domingo, mayo 24, 2009

Una oración del Cardenal Newman


Dios mío, tengo necesidad de Ti,
necesito que me instruyas cada día,
tal como lo exige la jornada.
Señor, ¡concédeme una conciencia iluminada,
capaz de percibir y comprender Tu inspiración!
Mis oídos están cerrados,
por eso no escucho Tu voz.
Mis ojos están tapados
y por eso no veo Tus signos.
Solamente Tú puedes abrir mis oídos y curar mi vista,
puedes purificar mi corazón.
Enséñame a estar sentado a Tus pies,
y a escuchar Tu palabra.
No me has creado sin una finalidad.
Tengo que completar Tu obra.
En el puesto que me has señalado,
tengo que ser mensajero de paz.

John Henry Newman

jueves, mayo 21, 2009

Jesús es nuestro Amigo


Daniel Iglesias Grèzes

“Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.” (Juan 15,15).

Jesucristo, el Dios-hombre, nos ha revelado que Dios es nuestro Padre, un Dios rico en misericordia, siempre dispuesto a amar y a perdonar a sus criaturas, un Padre lleno de bondad, que quiere hacernos hijos suyos y compartir con nosotros los tesoros de su vida divina.

En la persona de Jesús, Palabra de Dios hecha carne, resplandece la verdad y la santidad de Dios. En Él Dios se ha unido intimísimamente a la humanidad y nos ha amado con un corazón humano. Ese hombre concreto, Jesús de Nazaret, que es nuestro Señor y nuestro Dios, es también nuestro Hermano y nuestro Amigo, el Amigo fiel que nunca nos defrauda y siempre nos conduce hacia el Padre.

Jesús experimentó en su vida terrena la alegría de la amistad. Durante los tres años de su vida pública convivió con un pequeño grupo de amigos (los Doce) a quienes eligió y llamó “para que estuvieran con Él” (Marcos 3,14), para enseñarles su doctrina y su forma de vida y convertirlos en sus enviados (“apóstoles”).

La vida cristiana es vida en el Espíritu de Cristo, que nos enseña a llamar a Dios “Padre”, nos une a Él en Jesucristo y nos impulsa a seguir a Jesús. Esta vida es un don. Dios nos ofrece gratuitamente su amistad. Recibimos ese don cuando respondemos a Dios por medio de la fe y la conversión.

El seguimiento de Cristo no es una tarea individualista. El Espíritu Santo une en una sola comunidad (la Iglesia) a todos los “amigos de Jesús”, les recuerda las palabras de Jesús y lo hace presente en la Iglesia por medio de los santos sacramentos.

El punto central en el que cada comunidad cristiana se encuentra en verdadera comunión, y realiza su vocación y su misión, no puede ser otro que el mismo Jesucristo, Principio, Camino y Fin. Por eso cada comunidad cristiana debe procurar ser, humildemente, un punto de encuentro con Jesús, ayudando a sus miembros a escuchar, comprender y poner en práctica las palabras de Jesús, a seguir creciendo en la amistad con Él, por la oración y por el amor que se manifiesta en obras buenas. Ése es el fin que persiguen la Iglesia entera y cada una de sus partes.

Cada cristiano y cada comunidad cristiana, llevando la carga de sus muchas limitaciones, deben perseverar en su labor evangelizadora. Sólo Dios sabe hasta qué punto hemos cumplido eficazmente nuestro objetivo; pero nos consuela saber que la semilla del Reino de Dios crece de noche y de día por su fuerza intrínseca, más allá de las virtudes y los defectos de sus sembradores.

miércoles, mayo 20, 2009

Capitalismo, ¿sí o no? (Juan Pablo II)


Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?

La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.

La solución marxista ha fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en los países más avanzados; contra tales fenómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.

La Iglesia no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afronten los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se relacionan entre sí (84). Para este objetivo la Iglesia ofrece, como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual —como queda dicho— reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común. Esta doctrina reconoce también la legitimidad de los esfuerzos de los trabajadores por conseguir el pleno respeto de su dignidad y espacios más amplios de participación en la vida de la empresa, de manera que, aun trabajando juntamente con otros y bajo la dirección de otros, puedan considerar en cierto sentido que «trabajan en algo propio» (85), al ejercitar su inteligencia y libertad.

El desarrollo integral de la persona humana en el trabajo no contradice, sino que favorece más bien la mayor productividad y eficacia del trabajo mismo, por más que esto puede debilitar centros de poder ya consolidados. La empresa no puede considerarse únicamente como una «sociedad de capitales»; es, al mismo tiempo, una «sociedad de personas», en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo. Para conseguir estos fines, sigue siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de los trabajadores, cuyo objetivo es la liberación y la promoción integral de la persona.

A la luz de las «cosas nuevas» de hoy ha sido considerada nuevamente la relación entre la propiedad individual o privada y el destino universal de los bienes. El hombre se realiza a sí mismo por medio de su inteligencia y su libertad y, obrando así, asume como objeto e instrumento las cosas del mundo, a la vez que se apropia de ellas. En este modo de actuar se encuentra el fundamento del derecho a la iniciativa y a la propiedad individual. Mediante su trabajo el hombre se compromete no sólo en favor suyo, sino también en favor de los demás y con los demás: cada uno colabora en el trabajo y en el bien de los otros. El hombre trabaja para cubrir las necesidades de su familia, de la comunidad de la que forma parte, de la nación y, en definitiva, de toda la humanidad (86). Colabora, asimismo, en la actividad de los que trabajan en la misma empresa e igualmente en el trabajo de los proveedores o en el consumo de los clientes, en una cadena de solidaridad que se extiende progresivamente. La propiedad de los medios de producción, tanto en el campo industrial como agrícola, es justa y legítima cuando se emplea para un trabajo útil; pero resulta ilegítima cuando no es valorada o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral (87). Este tipo de propiedad no tiene ninguna justificación y constituye un abuso ante Dios y los hombres.

La obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho. Una sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente y las medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social (88). Así como la persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma, así también la propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos.

84) Cf. ibid. Pablo VI, Cart. Ap. Octogesima adveniens, 2-5: l. c., 402-405.
85) Cf. Enc. Laborem exercens, 15: l. c., 616-618.
86) Cf. ibid., 10: l. c., 600-602.
87) Cf. ibid., 14: l. c., 612-616.
88) Cf. ibid., 18: l. c., 622-625.

(Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus Annus en el centenario de la Rerum Novarum, 1/05/1991, nn. 42-43).

martes, mayo 19, 2009

Ecología y aborto (José Delicado Baeza)

Ese ser humano, que comienza por una sola célula, no es una larva de animal irracional. A los que sólo tienen ojos materialistas para contemplarlo, habría que decirles que la persona adulta está compuesta por 30 millones de millones de células. En el claustro materno -suponiendo que el hombre viva tres cuartos de siglo por término medio-, al permanecer tres cuartos de año, pasa el 1% de su vida. A partir de esa célula inicial, para llegar a esa “millonaria” adultez celular, se necesitan 45 multiplicaciones o generaciones celulares. Pues bien, 30 de esas divisiones celulares ya se han verificado antes de la octava semana de gestación y, al nacer, 41 de las 45 divisiones. Es decir, en el 1% del tiempo de nuestra existencia total, el 90% del desarrollo celular se ha realizado ya dentro del útero materno. Aparte están los datos biológicos de su evolución lineal, sin saltos cualitativos y, por eso, la conclusión de que se trata de un ser enteramente humano desde el inicio; datos a los que se añade la reflexión filosófica, que descubre una persona humana, y la teológica, que intuye su vocación como hijo de Dios. La conclusión inequívoca es que el aborto elimina vidas humanas inocentes e indefensas.

(…)

La reciente tragedia de la central nuclear rusa de Chernobil, con todo el significado potencial de amenazas que estas centrales comportan, es menos peligrosa para la vida humana que las legislaciones abortivas en curso.

“Así lo quiero, así lo mando; sustituya mi deseo a la razón.” Este principio del poder despótico puede tener ramificaciones, más o menos justificadas, en sociedades democráticas. Pero cuando se procede así, crujen los cimientos jurídicos en que está edificada esa comunidad sobre la que se toman tan arbitrarias decisiones. No lo duden. Por eso nos dijo el Papa en Madrid: “Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad.”

(José Delicado Baeza – Arzobispo de Valladolid, Conversaciones cristianas al caer la tarde. Apologética de hoy, Sociedad de Educación Atenas, Madrid, IV, 16, pp. 190-191).

lunes, mayo 18, 2009

El Gran Jubileo

Daniel Iglesias Grèzes

Breve reseña de: Juan Pablo II, Tertio millenio adveniente, carta apostólica en preparación al Jubileo del año 2000.

Hace unos dos mil años, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gálatas 4,4). En la Encarnación Dios se introdujo en la historia del hombre. Jesucristo, Palabra encarnada y Señor del tiempo, es el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hebreos 13,8). En Él el tiempo llegó a ser una dimensión de Dios, quien en Sí mismo es eterno. De esta relación de Dios con el tiempo nace el deber de santificarlo. Desde esta perspectiva se hace comprensible la tradición católica de los jubileos. El jubileo o año santo, año de gracia del Señor, es un tiempo de conversión, de reconciliación y de alegría por la presencia de Dios y de su acción salvífica.

El Papa Juan Pablo II habló explícitamente del Gran Jubileo del año 2000 desde su primera carta encíclica y volvió sobre ese tema constantemente. Mediante la carta apostólica Tertio millenio adveniente (“Mientras se aproxima el tercer milenio”), Juan Pablo II invitó a cada cristiano y a toda la Iglesia a prepararse adecuadamente para celebrar el Gran Jubileo, viviendo el período de espera como un nuevo adviento. La mejor preparación sería el renovado compromiso de aplicar fielmente las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que inauguró la espera del Gran Jubileo. La docilidad de los cristianos a la acción del Espíritu Santo haría que el Gran Jubileo se manifestara como una nueva primavera de la vida cristiana.

Dado que no puedo expresar aquí toda la riqueza de este importante documento papal, me limitaré a presentar su programa de preparación del Gran Jubileo, elaborado luego de una amplia consulta a los Obispos y Cardenales del mundo entero. Dicha preparación tendría dos fases.

La primera fase (1995-1996) sería ante-preparatoria y se caracterizaría por un serio examen de conciencia de la Iglesia, para que ésta asumiera con una conciencia más viva el pecado de sus hijos, recordando los pecados contra la unidad del Pueblo de Dios, la aquiescencia con métodos de intolerancia y de violencia en el servicio a la verdad, las responsabilidades de los cristianos en relación a los males de nuestro tiempo, la imperfecta recepción del último Concilio, etc. En esta fase la Iglesia prestaría gran atención al testimonio de los santos y mártires de nuestro tiempo. En ese período se harían también Sínodos de carácter continental. En América se llevaría a cabo el primer Sínodo panamericano.

La segunda fase, la propiamente preparatoria, se desarrollaría a lo largo de tres años (1997-1999) y tendría una estructura trinitaria:
· 1997 sería un año dedicado a Cristo, único Salvador del mundo, a la Sagrada Escritura, al sacramento del Bautismo (fundamento de la existencia cristiana), a la virtud de la fe, al testimonio, a la catequesis, y a María como Madre del Hijo de Dios.
· 1998 sería un año dedicado al Espíritu Santo y a su presencia santificadora en la Iglesia, al sacramento de la Confirmación, a la nueva evangelización, a la virtud de la esperanza, a la unidad de la Iglesia, y a María como mujer dócil a la voz del Espíritu.
· 1999 sería un año dedicado al camino hacia Dios Padre, al sacramento de la Penitencia, a la virtud de la caridad, a la opción preferencial por los pobres, a la confrontación con el secularismo, al diálogo interreligioso, y a María como hija predilecta del Padre.

Finalmente, el año 2000 se celebraría el Gran Jubileo, con el objetivo de la glorificación de la Santísima Trinidad. Sería un año dedicado intensamente al sacramento de la Eucaristía. En Roma se celebraría un Congreso Eucarístico Internacional. El Papa aspiraba a que ese año se realizara además un significativo encuentro pan-cristiano.

Al final de esta carta apostólica, Juan Pablo II invitó a los fieles a orar al Señor para que el Espíritu Santo moviera sus corazones, disponiéndolos a celebrar con renovada fe y generosa participación el gran acontecimiento jubilar.