorístico de su extraño libro, el Pbro. Felix García Álvarez acota que esa encíclica “la escribirá el Pbro. Spadaccino cuando sea Papa”.
El autor insinúa un error grave al decir que “entre tanto [es decir, hasta que no se escriba su imaginaria encíclica] corresponde a todos elaborar opiniones y doctrinas y tomar actitudes concretas”, al parecer libremente, sin preocuparse de mantenerse fieles a la doctrina católica vigente.

Concluiré este artículo comentando otras dos citas del Pbro. Spadaccino:
“Si la Iglesia tuvo en el pasado esa participación, y ahora está arrepentida de ello, debe decirlo en este momento de revisión y fidelidad profunda.” (Íbidem, p. 21).
“La Iglesia que no está por los vientos del momento, sigue sosteniendo que la propiedad privada ayuda a la realización del hombre.” (Íbidem, p. 15).

En la primera frase, el autor parece sugerir que hasta el presente la Iglesia ha participado de un modo negativo en la lucha de clases, apoyando a la clase explotadora, lo cual es un grueso error histórico y teológico.
En la segunda frase, pese a su ambigüedad, el autor parece lamentar que la Iglesia no se sume a la corriente (que entonces a muchos parecía destinada a un triunfo global inevitable) de la revolución socialista, orientada a eliminar la propiedad privada de los medios de producción. Efectivamente, la Iglesia Católica –y ésta es una de sus notas de gloria- no se dejó llevar por “los vientos del momento” y siguió sosteniendo firmemente que la propiedad privada es un derecho natural, pero no absoluto, en razón del destino universal de los bienes. Así la Iglesia defendió al hombre del sistema socialista, el que, dondequiera se aplicó integralmente, se reveló muy pronto y muy claramente como inhumano.