domingo, febrero 28, 2010

500 descargas gratuitas

Desde 2008 hasta hoy, más de 500 personas han descargado gratuitamente mi primer libro de teología: "Razones para nuestra esperanza. Escritos de apologética católica".
Más exactamente, la cantidad de descargas ha ascendido a un total de 513, incluyendo 46 descargas de la tercera edición.
Además, en el mismo período se han vendido 15 ejemplares impresos del mismo libro.
Puedes descargar gratuitamente este libro en formato PDF (o comprarlo impreso) desde:
Una vez allí, puedes hacer clic en "Descargar".

sábado, febrero 27, 2010

Los católicos en la red redescubren la vieja apologética (Vittorio Messori)


(…) Pero, para volver a la perspectiva católica, hay un aspecto que parece ocultarse a los observadores: Internet ha favorecido un impetuoso retorno a una “ciencia” que parecía olvidada en la Iglesia misma, aunque desde los inicios había tenido una parte grande en la evangelización. Hablamos de la apologética, entendida como defensa del acuerdo entre fe y razón, entre historia y Biblia, entre Iglesia y Evangelio. Después del Vaticano II habían desaparecido, en los mismos seminarios, los viejos manuales apologéticos, juzgados inútiles en un mundo donde la verdad de la fe se habría de testimoniar con el compromiso social y no con las demostraciones lógicas e históricas. En realidad también éstas eran –y son más que nunca- necesarias y a su redescubrimiento ha dado un gran incremento la Red. Aquí, de hecho, muchos sitios, blogs y foros están dedicados a la demolición de las bases históricas de las Escrituras y a la polémica sobre la historia de la Iglesia. Se va desde estudios universitarios hasta disparos del Bar Sport, desde críticas insidiosas hasta maldiciones triviales. Es un hecho que, indignados, los internautas católicos (clérigos y laicos, éstos en gran número) han reaccionado, desempolvando los textos apologéticos para replicar al viejo pero siempre relanzado elenco de acusaciones: el Evangelio como mito oriental, los milagros como supersticiones, Galileo, la Inquisición, las Cruzadas, la masacre de los cátaros, la noche de San Bartolomé, la conquista de América, la condición de la mujer, la simonía, las relaciones entre el catolicismo y los totalitarismos…

Y así sucesivamente, desplegando el rosario habitual, pero que ahora tiene una nueva y extraordinaria visibilidad. Hierve, en la web, la defensa del acuerdo entre fe y razón, entre fe e historia: un relanzamiento del cual se complace Joseph Ratzinger, quien justamente a estos temas ha dedicado la vida, primero como profesor, después como Prefecto del ex Santo Oficio, finalmente como Pastor de la Iglesia universal. (…)

Fuente: www.et-et.it/articoli/2010/2010_01_25.html
(traducido del italiano por Daniel Iglesias Grèzes).

martes, febrero 16, 2010

San Pedro en el Vaticano (Margherita Guarducci)


Los huesos de San Pedro en el Vaticano. Después de casi 40 años de estudios, Margherita Guarducci traza un balance de sus descubrimientos. He aquí las pruebas que dicen: «Pedro está aquí».

Desde hace muchos siglos la Iglesia católica proclama la existencia de la tumba de Pedro en el Vaticano y considera esta tumba como fundamento y garantía de su primacía. Se entiende entonces cómo la presencia de esta tumba haya sido objeto de contradicción para los adversarios de la Iglesia de Roma.

Algunos, para atajar el problema de raíz, incluso han negado que Pedro haya estado en la urbe. Esta última radical opinión ha ido perdiendo fuerza, pero todavía quedan algunos que ponen en duda la real presencia de la tumba de Pedro en el Vaticano.

Por mi parte, estoy segura de haber demostrado claramente, gracias a un intenso trabajo que ha durado no pocos años, desde 1952 en adelante, que en los subterráneos de la Basílica Vaticana no solamente existe la tumba de Pedro sino también –clamorosa excepcionalidad– una notable parte de sus restos mortales. Mi demostración, siempre iniciada en el más riguroso método científico y siempre basada en pruebas y comprobaciones sugeridas por varias disciplinas, se ha abierto paso. Pero ciertas resistencias quedan, especialmente por cuanto concierne a las reliquias del apóstol. Tales resistencias se manifiestan (increíble pero verdadero) sobre todo en el ámbito del Vaticano y eso -se nota– en pleno contraste con el reconocimiento oficial de las reliquias mismas, proclamado por Pablo VI en 1968 y sucesivamente confirmado nuevamente por él en varias ocasiones.

Estando así las cosas, me ha surgido el deseo, es decir, me he impuesto el deber de resumir las numerosas razones y por dar la mayor claridad posible al gran problema, el cual (no se puede negar) interesa a gran parte de la humanidad. Mi objetivo es aclarar la evidencia y resolver definitivamente el problema en acuerdo con la tradición de la Iglesia.

Pedro vino a Roma, murió mártir en el reinado de Nerón y fue enterrado sobre la colina del Vaticano, donde aconteció su martirio.

De esto existe ante todo una prueba indirecta: ninguna comunidad cristiana, excepto la de Roma, jamás se alabó por poseer la tumba de Pedro. Por otro lado encontramos pruebas directas que recíprocamente se iluminan y completan. Se trata de fuentes literarias, datos arqueológicos y epigráficos. También hay, especialmente por cuanto concierne a las reliquias del apóstol, el aporte de las ciencias experimentales.

Entre finales del siglo I d.C. y el principio del III, existen fuentes literarias incensurables que convergen y certifican la tradición de la Iglesia. Al final del siglo I, Clemente, jefe de la comunidad cristiana de Roma, sitúa a Pedro (y Pablo) en el episodio de la persecución de Nerón y de los horrorosos acontecimientos que sucedieron en el Circo de Nerón en el Vaticano, espectáculos de los que de manera acreditada habla ampliamente Tácito, el más grande historiador de Roma. En la primera mitad del siglo II siguen dos escritos "apocalípticos", la «Ascensión de Isaías» y el «Apocalipsis de Pedro»: de estos testimonios resulta que Pedro -único entre los apóstoles de Jesús- murió en Roma víctima de la persecución neroniana del 64. Más tarde, a caballo entre los siglos II y III, el historiador de la Iglesia Eusebio relata acerca de un presbítero romano de nombre Gaio que habla por primera vez de la tumba gloriosa ("trofeo") de Pedro en el Vaticano. En el transcurso de los años los testimonios de la existencia de la tumba de Pedro en el Vaticano han sido numerosos.

La confirmación absoluta a las fuentes literarias viene de la arqueología. Desde hace siglos los fieles sabían que la tumba de Pedro se encontraba en la Basílica Vaticana debajo del altar de la Confesión, pero los papas que se han sucedido en la guía de la Iglesia no se han atrevido a investigar hasta el fondo, sea por temor reverencial no difícil de comprender, sea por el miedo obvio de una posible respuesta negativa, que habría sido de extrema gravedad. Solamente en 1939, Pío XII, que estaba animado de un heroico amor por la verdad, decidió abrir a la ciencia los misterios subterráneos de la Basílica. Así ocurrió que entre 1940 y 1949 se realizaron las excavaciones. Éstas fueron ejecutadas, como he demostrado en otro lugar, de un modo discutible, pero llevaron a algunas constataciones importantes. Aquí tenemos un resumen.

Se descubrió ante todo que bajo el suelo de la Basílica existían los restos de una antigua necrópolis pagana construida en los siglos II-III y enterrada en los tiempos del emperador Constantino, para crear el piso sobre el cual se construiría la primera basílica en honor de Pedro (alrededor de 321-326). Esto revelaba la presencia en esta área de un punto fijo de suprema importancia, punto que sólo podía ser la tumba del apóstol.

Un segundo resultado muy importante fue el descubrimiento bajo el altar de la Confesión de una serie de monumentos de mayor antigüedad, sobrepuestos uno sobre el otro, o dentro del otro, de donde se deduce una secular continuidad de culto en honor de Pedro. He aquí, comenzando desde lo alto, es decir remontando el curso del tiempo, esta serie de monumentos:

1) altar de Clemente VIII (1594), que es todavía el altar papal;
2) altar de Calixto II (1123); dentro de éste,
3) altar de Gregorio Magno (590-604);
4) monumento erigido por Constantino en honor de Pedro (aproximadamente 321-326).

Dentro del monumento constantiniano estaban encerradas tres manufacturas precedentes: trazos de un antiguo muro, después comúnmente conocido como “muro g” (segunda mitad del siglo III), cubierto de una ininterrumpida red de grafitos cristianos, escritos entre el final del siglo III y la segunda década del siglo IV, de donde resultaba la férvida veneración ofrecida a este lugar; un pequeño quiosco funerario, el primer monumento construido en honor de Pedro, identificable con el "trofeo" recordado por Gaio, adosado a un trozo de muro revestido de un enlucido rojo (el llamado muro rojo) y con esto lo podemos datar alrededor de 160. En el suelo del quiosco funerario un cerramiento revelaba la presencia de una tumba en el terreno, la cual sólo podía ser la originaria tumba de Pedro. Pero debajo del cerramiento el terreno se encontraba removido. Como más tarde me tocó comprobar, los restos mortales del apóstol fueron trasladados, en la época de Constantino, a un nicho realizado a propósito dentro del ya recordado "muro g" y por tanto incluido en el monumento constantiniano.

Después de las excavaciones (anormales, repito) del período 1940-1949, y después de la relativa publicación (1951), quedaron tres grandes lagunas acerca de la tumba de Pedro, que impedían llegar a una solución definitiva del problema:

1) No había sido reconocido en ninguna de las zonas excavadas el nombre de Pedro.
2) No fueron descifrados sino en una mínima parte, y no sin errores, los grafitos del "muro g".
3) Nada se supo acerca de la suerte de las reliquias del apóstol, que habrían debido encontrarse bajo el quiosco funerario del siglo II en la antigua tumba en el terreno y sin embargo no estaban.

Las tres faltas fueron superadas por mí, durante el intenso trabajo que desarrollé desde 1952 en adelante.

El nombre de Pedro lo encontré yo en uno de los mausoleos de la antigua necrópolis (el de la gens Valeria), ocupado antes del entierro por personas cristianas, y, muchas veces, entre los grafitos del "muro g".

Todos los grafitos de este muro fueron descifrados y revelaron, además del nombre de Pedro, preciosas noticias para el conocimiento de la espiritualidad cristiana en Roma entre los siglos III y IV. Aparecieron, entre otras cosas, numerosas aclamaciones a la victoria de Cristo, de Pedro y de María; y gracias a un sistema -bien conocido en aquellos tiempos- de criptografía mística, numerosas siglas expresan la íntima unión de Cristo y Pedro, símbolos trinitarios, invocaciones a Cristo como luz, paz, principio y fin del universo, evocaciones a la mística llave de Pedro. No falta un sugestivo recuerdo de la victoria de Constantino en 312, cerca del Puente Milvio y del signo de Cristo que se consideró como el anuncio y la certeza de ese acontecimiento histórico.

Dentro del nicho expresamente excavado en el "muro g" fueron depositadas, como he dicho, las reliquias de Pedro. Pero los responsables de las excavaciones del período 1940-1949 no las vieron. Por un extraño enredo de circunstancias imputables a las irregularidades de aquellas excavaciones, los preciosos restos fueron retirados por personas inconscientes, y depositados en un lugar cercano con ambiente húmedo y oscuro, donde, dentro de una caja de madera, quedaron ignorados por una decena de años. En septiembre de 1953, se quitaron de este ambiente húmedo, que en poco tiempo los habrían descompuesto, pero no fueron identificados inmediatamente por lo que eran. Solamente más tarde ellos se convirtieron en el objeto de largos exámenes y reflexiones profundizadas por parte mía y por especialistas de ciencias experimentales que yo consulté. Particularmente importante fueron los exámenes del antropólogo Venerando Correnti. La identificación definitiva por mi parte fue en 1964; la primera publicación en 1965; el primer anuncio oficial del reconocimiento fue dado por Pablo VI en 1968 y luego repetidamente confirmado hasta el año de su muerte en 1978.

Llegados a este punto, no resulta inútil repetir, añadiendo otros puntos, la meditada síntesis por mí publicada con los argumentos que convergen en la demostración de la identificación de las reliquias de Pedro.

1) El monumento realizado por Constantino en honor de Pedro era considerado en aquellos tiempos, sepulcro del apóstol (como expone Eusebio, obispo de Cesarea, que conoció personalmente a Constantino).
2) En el interior del monumento existe un solo nicho.
3) Este nicho fue cavado y forrado de mármol en la época de Constantino.
4) El nicho quedó intacto desde la época de Constantino hasta el principio de las excavaciones, en torno a 1941.
5) Del nicho provienen, con documentación autentificada, los huesos hallados en 1953.
6) Los huesos procedentes del nicho son aquellos que Constantino y sus contemporáneos creyeron huesos de Pedro.
7) Los huesos depositados en el nicho marmóreo del "muro g" fueron envueltos en un paño de púrpura entretejido de oro (los restos de dicho paño fueron hallados entre los huesos, resultando en el análisis de púrpura auténtica de múrice y oro puro).
8) La dignidad real del oro y la púrpura se entona a la del pórfido que adorna el exterior del monumento erigido por Constantino en honor de Pedro.
9) El examen antropológico de los huesos (en total, aproximadamente la mitad del esqueleto) los ha demostrado pertenecientes a un solo individuo de sexo masculino, de edad 60-70 años, coincidiendo con cuanto conocemos de Pedro en la época de su martirio.
10) La tierra incrustada en los huesos demuestra que estos provienen de una tumba en el terreno, y de tales características era la primitiva tumba de Pedro, bajo el quiosco del siglo II.
11) El examen petrográfico de esta tierra la ha confirmado como arena marmosa, idéntica a la tierra del lugar, mientras que en otras zonas del Vaticano se encuentran arcillas azules y arenas amarillas.
12) La originaria tumba de Pedro bajo el quiosco del siglo II fue encontrada devastada y vacía, y dicho hecho coincide con la presencia de los huesos envueltos en púrpura y oro que existían dentro del monumento-sepulcro erigido por Constantino.
13) En el interior del nicho, sobre la pared occidental, un grafito griego, trazado en la edad constantiniana, antes del cierre de dicho nicho, declara: «Pedro está (aquí) dentro».
14) Resulta con certeza que el nicho del "muro g" determinó -en el eje de la primera basílica- un desplazamiento hacia el Norte con respecto al eje del quiosco funerario del siglo II, que según la norma habría tenido que ser seguido; y el desplazamiento repercutió poco a poco en los monumentos siguientes hasta la cúpula de Miguel Ángel y el dosel bronceado de Bernini. Eso es innegablemente indicio de la enorme importancia que los contemporáneos de Constantino atribuyeron al contenido del nicho.
15) Todo esto coincide en demostrar que el nicho marmóreo del "muro g" puede ser razonablemente considerado como la segunda y definitiva tumba de Pedro y que los huesos depositados en aquel vano con los honores del oro y la púrpura son de verdad los restos mortales del Mártir.

Las reliquias de Pedro existentes en la Basílica Vaticana son, a la luz de las razones expuestas, las únicas sin duda alguna auténticas correspondientes a un personaje cristiano del siglo I que ha conocido a Cristo, ha escuchado su palabra y ha visto sus milagros. Otras no existen, ni en Oriente ni en Occidente. Y no es una pura casualidad que esta excepción concierna a Pedro, el primero de los Doce, sobre el que Cristo dijo querer fundar su Iglesia. Como he tenido la ocasión de escribir recientemente en mi libro «La primacía de la Iglesia de Roma», es razonable la opinión de que la antigua universalidad de Roma se dilate en el tiempo por la primacía espiritual de la Iglesia católica, es decir por su definición de "universalidad", que tiene su centro en Roma y que es motivo y garantía de esta extraordinaria continuidad, de esta perenne vitalidad, de esta excepcional presencia en Roma, en la Basílica Vaticana, de la auténtica tumba de Pedro y sus auténticas reliquias.

(Revista 30 Días, agosto/septiembre de 1991, pp. 66-69).

Fuente:

sábado, febrero 13, 2010

Cinco preámbulos de la fe


Daniel Iglesias Grèzes

Algunos comentarios sobre el libro: P. A. Hillaire, La Religión demostrada o los fundamentos de la fe católica ante la razón y la ciencia, Librería Católica Internacional, Barcelona 1920, 3ª edición; versión castellana de la 16ª edición francesa por Monseñor Agustín Piaggio).

El prefacio de “La Religión demostrada…” del P. Hillaire está fechado el 8 de diciembre de 1900. Este notable libro tuvo una gran difusión en todo el orbe católico durante la primera mitad del siglo XX, pero luego cayó rápidamente en el olvido, en parte debido a la crisis general de la apologética católica.

La parte primera y principal del libro (pp. 3-524) está estructurada en cinco capítulos que se corresponden con las siguientes cinco “verdades”:

“1ª. Hay un Dios criador de todos los seres.
2ª. El hombre, criatura de Dios, posee un alma espiritual, libre e inmortal.
3ª. El hombre necesita de una religión: sólo una religión es buena, y sólo una es verdadera.
4ª. La única religión verdadera es la religión cristiana.
5ª. La religión cristiana no se halla más que en la Iglesia católica.”
(pp. 1-2).

En esta primera parte se fundamentan extensamente estas cinco “verdades”, por medio de 206 preguntas y respuestas.

En la segunda parte (pp. 525-568), titulada “¿Por qué somos católicos?”, el autor vuelve sobre los mismos temas, pero presentándolos de forma mucho más resumida. La estructura de esta parte es similar a la de la anterior, pero tiene una forma más práctica y silogística. Esta parte comprende cinco apartados que se corresponden con las siguientes cinco proposiciones:

“I. Todo hombre razonable debe creer en Dios, criador del mundo.
II. Todo hombre que cree en Dios, debe creer en la inmortalidad del alma, destinada a glorificar a su Criador.
III. Todo hombre que cree en Dios y en la inmortalidad del alma, debe practicar la religión exigida e impuesta por Dios.
IV. La religión impuesta por Dios es la religión cristiana: luego todo hombre que cree en Dios debe ser cristiano.
V. La religión cristiana no se halla más que en la Iglesia católica: luego todo cristiano debe ser católico.
Por consiguiente, todo hombre razonable debe ser católico.”
(p. 525).

La tercera y última parte del libro (pp. 569-673) es un “Compendio de la doctrina cristiana”.

Este célebre escrito del P. Hillaire, como toda obra humana, tiene luces y sombras.

Sus méritos son muy grandes. Suministró a varias generaciones de católicos un acceso fácil a un conjunto muy completo y ordenado de argumentos a favor de la razonabilidad de la fe católica, presentados de un modo muy claro, conciso, sólido y generalmente convincente, con muchos pasajes amenos y recordables.

Sin embargo, no hay por qué ocultar que esta obra presenta algunas debilidades: por ejemplo, el tono algo triunfalista empleado con frecuencia por el autor y cierta apariencia de agresividad hacia los no católicos, que se trasluce en algunos pasajes, como los textos ya citados. Allí parece no tomarse en cuenta que hay muchos motivos subjetivos que impulsan a personas razonables a apartarse de la verdad objetiva en materia religiosa, ni que fuera de los límites visibles de la Iglesia católica se puede encontrar muchos elementos de la religión cristiana, aunque no su substancia plena e íntegra.

La obra contiene algunas deplorables expresiones antisemitas (cf. pp. 439-440) e incurre en grandes exageraciones en el capítulo dedicado a la francmasonería (pp. 437-452). La intensidad volcánica de este capítulo (1) se explica en gran parte por la situación de la Francia del 1900. La muy fuerte y manifiesta hostilidad desplegada por los masones contra la Iglesia Católica produjo una especie de obsesión antimasónica en los católicos de esa época, sobre todo en Francia.

Por otra parte, el autor tiene cierta tendencia a probar sus tesis o refutar las posiciones contrarias con demasiada facilidad. Por ejemplo, para probar la eternidad del infierno aporta cuatro argumentos; el primero de ellos consiste en que la creencia de todos los pueblos afirma la eternidad del infierno, lo cual no es cierto (cf. pp. 70-72).

Inevitablemente, el libro ha envejecido. Unos cuantos de los ejemplos citados por el autor se refieren a las relaciones entre señores y siervos, propias de su época, pero que resultan extrañas y malsonantes para el lector contemporáneo. Obviamente, varios textos manifiestan el rol secundario o subordinado de la mujer en la sociedad del 1900. En otros casos, los argumentos del P. Hillaire no pueden ser más fuertes debido al desconocimiento de ciertas verdades científicas en su época.

Por ejemplo, la primera prueba de la existencia de Dios expuesta por el P. Hillaire (pp. 5-6) es en el fondo el “argumento kalam”. Allí el P. Hillaire dice lo siguiente: “El universo no ha existido siempre tal como es ahora. He ahí un hecho reconocido por todas las ciencias modernas. La geología, o la ciencia de la tierra, la astronomía, o la ciencia del cielo, la biología, o la ciencia de la vida, etc., todas reconocen que el mundo tiene un principio.” (p. 5).

En realidad, la ciencia de la época no ofrecía puntos de apoyo muy firmes para esta última afirmación. Constataba sí que la tierra y los seres vivos habían sufrido cambios en el tiempo, pero hasta ese momento seguía predominando la visión de un universo material globalmente estático. Recién en la década 1920-1930 se descubrió la expansión del universo y se formuló la teoría del Big Bang. Dicha teoría, que más adelante fue confirmada por varios datos experimentales y que hoy goza de un apoyo casi unánime entre los científicos, ofrece un fortísimo indicio de la no-eternidad del mundo, afirmada por la fe cristiana.

Me detendré ahora en un punto particular de la doctrina católica que creo que no fue muy bien expuesto por el P. Hillaire:

23. P. ¿Por qué ha creado Dios el mundo?

R. Dios ha creado el mundo para su propia gloria, único fin verdaderamente digno de sus actos; y, además, para satisfacer su bondad comunicando a los seres creados la vida y felicidad de que Él es principio.

Dios no podía crear sino para su gloria: Él debe ser el único fin de todas las cosas, por la razón de ser su único principio. Dios no podía trabajar para otro, porque Él existía solo desde toda la eternidad. Aparte de esto, ningún obrero trabaja sino para su propia utilidad. Si trabaja para otro, es porque espera ser remunerado. Dios, comunicando el ser, cuya fuente y plenitud posee, no podía proponerse otra cosa que grabar en sus criaturas la imagen de sus perfecciones, manifestarse a ellas, ser reconocido, adorado, glorificado por ellas como un padre es bendecido, amado, alabado por sus hijos.”
(p. 36).

Lo menos que se puede decir de este pasaje es que evidencia una pobre filosofía del trabajo. El ser humano no trabaja sólo por dinero, sino también para auto-realizarse en el trabajo y para servir a los demás y dar gloria a Dios con su trabajo. A través de la analogía planteada entre el obrar de Dios y el obrar del hombre, la forma individualista y utilitarista en que se enfoca aquí el fenómeno del trabajo humano refuerza la impresión de que el pasaje favorece (seguramente en forma involuntaria) la visión de un Dios que crea el mundo por motivos egoístas o egocéntricos.

Creo que no es un simple anacronismo comparar ese pasaje con el siguiente y bellísimo pasaje del Catecismo de la Iglesia Católica:

“III “El mundo ha sido creado para la gloria de Dios”

293 Es una verdad fundamental que la Escritura y la Tradición no cesan de enseñar y de celebrar: "El mundo ha sido creado para la gloria de Dios" (Cc. Vaticano I: DS 3025). Dios ha creado todas las cosas, explica S. Buenaventura, "non propter gloriam augendam, sed propter gloriam manifestandam et propter gloriam suam communicandam" ("no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla") (sent. 2,1,2,2,1). Porque Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad: "Aperta manu clave amoris creaturae prodierunt" ("Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas") (S. Tomás de A. sent. 2, prol.) Y el Concilio Vaticano I explica:

En su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para aumentar su bienaventuranza, ni para adquirir su perfección, sino para manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero Dios, en su libérrimo designio , en el comienzo del tiempo, creó de la nada a la vez una y otra criatura, la espiritual y la corporal (DS 3002).

294 La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado. Hacer de nosotros
(2) "hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia" (Ef 1,5-6): "Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios por la creación procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la vida a los que ven a Dios" (S. Ireneo, haer. 4,20,7). El fin último de la creación es que Dios , "Creador de todos los seres, se hace por fin `todo en todas las cosas' (1 Co 15,28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad" (AG 2).”

Dios, que es amor, creó el mundo libremente por amor, para compartir su infinita felicidad con seres distintos de Él.

Mi conclusión es la siguiente: “La Religión demostrada” del P. Hillaire debe ser apreciada como una muy valiosa expresión de la apologética católica tradicional, pero para poder ejercer un influjo importante hoy necesitaría ser re-escrita casi por completo. Dicho de otro modo, sería muy conveniente que hoy algunos pensadores católicos acometieran de nuevo la ardua tarea que el P. Hillaire realizó con tanta brillantez en 1900: presentar de forma sintética y convincente el conjunto completo de los fundamentos racionales de la fe católica, en diálogo con los hombres de nuestro tiempo y tomando en cuenta el estado actual de los conocimientos científicos, filosóficos, históricos, bíblicos y teológicos.
+++++

1) Dicho capítulo contrasta fuertemente, por ejemplo, con el artículo “Masonry” de The Catholic Encyclopedia, escrita en los Estados Unidos de América de 1905 a 1914. Este artículo, sin dejar de ser crítico con respecto a la masonería, tiene un carácter sereno, mesurado y erudito.

2) Esta oración, gramaticalmente incorrecta, debería ser corregida según la versión latina (que es la versión típica) del Catecismo: “Él nos predestinó para ser hijos adoptivos…” La versión francesa (que es la versión original) dice: “Hacer de nosotros "hijos adoptivos por medio de Jesucristo; tal fue el beneplácito de su voluntad,…””, lo cual es otra forma de corregir el error señalado. La versión portuguesa sufre el mismo error sintáctico que la española. La versión inglesa es gramaticalmente correcta, pero no traduce de un modo muy exacto ni la versión francesa ni la latina en este punto: “Dios nos hizo “para ser sus hijos por medio de Jesucristo…””

miércoles, febrero 03, 2010

Utopía y promesa (Card. Joseph Ratzinger)


Si la fe cristiana no conoce utopías intrahistóricas, sí conoce una promesa: la resurrección de los muertos, el juicio y el Reino de Dios. Es verdad que todo esto le suena al hombre actual como algo mitológico, pero es mucho más razonable que la mezcla de política y escatología que se produce en una utopía intrahistórica. Es más lógica y apropiada una separación entre las dos dimensiones en una tarea histórica; esta tarea, por su parte, asume, a la luz de la fe, nuevas dimensiones y posibilidades en orden a un mundo nuevo que será obra del mismo Dios. Ninguna revolución puede crear un hombre nuevo; el intentarlo supone violencia y coacción. Dios es quien lo puede crear partiendo de la propia interioridad humana. La esperanza de ese futuro confiere al comportamiento intrahistórico una nueva esperanza.

No se da ninguna respuesta suficiente a las exigencias de justicia y de libertad cuando se deja de lado el problema de la muerte. Todos los muertos de la historia fueron engañados si solamente un difuso futuro traerá algún día la justicia sobre la tierra. No significa para ellos ninguna ventaja cuando se dice que han colaborado a la preparación de la liberación y que, por tanto, ya han entrado en ella. Realmente no han participado de ella, sino que han salido de la historia sin haber obtenido justicia. La medida de la injusticia en este caso sigue siendo infinitamente mayor que la medida de la justicia. Por este motivo, un pensador tan coherentemente marxista como Adorno ha dicho que, si aquí tiene que haber justicia, tendría que haber justicia también para los muertos. Una liberación que encuentra en la muerte su límite definitivo no es una liberación real. Sin una solución al problema de la muerte, todo lo demás resulta irreal y contradictorio.

Por eso la fe en la resurrección de los muertos es el punto a partir del cual se puede pensar en una justicia para la historia y puede llegar a ser razonable una lucha por la justicia. Solamente si existe una resurrección de los muertos tiene sentido una lucha por la justicia. Porque sólo entonces la justicia es algo superior al poder; sólo entonces la justicia es una realidad; de lo contrario, no sería más que un concepto vacío.

La certeza de un juicio universal del mundo tiene también un sentido práctico; la convicción de que habrá un juicio ha sido siempre, a lo largo de los siglos, una fuerza de continua renovación que ha mantenido a los poderosos dentro de sus límites. Todos y cada uno de nosotros tendremos que pasar por este juicio, y esto establece una igualdad entre los hombres a la que ninguno podrá nunca sustraerse. El juicio no nos exime del esfuerzo por promover la justicia de la historia; por el contrario, da a este esfuerzo su sentido y sustrae su obligación a cualquier arbitrariedad.

De este modo, el Reino de Dios no es un mero futuro indefinible; sólo en la medida en que nosotros ya en esta vida pertenecemos al Reino, le perteneceremos también en aquel día. No es la fe escatológica la que transfiere el Reino al futuro, sino la utopía, porque su futuro no tiene ningún presente y su hora no llega nunca.

(Card. Joseph Ratzinger, Iglesia, Ecumenismo y Política. Nuevos ensayos de eclesiología, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987, pp. 298-300).

martes, febrero 02, 2010

El “y” católico (Hans Urs von Balthasar)


Es un hecho que cada herejía condenada por la Iglesia se reduce a una parte contrapuesta al todo y se proclama absoluta. En los orígenes, esto es evidente en la lucha de Ireneo contra los gnósticos, que separaban la naturaleza y la gracia, el Antiguo y el Nuevo Testamento, el espíritu y el cuerpo, desembocando en un Jesús sin Padre, que no salvó al mundo y lo abandonó a su desesperación. Todas las veces que hubo necesidad de definir, fue por salvar el conjunto, comprometido por una parte declarada absoluta, pues se oponía el todo, que debe creerse y adorarse simplemente, a la parte presuntamente comprendida, dominada y de hecho manipulada.

No faltaban siempre las mejores intenciones de servir a Dios. Los solos, por ejemplo, de la Reforma –la fe sola, la Escritura sola, la gracia sola, la gloria a Dios solo- pretenden impedir los atentados y usurpaciones de la criatura contra la omnipotencia de Dios. Pero, examinados más de cerca, resulta que impiden a Dios ser lo que no es; ser, por ejemplo, hombre, si se le ocurre serlo; estar fuera del cielo, formar su criatura o su plasma, como dice Ireneo, con capacidad de responder verdaderamente a Dios gracias al hálito de vida que le insufló y a la palabra divina que le dio. ¡Como si Dios se manchara contrayendo una unión nupcial con otro que Él, que viene de Él!

Karl Barth detesta el “y” católico: “La teología del y con todos sus retoños brota de una raíz. Si quien dice “fe y obras”, “naturaleza y gracia”, “razón y revelación”, quiere ser lógico, debe decir también, necesariamente, “Escritura y Tradición”. Es una manera de confesar que se ha relativizado de antemano la grandeza de Dios en su comunión con los hombres”.

¿No sería mejor decir que esa y afirma que la criatura deja a Dios en toda su grandeza, libre de ser Él mismo fuera de sí mismo, siendo el Creador que da libertad y siendo el Redentor “por quien, con quien y en quien” podemos nosotros alabar al Padre en el Espíritu Santo? Quizás el católico está con frecuencia necesitado de montar guardia contra la tibieza y la presunción; pero no le faltan en su Iglesia santos en abundancia que le inspiren el sentido auténtico de la grandeza divina.

(Hans Urs von Balthasar, El complejo antirromano. Integración del papado en la Iglesia universal, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1981, pp. 309-310).

lunes, febrero 01, 2010

Lutero y la unidad de las Iglesias (Card. Joseph Ratzinger)


Totalmente diferente es la cuestión de si las doctrinas expuestas por Lutero pueden seguir dividiendo hoy a la Iglesia, excluyendo así la comunión eclesial. De ello se ocupa el diálogo ecuménico. La comisión mixta instituida con ocasión de la visita del Papa a Alemania se propone precisamente estudiar el problema de las exclusiones del siglo XVI, así como de su objetiva validez futura o superación. Y es que hay que tener en cuenta no sólo que existen anatemas por parte católica contra la doctrina de Lutero, sino que existen también descalificaciones muy explícitas contra el catolicismo por parte del reformador y sus compañeros; reprobaciones que culminan en la frase de Lutero de que hemos quedado divididos para la eternidad. Es éste el momento de referirnos a esas palabras llenas de rabia pronunciadas por Lutero respecto al Concilio de Trento, en las que quedó finalmente claro su rechazo de la Iglesia católica: “Habría que hacer prisionero al Papa, a los cardenales y a toda esa canalla que lo idolatra y santifica; arrastrarlos por blasfemos y luego arrancarles la lengua de cuajo y colgarlos a todos en fila en la horca… Entonces se les podría permitir que celebraran el concilio o lo que quisieran desde la horca, o en el infierno con los diablos”.

Lutero, tras la ruptura definitiva, no sólo ha rechazado categóricamente el papado, sino que ha calificado de idolátrica la doctrina católica de la misa, porque en ella veía una recaída en la Ley, con la consiguiente negación del Evangelio. Reducir todas estas confrontaciones a simples malentendidos es, a mi modo de ver, una pretensión iluminista, que no da la verdadera medida de lo que fueron aquellas luchas apasionadas, ni el peso de realidad presente en sus alegatos. La verdadera cuestión, por tanto, puede únicamente consistir en preguntarnos hasta qué punto hoy es posible superar las posturas de entonces y alcanzar un consenso que vaya más allá de aquel tiempo. En otras palabras: la unidad exige pasos nuevos y no se realiza mediante artificios interpretativos. Si en su día [la división] se realizó con experiencias religiosas contrapuestas, que no podían hallar espacio en el campo vital de la doctrina eclesiástica transmitida, tampoco hoy la unidad se forja solamente mediante variopintas discusiones, sino con la fuerza de la experiencia religiosa. La indiferencia es un medio de unión tan sólo en apariencia.

(Card. Joseph Ratzinger, Iglesia, Ecumenismo y Política. Nuevos ensayos de eclesiología, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987, pp. 120-121).