jueves, setiembre 29, 2005

Oración de la noche

Mirad las estrellas fulgentes brillar,
sus luces anuncian que Dios ahí está,
la noche en silencio, la noche en su paz,
murmura esperanzas cumpliéndose ya.

Los ángeles santos, que vienen y van,
preparan caminos por donde vendrá
el Hijo del Padre, el Verbo eternal,
al mundo del hombre en carne mortal.

Abrid vuestras puertas, ciudades de paz,
que el rey de la gloria ya pronto vendrá;
abrid corazones, hermanos, cantad
que vuestra esperanza cumplida será.

Los justos sabían que el hambre de Dios
vendría a colmarla el Dios del Amor,
su Vida en su vida, su Amor en su amor
serían un día su gracia y su don.

Ven pronto, Mesías, ven pronto, Señor,
los hombres hermanos esperan tu voz,
tu luz, tu mirada, tu vida, tu amor.
Ven pronto, Mesías, sé Dios Salvador.
Amén.

Liturgia de las Horas, Tiempo de Adviento, Oraciones de la noche, II

miércoles, setiembre 28, 2005

El lugar de la religión en el espacio público

Breve reseña del libro:

Pablo da Silveira - Susana Monreal, Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista. La polémica entre José E. Rodó y Pedro Díaz. Taurus, Montevideo 2003, 226 pp.

"En el año 1906, el gobierno uruguayo ordenó eliminar los crucifijos de los hospitales públicos. La medida generó el rechazo de la opinión católica, pero además fue criticada por el escritor, periodista y varias veces legislador José Enrique Rodó.
Las razones de Rodó para oponerse al retiro de los crucifijos se basaban en el tipo de secularización que se estaba imponiendo en el país. En nombre de la tolerancia, argumentaba Rodó, estamos introduciendo una forma de intolerancia particularmente peligrosa.
Su punto de vista fue contestado por el abogado, ensayista y también ocasional legislador Pedro Díaz, una de las principales voces del anticlericalismo en el Uruguay de la época. Esta respuesta dio lugar a su vez a una serie de "contrarréplicas" que Rodó publicó en la prensa.
¿Por qué volver a un debate ocurrido hace casi un siglo y motivado por un acontecimiento ya olvidado? En primer lugar, porque el tema de fondo es de gran actualidad: Se trata de definir el lugar de las convicciones religiosas en el espacio público de una sociedad plural. En segundo lugar, porque esta polémica nos ayuda a reflexionar sobre las características de nuestra propia cultura política.
El volumen, que presenta el intercambio en sus textos originales, se abre con dos ensayos introductorios. El primero, desde la historia, se propone recordar quién era Pedro Díaz y cuál era el movimiento de ideas que representaba. El segundo, desde la filosofía política, procura aportar elementos para una lectura contemporánea del debate." (o.c., contratapa).

"Si nuestra historia política está cargada de elementos típicamente jacobinos, es probable que los vaivenes del presente reflejen nuestras propias dificultades para relacionarnos con ese legado. Y también es probable que al menos parte de esas dificultades se deban al modo en que nos vemos a nosotros mismos: creemos ser herederos de una cultura política liberal, y en realidad somos herederos de una cultura fuertemente cargada de jacobinismo. Creemos ser hijos de Locke y de Madison, pero en realidad somos hijos de Rousseau." (o.c., p. 107).

Pablo da Silveira es Doctor en Filosofía por la Universidad de Lovaina (Bélgica), Profesor de Filosofía Política y Vicerrector Académico de la Universidad Católica del Uruguay.

Susana Monreal es Doctora en Ciencias Históricas por la Universidad de Lovaina (Bélgica), Directora del Instituto de Historia y Secretaria General de la Universidad Católica del Uruguay.

Empezando el día

Al amanecer, treinta jóvenes salieron corriendo al claro del bosque, se ubicaron cara al sol y empezaron a inclinarse, saludar, postrarse, levantar los brazos, arrodillarse. Y así durante un cuarto de hora.
Si los miráramos desde lejos podríamos creer que están rezando.
Actualmente a nadie le extraña que el hombre sirva cada día a su cuerpo con paciencia y atención.
Pero qué ofendidos estarían todos si sirviera de esta manera a su espíritu.
No, no era una oración. Era la gimnasia matutina.

Alejandro [Alexander] Solyenitzin, Cuentos en miniatura, Emecé Editores, Buenos Aires 1968, p. 15.

Dios puede hacer milagros

Según la teología católica, el milagro tiene los siguientes tres aspectos:

· Es una obra trascendente que supone una intervención especial de la causalidad divina.
· Es un prodigio que provoca la admiración del hombre.
· Es un signo revelador que Dios dirige a los hombres.

El racionalismo -que, pretendiendo apoyarse en la ciencia, intenta eliminar a Dios y a lo sobrenatural de la escena del mundo- rechaza enérgicamente a priori el milagro como obra trascendente, considerándolo imposible (por ser auto-contradictorio), increíble (por ser el universo autosuficiente) o inconveniente (porque sería indigno de Dios violar las leyes que Él mismo ha establecido). La actitud racionalista es una visión totalitaria que hace de la razón humana árbitro de todo, incluso de la acción divina, de lo que Dios puede o debe hacer.

Los racionalistas generalizan indebidamente su experiencia, limitada en el tiempo y en el espacio. Incluso si su experiencia fuese universal y exhaustiva, esto no probaría que el milagro es imposible. De que no haya habido milagros en el pasado no se puede inferir que no los habrá en el futuro. E incluso si no hubiese habido ningún milagro en el pasado y se pudiese saber que en el futuro tampoco lo habrá, esto no probaría que el milagro es imposible. Para Dios sólo es imposible lo que implica contradicción. Pero el milagro no implica contradicción; no es en modo alguno absurdo. Para probar la imposibilidad del milagro habría que demostrar antes que Dios no existe. Tampoco es válido el argumento basado en que los milagros no han sido probados. Aunque esto fuera verdad, no permitiría deducir que los milagros no pueden existir.

Dios no es objeto de experiencia sensible. Pero de ahí no se deduce que no exista el orden sobrenatural. La existencia de Dios no implica contradicción alguna con las ciencias cuyo objeto es lo que existe en nuestra experiencia. Negar la existencia del orden sobrenatural porque no lo hemos visto nunca constituye un positivismo grosero.

La filosofía cristiana permite fundamentar racionalmente la posibilidad del milagro. Dios, Creador y Señor del universo, puede intervenir libremente en los acontecimientos del mundo. Dios es causa universal y no ha creado el mundo por una necesidad de su naturaleza. La libertad de Dios no se agota en el solo acto de la primera creación. Es infinita, imprevisible e inagotable en la gratuidad de sus iniciativas. El universo está abierto y subordinado a la acción trascendente de Dios. Por lo tanto, Dios puede sobrepasar libremente las causalidades naturales, interviniendo en la red de causas particulares; pero sólo Él es capaz de hacerlo y, propiamente hablando, no hay milagro que no provenga de Dios. El milagro es una intervención de Dios en el mundo situada entre la primera creación y la transformación final de todo.

El hecho milagroso tiene su lugar en el orden providencial. Es compatible con el plan providencial según el cual Dios ordena todas las criaturas a su fin último. Supera todo el orden de la naturaleza creada, pues proviene de un orden más elevado, el de la gracia sobrenatural, que tiende a manifestar. El milagro es, pues, un signo perceptible, en el cual el orden de la naturaleza es superado en vista del orden de la gracia. Es un signo de la gracia de la salvación dentro del cosmos.

domingo, setiembre 25, 2005

Fe y Razón

Los invito a visitar Fe y Razón ( http://www.feyrazon.org ), un sitio web de teología y filosofía que elaboramos tres católicos uruguayos.

Sagrada Familia de Nazareth

Sagrada Familia de Nazareth,
enséñanos el recogimiento, la interioridad;
danos la disposición de escuchar las buenas inspiraciones
y las palabras del verdadero Maestro;
enséñanos la necesidad del trabajo, de la preparación,
del estudio, de la vida interior personal,
de la oración que sólo Dios ve en lo secreto;
enséñanos lo que es la familia, su comunión de amor,
su belleza simple y austera
y su carácter sagrado e inviolable.
Amén.

Papa Pablo VI

Salmo 15

Protégeme, Dios mío, que me refugio en Ti;
yo digo al Señor: "Tú eres mi bien".
Los dioses y señores de la tierra
no me satisfacen.

Multiplican las estatuas
de dioses extraños;
no derramaré sus libaciones con mis manos,
ni tomaré sus nombres en mis labios.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano:
me ha tocado un lote hermoso,
me encanta mi heredad.

Bendeciré al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con Él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.

domingo, setiembre 18, 2005

La acción política de los católicos

1. La dimensión política de la fe cristiana
La Iglesia Católica reconoce la justa autonomía de la realidad terrena, de la cultura humana y de la comunidad política (cf. Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et Spes, nn. 36, 59, 76). Este principio contradice tanto al integrismo, que niega o minimiza la autonomía de la realidad creada, como al secularismo, que la exagera considerándola como independencia respecto de Dios. Mientras que el integrismo une indisolublemente a la fe cosas que le pertenecen sólo accidentalmente, el secularismo separa de la fe cosas que le pertenecen sustancialmente. El Concilio rechaza ambos errores, afirmando que las cosas creadas y la sociedad gozan de leyes y valores propios que el hombre debe descubrir y emplear y que la realidad creada depende de Dios y debe ser usada con referencia a Él (cf. ídem, n. 36).
De acuerdo con su afirmación de la legítima autonomía de la comunidad política, la Iglesia reconoce no tener las soluciones a todos los problemas políticos que enfrentan las sociedades humanas. Por ejemplo, no es tarea de la Iglesia enseñar a los uruguayos si debemos o no debemos privatizar ANCAP; y es muy dudoso que sea tarea suya determinar si y hasta qué punto específico es conveniente o no para los latinoamericanos adoptar los diez lineamientos generales de política económica agrupados por John Williamson bajo el nombre de “Consenso de Washington” (cf. Documento de Trabajo del IV Sínodo Arquidiocesano de Montevideo, Desafíos a nuestro compromiso eclesial, pp. 9-10). En este terreno tienen la palabra los partidos y las ideologías políticas. Por eso está prohibido a los clérigos ejercer cargos del gobierno civil y participar activamente en partidos políticos (cf. Código de Derecho Canónico, nn. 285,3; 287,2). La Iglesia tiene una sola cosa que ofrecer a los hombres: nada más ni nada menos que la Palabra de Dios hecha carne, Jesucristo, el Salvador del mundo, quien nos ha revelado la verdad acerca de Dios y la verdad acerca del hombre.
Por otra parte, sin embargo, esta verdad revelada acerca del hombre se refiere tanto a la dimensión individual como a la dimensión social del ser humano. La fe cristiana tiene consecuencias ineludibles en el terreno de la moral social. Por ende la Iglesia tiene valiosísimos principios orientadores para ofrecer en el área de los asuntos culturales, políticos y económicos, a tal punto que se puede afirmar que “no existe verdadera solución para la “cuestión social” fuera del evangelio” (Juan Pablo II, encíclica Centesimus Annus, n. 5; cf. n. 43).
“El carácter secular es propio y peculiar de los laicos... A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios.” (Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen Gentium, n. 31). No debemos confundir la secularidad del laico con el secularismo. Éste propone una visión dualista que disocia absolutamente los ámbitos público y privado de la vida del hombre, relegando a la religión únicamente a la esfera privada. Esta visión procede de un racionalismo que considera a la fe como un sentimiento irracional que desune a los hombres y que no tiene derecho de ciudadanía en el ámbito público, por ser éste el ámbito reservado a la mera racionalidad. No tenemos que dejar de ser cristianos al salir de nuestras casas o templos y entrar a las escuelas, los lugares de trabajo, el Parlamento, etc. Debemos actuar como cristianos siempre y en todo lugar, también en el ámbito político.

2. Los dos problemas políticos principales
El problema político principal del siglo XX podría sintetizarse aproximadamente en la siguiente pregunta: ¿Cuál debe ser el rol del Estado en la vida de la sociedad? Las distintas respuestas a esta cuestión suelen ser representadas gráficamente sobre un eje horizontal:
· En la extrema izquierda se ubica el socialismo colectivista, en el cual el Estado asume un rol totalitario.
· En la extrema derecha se ubica el liberalismo individualista, en el cual el Estado asume un rol mínimo.
· Entre ambos extremos se ubica toda una gama de posiciones más moderadas.
Desde la perspectiva de la fe cristiana existe un pluralismo político legítimo. Las propuestas políticas legítimas para un cristiano deben ser compatibles con los siguientes dos principios básicos de la doctrina social de la Iglesia:
· El principio de solidaridad, según el cual el Estado debe promover la justicia social, tutelando especialmente los derechos de los débiles y los pobres (cf. Juan Pablo II, encíclica Centesimus Annus, nn. 10, 15).
· El principio de subsidiariedad, según el cual el Estado no debe sofocar los derechos del individuo, la familia y la sociedad, sino que debe promoverlos (cf. ídem, nn. 11, 15).
Si uno se mueve desde el centro hacia la derecha sobre el eje referido, llega un momento en que deja de respetar el principio de solidaridad. En cambio, si uno se mueve desde el centro hacia la izquierda, llega un momento en que deja de respetar el principio de subsidiariedad. Entre ambos puntos está la zona del pluralismo político legítimo.
Los conflictos políticos cotidianos se dan habitualmente entre las distintas posiciones existentes sobre este “eje horizontal”. Sin embargo, de vez en cuando determinados asuntos ponen de manifiesto otro problema político fundamental, que tal vez podría formularse así: ¿Cuál debe ser la actitud del Estado con respecto a la ley moral natural? Las distintas respuestas a esta segunda cuestión podrían ser representadas gráficamente sobre un eje vertical:
· En la parte superior ubicamos la respuesta que postula una actitud positiva del Estado hacia la ley moral natural. Aquí se inscribe la doctrina cristiana, ya que según ésta el Estado existe para buscar el bien común y esto sólo puede lograrse respetando el orden moral establecido por Dios en la naturaleza humana (cf. Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 74).
· En la parte central ubicamos la respuesta del liberalismo político, que postula una actitud neutral del Estado hacia la cuestión del bien y el mal.
· En la parte inferior ubicamos las respuestas radicales que postulan una actitud negativa del Estado hacia la ley moral natural. Aquí se inscribe el actual peligro de que la democracia se convierta en una “dictadura del relativismo”, según ha denunciado el Papa Benedicto XVI.
Creemos que, por diversas razones, entre las cuales ocupa un lugar de primer orden el fracaso del sistema comunista, el “eje vertical” asumirá un papel cada vez más importante en la vida política de las sociedades del siglo XXI, llegando quizás a superar la notoriedad del “eje horizontal” (cf. Juan Pablo II, encíclica Centesimus Annus, n. 42). En el siguiente apartado procuraremos mostrar que esto ya está ocurriendo.

3. El choque de dos civilizaciones
Samuel Huntington ha alcanzado fama mundial mediante la siguiente tesis: la política internacional del siglo XXI estará dominada por el “choque de civilizaciones”, y especialmente por el choque entre las civilizaciones occidental e islámica. Por nuestra parte creemos que hay muchas y buenas razones para sostener que la principal amenaza a la paz mundial no provendrá del choque entre el Occidente y el Islam, sino del choque de Occidente consigo mismo, de su rebelión contra sus propias raíces cristianas.
En la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13,24-30.36-43) Jesucristo nos enseña que el Reino de Dios y el reino del diablo coexistirán y se enfrentarán entre sí hasta el fin del mundo, cuando Dios manifestará su juicio definitivo sobre cada ser humano, retribuyendo a cada uno en función de sus obras. Notemos que la pugna entre ambos reinos se produce no sólo en el nivel individual, sino también en el nivel social, tendiendo a constituir por una parte una civilización o cultura del amor y por otra parte una “anticivilización” o “cultura de la muerte” (cf. Juan Pablo II, Gratissimam sane, Carta a las familias, 2/02/1994, n. 13).
Si bien es cierto que esta pugna se ha dado siempre en toda sociedad humana desde el origen de la historia del pecado, cabe afirmar que ella ha adquirido una especial intensidad en nuestros días y en particular en nuestra civilización occidental. Ésta aparece hoy como una civilización dividida en dos: la civilización cristiana y la civilización secularista. Tanto en nuestra América como en la vieja Europa se enfrentan hoy claramente dos concepciones principales del hombre y del mundo, profundamente antagónicas entre sí.
Dado que la familia es la célula básica y fundamental de la sociedad humana, no es extraño que ella esté en el centro de la lucha entre las dos civilizaciones mencionadas. Los episodios de esta lucha se manifiestan con frecuencia cada vez mayor en muchos países: intentos (exitosos o no, según los casos) de legalización del aborto, la fecundación in vitro y la experimentación con embriones humanos, de reconocimiento legal de las uniones libres heterosexuales y homosexuales; embates consistentes contra la libertad de educación y la libertad de expresión acerca de temas morales etc.
En la raíz del actual avance de la “cultura de la muerte” en el Occidente cristiano probablemente esté la introducción y la difusión del divorcio. En efecto, la legislación divorcista en el fondo supone que el ser humano es incapaz de amar de verdad, comprometiéndose realmente con otra persona para toda la vida, o bien asume que un amor así es una esclavitud destructiva.
Nuestra sociedad puede ser descripta como “sociedad del divorcio”, pues ha divorciado realidades que deben permanecer unidas o en fecunda relación. En efecto, ella se caracteriza no sólo por el divorcio entre marido y mujer, sino también por:
· El divorcio entre la fe y la razón (cf. Juan Pablo II, encíclica Fides et Ratio, nn. 45-48).
· El divorcio (y no la sana separación) entre la Iglesia y el Estado.
· El divorcio entre la moral, por un lado, y la ley civil, la economía, la ciencia y la tecnología, por otro lado.
· El divorcio entre la relación sexual y la procreación, mediante la anticoncepción y la fecundación artificial.
· El divorcio entre la naturaleza y la cultura en la “ideología de género”, de creciente y nefasta influencia en todo el mundo.
Estos “divorcios” particulares tienen su primer principio en el “divorcio” fundamental entre el hombre y Dios, propio del ateísmo práctico, cuya primera consecuencia es el “divorcio” entre el hombre y su prójimo, propio del individualismo.
Ante esta penosa y peligrosa situación los cristianos debemos retomar cada día con nuevo ardor la gran tarea de la evangelización de la cultura, renovando la cultura cristiana y sembrando la buena semilla de la verdad cristiana en las familias, las empresas, los centros educativos, los medios de comunicación social, los partidos políticos, etc. Nuestra tarea política consiste en reconstruir en el seno de la sociedad los vínculos deshechos por la “cultura del divorcio”.

4. Tres modelos de organización del voto católico
Como nos recordó recientemente la Conferencia Episcopal Uruguaya, la acción política de los católicos debe ser regida por los tres principios básicos mencionados en esta célebre máxima de San Agustín: “Unidad en lo necesario, libertad en lo opinable, caridad en todo” (cf. Conferencia Episcopal Uruguaya, Católicos. Sociedad. Política. Documento pastoral y de trabajo de los Obispos para las Comunidades en el Año Electoral 2004, pp. 65-66).
· La unidad en lo necesario exige que nuestra lealtad primera y fundamental esté referida a Jesucristo y a la doctrina católica, tal como ésta es enseñada por el Magisterio de la Iglesia.
· La libertad en lo opinable supone que cada católico tiene plena libertad de opinión y de acción en todos los asuntos sobre los cuales la doctrina de la Iglesia no se pronuncia. Pero debe evitar presentar su opinión como la única cristianamente legítima (cf. Código de Derecho Canónico, can. 227; 212,1; 747,2).
· La caridad, forma de todas las virtudes, no puede dejar de informar también los actos políticos.
A continuación describiremos brevemente, en función de estos principios, tres modelos de organización del voto del pueblo católico:
· El primer modelo es el del partido político confesional “único”. Decimos “único” no porque implique la inexistencia de otros partidos, sino porque este partido confesional, con el apoyo explícito o implícito de la Jerarquía de la Iglesia, es considerado como el único que puede ser votado legítimamente por los ciudadanos católicos. Este modelo privilegia la unidad en detrimento de la libertad. En nuestro país hubo un intento de aproximación a este modelo a principios del siglo XX, mediante la creación de la Unión Cívica (cf. Documento de Trabajo del IV Sínodo Arquidiocesano de Montevideo, Cap. 8 – “Identidad y protagonismo del laicado”, nn. 16-22).
· El segundo modelo es el de la pluralidad de partidos políticos, confesionales o no. Se reconoce de buen grado que cada ciudadano católico puede votar legítimamente a cualquier partido cuya propuesta sea sustancialmente compatible con la fe cristiana. Este modelo privilegia la libertad en detrimento de la unidad. En Uruguay se impuso después del Concilio y sigue aún vigente, predominando incluso la idea de que la época de los partidos confesionales ha pasado y de que los católicos deben insertarse en los partidos no confesionales para actuar “como levadura en la masa”.
Estos dos modelos se han enfrentado al siguiente dilema:
· La vida política cotidiana transcurre habitualmente en el “eje horizontal” y en este eje muchas veces hay menor distancia entre un católico y un no católico, ambos de centro-izquierda o ambos de centro-derecha, que entre dos católicos, uno de centro-derecha y otro de centro-izquierda. Así el primer modelo se ve sometido a una fuerza centrífuga que tiende a dividir al partido confesional según las distintas tendencias horizontales.
· La vida política tiene también un “eje vertical”, habitualmente oculto, pero siempre determinante. Ocurre normalmente que los partidos políticos no confesionales, organizados en función del “eje horizontal”, albergan posiciones muy heterogéneas con respecto al “eje vertical”. Cuando esto se pone de manifiesto, suele ocurrir que los ciudadanos católicos que han votado a partidos no confesionales por razones de afinidad en el “eje horizontal” perciben súbitamente que esos partidos (o algunos de sus sectores) traicionan radicalmente sus convicciones del “eje vertical”. Pero además suele ocurrir que los ciudadanos católicos entrevean que sus discrepancias en el “eje horizontal” son menos importantes que sus acuerdos en el “eje vertical”. Así el segundo modelo se ve sometido a una fuerza centrípeta que tiende a reconstituir un partido confesional.
Los defectos de ambos modelos han contribuido a la situación de gran debilidad política que sufren los católicos, en Uruguay y en otros países.
Proponemos ahora un tercer modelo que intenta combinar los principios de unidad y libertad de una manera más adecuada a la actual situación histórica. Nos referimos a una plataforma política cristiana “transversal”. Sus miembros, manteniendo su adhesión a distintos partidos políticos compatibles con la fe cristiana y su libertad de acción en los asuntos opinables, actuarían unidos (como si fueran un partido) en todas aquellas materias sobre las cuales la doctrina católica exige una postura definida. Esta plataforma política cristiana (que podría ser denominada, por ejemplo, “Cristianos por el Uruguay”) no sería un partido político y por lo tanto no participaría en las elecciones con listas propias. Se configuraría como una corriente de pensamiento y de acción política transversal a los partidos. En el Parlamento, la plataforma que proponemos podría funcionar de un modo análogo a la bancada feminista. Las legisladoras feministas pertenecen a distintos partidos, opinan y votan de un modo divergente en multitud de asuntos, pero convergen a la hora de defender lo que ellas consideran derechos de la mujer.
Nuestra plataforma política cristiana, para ser una fuerza operativa, históricamente relevante, debería trascender la mera unidad teórica o doctrinal y llegar al plano de la acción. Esto requiere la forja de acuerdos mínimos para llevar los principios a la práctica, lo cual supone el cultivo de una cultura de cooperación. Ilustremos esto con un ejemplo: Todo católico debe rechazar la legalización del aborto, por lo cual debe apoyar alternativas al aborto. Pues bien, pensamos que los laicos católicos deberíamos evitar nuestra arraigada tendencia a sobrevalorar nuestras diferencias de matices sobre aspectos secundarios y mostrarnos capaces de unirnos en torno a proyectos concretos de alternativas al aborto, aunque estos proyectos hagan opciones contingentes.
La plataforma “Cristianos por el Uruguay” tendría un “núcleo” católico, pero estaría abierta a cristianos de otras denominaciones y a también a creyentes no cristianos y no creyentes de buena voluntad, que reconozcan la vigencia de la ley moral natural.
Desde el punto de vista canónico, “Cristianos por el Uruguay” sería una asociación privada de fieles. Esto significa que la Iglesia la reconocería como una asociación católica, pero que no actúa oficialmente en representación de la Iglesia, sino de un modo autónomo.
Terminaremos nuestra presentación con algunas conclusiones prácticas:
· La grave situación actual requiere que los fieles laicos salgamos cuanto antes de la apatía o la resignación políticas.
· Lo primero que debemos procurar es que los católicos conozcan la doctrina de la Iglesia y dejen de votar a candidatos y partidos cuyas propuestas la contradicen.
· La demanda para una fuerza política católica relevante existe; falta sólo organizarla y manifestarla.
· Es necesario que nos fijemos objetivos realistas y que trabajemos fraternalmente unidos para alcanzarlos.
· En el camino no faltarán dificultades ni persecuciones. Estemos dispuestos al sacrificio por el Reino de Cristo.

Daniel Iglesias Grèzes