domingo, abril 25, 2010

Stanley Jaki


Daniel Iglesias Grèzes

Stanley L. Jaki (1924-2009) fue un sacerdote católico húngaro, benedictino (miembro de la Orden de San Benito), doctor en teología y en física, que se destacó sobre todo como historiador de la ciencia y filósofo de la ciencia y se desempeñó como profesor o investigador en varias de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos y de Gran Bretaña (Princeton, Stanford, Oxford, Edinburgo, etc.). Fue miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias y recibió, entre otros, el Premio Templeton para el progreso de la religión (en 1987). Publicó más de 50 libros y alrededor de 400 artículos sobre temas científicos, filosóficos y teológicos.

Varias de las obras de Stanley Jaki están disponibles en Real View Books (www.realviewbooks.com), una compañía editorial fundada por él para publicar libros significativos para la comprensión y la defensa de la doctrina y la cultura cristianas.

Recomiendo vivamente la lectura de las obras de Jaki, caracterizadas por su erudición, su rigor intelectual, su eficacia apologética y su fuerte crítica a las modernas ideologías incompatibles con la fe cristiana.

Próximamente, con la ayuda de Dios, publicaré algunas reflexiones suscitadas por la lectura de varios estimulantes artículos de Stanley Jaki.

miércoles, abril 21, 2010

Pedofilia y objetividad periodística

Carta a “El País” en respuesta a un artículo de Gerardo Sotelo


Daniel Iglesias Grèzes

Estimado Sr. Director:

El artículo de Gerardo Sotelo en el número de “El País” de fecha 20/04/2010 aborda el escándalo de los casos de pedofilia dentro del clero católico de un modo que considero muy cuestionable y preocupante. Todo acto pedófilo, sea quien sea el culpable, debe ser condenado enérgicamente. No obstante, sin atenuar ni un ápice esa condena, también merece rechazo el intento de utilizar el escándalo mencionado con fines anticatólicos. Lamentablemente, buena parte de la prensa mundial se está prestando a esa clase de intentos. Es posible percibir esto comparando las diferencias cuantitativas y cualitativas entre los respectivos tratamientos que un mismo medio de prensa da a los actos de pedofilia cometidos por sacerdotes católicos y los actos de pedofilia cometidos por cualquier otra persona. El artículo de Sotelo, pese a su brevedad, ejemplifica bien ambos tipos de diferencias.

Consideremos en primer lugar las diferencias cualitativas. Éstas se manifiestan cuando periodistas habitualmente competentes y objetivos, al tratar el tema de los sacerdotes pedófilos, incurren en exageraciones, generalizaciones indebidas, informes tendenciosos, datos no comprobados, juicios temerarios y hasta verdaderas calumnias.

Sotelo exagera, generaliza indebidamente y calumnia a todos los católicos al escribir lo siguiente: “El escándalo involucra a toda la Iglesia Católica, que ha ocultado, tolerado y en muchos casos vuelto a poner en contacto con niños, a los sacerdotes abusadores.” Es obvio que muchos millones de católicos (clérigos y laicos) no hemos hecho nada de lo que Sotelo nos acusa de haber hecho. También es evidente para cualquiera que se haya informado más o menos profundamente de este asunto que sólo algunos obispos manejaron de un modo inadecuado el problema de los sacerdotes pedófilos y que sólo algunos de esos manejos inadecuados pueden ser calificados con justicia de ocultamiento y tolerancia. No está de más señalar que no todos los sacerdotes acusados de pedofilia son culpables y que, aún cuando son culpables, no siempre se cuenta con pruebas suficientes para demostrar su culpabilidad. Sobre todo en los últimos veinte años, al tomarse una mayor conciencia de la magnitud de este problema, la Iglesia Católica, siguiendo las directivas de los últimos dos Papas, ha hecho un gran esfuerzo para combatir la lacra de la pequeña minoría pedófila dentro del clero, tomando muchas medidas adecuadas, que ya empiezan a dar resultados. Gracias a Dios, los nuevos casos denunciados están en franca disminución y casi todos los casos señalados por la prensa últimamente corresponden a hechos ocurridos hace 20, 30, 40 o más años.

Sotelo informa de un modo tendencioso al escribir lo siguiente: “El propio Papa Benedicto es acusado de haber dado hospedaje a un sacerdote pedófilo y asignarlo luego a una parroquia donde volvió a cometer el mismo crimen.” Sotelo no informa que ese sacerdote fue transferido de Essen a Munich para que pudiera someterse a una terapia ni que la posterior asignación de ese sacerdote a una parroquia fue una decisión del vicario general Gerhard Gruber, quien ha asumido la responsabilidad de ese error, no del Cardenal Ratzinger, entonces Arzobispo de Munich. Es claro que en una arquidiócesis enorme como la de Munich, con miles de sacerdotes, no todas las decisiones son tomadas por el Arzobispo.

Sotelo acusa sin ofrecer pruebas al escribir lo siguiente: “Nicolás Cotugno pretendió alejar el escándalo diciendo que en su diócesis no hay denuncias de este tipo, pero no es cierto.”

Sotelo también delata su falta de objetividad en este caso al escribir lo siguiente: “Como señala el ex sacerdote Leonardo Boff, perseguido por Joseph Ratzinger a causa de sus posiciones heterodoxas en materia teológica…” Parece claro que el término “perseguido” pretende insinuar que L. Boff fue víctima de medidas injustas. “Sancionado” habría sido un término más exacto y ecuánime.

Además, Sotelo parece adherirse a la “terapia” propuesta por L. Boff: la abolición del celibato sacerdotal. En realidad, no hay ninguna prueba científica que relacione el celibato con la pedofilia; y es más que dudoso que el matrimonio de los sacerdotes pudiera eliminar o atenuar el problema de la pedofilia en el clero. Baste pensar que el porcentaje de pedófilos entre los hombres casados es superior al que se da entre los sacerdotes católicos célibes.

Y así entramos en el tema de las diferencias cuantitativas. Llama poderosamente la atención de los observadores imparciales el hecho de que la gran prensa mundial otorgue una cobertura mil veces mayor a los casos de los sacerdotes católicos pedófilos que a todos los demás casos juntos, pese a que estos últimos son mil veces más numerosos que los primeros. Tomando en cuenta ambos factores, resulta una desproporción enorme, de 1.000.000 a 1. Es decir, un caso cualquiera de pedofilia dentro del clero católico (o de instituciones católicas) recibe, en promedio, una atención un millón de veces mayor en la gran prensa que un caso cualquiera de pedofilia fuera de ese ámbito. Si esta gran cobertura periodística estuviera motivada principalmente por la voluntad de combatir la pedofilia, no se explicaría por qué se dedica tanta atención a algunas víctimas y tan poca a todas las demás.

Pues he aquí que Sotelo, quizás sin darse cuenta, nos ofrece una excelente explicación de esta desproporción llamativa, que cabe catalogar como “indignación selectiva”. Comentando unas expresiones de Mons. Nicolás Cotugno, Arzobispo de Montevideo, que aludían precisamente a la desproporción que venimos analizando, Sotelo escribió lo siguiente: “Pero si la ecuanimidad y la ponderación no parecen ser los mayores atributos del arzobispo, las valoraciones estadísticas tampoco lo ayudan. Aún suponiendo que hay curas abusadores y obispos encubridores en un porcentaje similar al de otros profesionales que traicionan su misión, como los policías corruptos o los periodistas mentirosos, ninguna profesión presume tener la única llave que abre y cierra las puertas del paraíso ni de actuar inspirados por el Espíritu Santo.”

O sea que, según Sotelo, al juzgar a la Iglesia Católica como colectividad (no a sus integrantes individuales), los números no importan. Un solo caso de un sacerdote católico pedófilo, parece decir Sotelo, es mucho más grave que cientos de otros casos de pedofilia cuyos culpables son docentes, médicos, concubinos, ministros de otras religiones, etc., porque el catolicismo se presenta como la única religión verdadera e incluye la fe en la santidad de la Iglesia. A partir de aquí, ¿será muy suspicaz de nuestra parte sospechar que muchos periodistas encuentran un secreto deleite en descargar sobre toda la Iglesia Católica la culpa del escándalo de los sacerdotes pedófilos, para arrojar dudas sobre la autoridad religiosa y moral de la Iglesia? ¿No es posible percibir aquí una especie de discriminación anticatólica en marcha? Porque es evidente que toda religión (no sólo la católica) pretende ser verdadera y también que los católicos creemos que la Iglesia es santa porque Dios es santo, no porque todos los católicos seamos santos, que no lo somos (es decir, no todos).

martes, abril 20, 2010

Homilía ante la Pontificia Comisión Bíblica (Benedicto XVI)


(Homilía pronunciada por el Papa el jueves 15 de abril de 2010, a primera hora de la mañana, en la Capilla Paulina en el Vaticano, durante una Misa con los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica).
Queridos hermanos y hermanas, no he tenido tiempo para preparar una verdadera homilía. Solamente quiero invitar a cada uno de ustedes a una meditación personal, proponiendo y subrayando algunas frases de la liturgia de hoy, que se ofrecen al diálogo orante entre nosotros y la Palabra de Dios. La palabra, la frase que quiero proponer a la meditación común es esta gran afirmación de san Pedro: "es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5,29). San Pedro está frente a la suprema institución religiosa, a la que normalmente debería obedecer, pero Dios está por encima de esta institución y le ha dado otra "orden": debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios es la libertad, la obediencia a Dios le da la libertad de oponerse a la institución.
Aquí los exégetas atraen nuestra atención sobre el hecho que la respuesta de san Pedro al Sanedrín es hasta casi "ad verbum" idéntica a la respuesta de Sócrates al tribunal ateniense que lo juzga. El tribunal le ofrece la libertad, la liberación, pero con la condición de que no continúe buscando a Dios. Pero buscar a Dios, la búsqueda de Dios es para él un mandato superior, ya que viene de Dios mismo. Y una libertad comprada con la renuncia al camino hacia Dios ya no es más libertad. En consecuencia, no debe obedecer a estos jueces –no debe comprar su vida perdiéndose a sí mismo–, sino que debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios tiene el primado.
Aquí es importante subrayar que se trata de la obediencia y que es precisamente la obediencia lo que da libertad. La época moderna ha hablado de la liberación del hombre, de su plena autonomía, en consecuencia también de la liberación de la obediencia a Dios. La obediencia no debería existir más: el hombre es libre, el hombre es autónomo y nada más. Pero esta autonomía es una mentira: es una mentira ontológica, porque el hombre no existe a partir de sí mismo. También es una mentira política y práctica, porque es necesaria la colaboración, el compartir la libertad. Y si Dios no existe, si Dios no es una instancia accesible al hombre, entonces sólo queda como instancia suprema el consenso de la mayoría. En este sentido, el consenso de la mayoría se convierte en la palabra última a la que debemos obedecer. Y este consenso –lo sabemos desde la historia del siglo pasado– puede ser también un "consenso en el mal".
Así vemos que la llamada autonomía no libera verdaderamente al hombre. Obedecer a Dios es la libertad, porque es la verdad, es la instancia que se pone frente a todas las instancias humanas. En la historia de la humanidad estas palabras de Pedro y de Sócrates son el verdadero faro de la liberación del hombre, que sabe ver a Dios y, en nombre de Dios, puede y debe obedecer no tanto a los hombres, sino a Él y liberarse así del positivismo de la obediencia humana. Las dictaduras han estado siempre en contra de esta obediencia a Dios. La dictadura nazi, al igual que la marxista, no pueden aceptar a un Dios que está por encima del poder ideológico. Por eso la libertad de los mártires, que reconocen a Dios, justamente en la obediencia al poder divino, es siempre el acto de liberación en el que llega a nosotros la libertad de Cristo.
Hoy, gracias a Dios, no vivimos bajo dictaduras, pero existen formas sutiles de dictadura: un conformismo que se torna obligatorio, pensar como piensan todos, actuar como actúan todos, y las sutiles agresiones contra la Iglesia, o también las menos sutiles, demuestran cómo este conformismo puede ser realmente una verdadera dictadura. Para nosotros vale esto: se debe obedecer más a Dios que a los hombres. Pero esto supone que conocemos realmente a Dios y que queremos obedecerle verdaderamente a Él. Dios no es un pretexto para la propia voluntad, sino que es realmente Él quien nos llama y nos invita, si fuese necesario, también al martirio. Por eso, confrontados con esta palabra que inicia una nueva historia de libertad en el mundo, rogamos sobre todo poder conocer a Dios, conocer humilde y verdaderamente a Dios, y al conocer a Dios, aprender la verdadera obediencia que es el fundamento de la libertad humana.
Tomemos una segunda palabra de la primera lectura, en la que san Pedro dice que Dios ha ensalzado a Cristo a su derecha como jefe y salvador (cfr. v. 31). Jefe es traducción del término griego "archegos", el cual implica una visión mucho más dinámica: "archegos" es el que muestra la senda, es el que precede, es un movimiento, un movimiento hacia lo alto. Dios lo ha ensalzado a su derecha. Entonces hablar de Cristo como "archegos" quiere decir que Cristo camina delante de nosotros, nos precede, nos muestra la senda. Por eso, estar en comunión con Cristo es estar en un camino, subir con Cristo, es seguimiento de Cristo, es esta subida a lo alto, es seguir al "archegos", al que ya ha pasado, el que nos precede y nos muestra la senda.
Aquí, evidentemente, es importante que se nos diga adónde arriba Cristo y adónde debemos arribar también nosotros: "hypsosen" –en lo alto–, subir a la derecha del Padre. Seguimiento de Cristo no es solamente imitación de sus virtudes, no sólo es vivir en este mundo, en cuanto nos es posible asemejándonos a Cristo, según su palabra, sino que es un camino que tiene una meta. Esta meta es la derecha del Padre. Éste es el camino de Jesús, este seguimiento de Jesús que termina a la derecha del Padre. Al horizonte de tal seguimiento pertenece todo el camino de Jesús, también el arribar a la derecha del Padre.
En este sentido, la meta de este camino es la vida eterna a la derecha del Padre en comunión con Cristo. Hoy muchas veces tenemos un poco de miedo de hablar de la vida eterna. Hablamos de las cosas que son útiles para el mundo, mostramos que el cristianismo ayuda también a mejorar el mundo, pero no nos atrevemos a decir que su meta es la vida eterna y que desde tal meta provienen los criterios de la vida. Debemos volver a entender que el cristianismo permanece como un "fragmento" si no pensamos en esta meta, por eso queremos seguir al "archegos" hasta las alturas donde se encuentra Dios, a la gloria del Hijo que nos hace hijos en el Hijo, y debemos reconocer de nuevo que el cristianismo revela todo su sentido sólo en la gran perspectiva de la vida eterna. Debemos tener el valor, la alegría, la gran esperanza de que la vida eterna existe, que es la verdadera vida y que desde esta vida verdadera viene la luz que ilumina también a este mundo.
Si se puede decir, aun prescindiendo de la vida eterna y del Cielo prometido, que es mejor vivir según los criterios cristianos, porque vivir según la verdad y el amor -también bajo tantas persecuciones- es en sí mismo bueno y mejor que todo lo demás, es precisamente esta voluntad de vivir según la verdad y según el amor la que debe abrirse también a toda la amplitud del proyecto de Dios con nosotros, a la valentía de tener ya la alegría en la esperanza de la vida eterna, de la subida siguiendo a nuestro "archegos". Y "Soter" es el Salvador, el que nos salva de la ignorancia respecto a las cosas últimas. El Salvador nos salva de la soledad, nos salva de un vacío que queda en la vida sin la eternidad, nos salva dándonos el amor en su plenitud. Él es el guía. Cristo, el "archegos", nos salva dándonos la luz, dándonos la verdad, dándonos el amor de Dios.
Vayamos luego a otro versículo: Cristo, el Salvador, ha dado a Israel la conversión y el perdón de los pecados (v. 31) –en el texto griego el término es "metanoia"–, le ha dado la penitencia y el perdón de los pecados. Para mí, ésta es una observación muy importante: la penitencia es una gracia. Hay una corriente en la exégesis que dice: Jesús en Galilea habría anunciado una gracia sin condiciones, absolutamente incondicionada, en consecuencia también sin penitencia, la gracia como tal, sin condicionamientos humanos. Pero ésta es una falsa interpretación de la gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que nosotros reconozcamos nuestro pecado, es una gracia que sepamos que tenemos necesidad de renovación, de cambio, de una transformación de nuestro ser.
Penitencia, poder hacer penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es una gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es decir, reconocer cuánto está errado en nuestra vida, abrirse al perdón, prepararse al perdón y dejarse transformar. El dolor de la penitencia, es decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es gracia, porque es renovación, porque es obra de la misericordia divina. Estas dos cosas que dice san Pedro –penitencia y perdón– corresponden al comienzo de la predicación de Jesús: "metanoeite", convertíos (cfr. Mc 1,15). En consecuencia, éste es el punto fundamental: la "metanoia" no es una cosa privada, que podría ser sustituida por la gracia, sino que la "metanoia" es el arribo de la gracia que nos transforma.
Por último, una palabra del Evangelio, donde se nos dice que el que cree tendrá la vida eterna (cfr. Jn 3,36). En la fe, en este "transformarse" que la penitencia nos regala, en esta conversión, en esta nueva senda del vivir, arribamos a la vida, a la verdadera vida. Aquí me vienen a la mente otros dos textos. En la "Oración sacerdotal" el Señor dice: ésta es la vida, conocerte a Ti y al que Tú has consagrado (cfr. Jn 17,3). Conocer lo esencial, conocer a la Persona decisiva, conocer a Dios y a su Enviado es vida, vida y conocimiento, conocimiento de realidades que son la vida. El otro texto es la respuesta del Señor a los saduceos respecto a la resurrección, cuando a partir de los libros de Moisés el Señor prueba el hecho de la resurrección, diciendo: Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cfr. Mt 22,31-32; Mc 12,26-27; Lc 20,37-38). Dios no es Dios de muertos. Si Dios es Dios de estos últimos, ellos están vivos. Quien está inscrito en el nombre de Dios vive, participa en la vida de Dios. En este sentido, creer es estar inscrito en el nombre de Dios. Por eso estamos vivos. Quien pertenece al nombre de Dios no es un muerto, pertenece al Dios viviente. En este sentido debemos entender el dinamismo de la fe, que es un inscribir nuestro nombre en el nombre de Dios y, de este modo, es un entrar en la vida.
Recemos al Señor para que suceda esto y realmente conozcamos a Dios con nuestra vida, conozcamos a Dios para que nuestro nombre entre en el nombre de Dios y nuestra existencia se convierta en vida verdadera: vida eterna, amor y verdad.
Traducción al español de José Arturo Quarracino, Buenos Aires, Argentina.

Fuente: http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1342930?sp=y

lunes, abril 19, 2010

Homilía en la Vigilia Pascual de 2010 (Benedicto XVI)


(Vigilia Pascual en la noche santa, Homilía del Santo Padre Benedicto XVI, Basílica Vaticana, Sábado Santo, 3 de abril de 2010).

Queridos hermanos y hermanas:

Una antigua leyenda judía tomada del libro apócrifo «La vida de Adán y Eva» cuenta que Adán, en la enfermedad que le llevaría a la muerte, mandó a su hijo Set, junto con Eva, a la región del Paraíso para traer el aceite de la misericordia, de modo que le ungiesen con él y sanara. Después de tantas oraciones y llanto de los dos en busca del árbol de la vida, se les apareció el arcángel Miguel para decirles que no conseguirían el óleo del árbol de la misericordia, y que Adán tendría que morir. Algunos lectores cristianos han añadido posteriormente a esta comunicación del arcángel una palabra de consuelo. El arcángel habría dicho que, después de 5.500 años, vendría el Rey bondadoso, Cristo, el Hijo de Dios, y ungiría con el óleo de su misericordia a todos los que creyeran en él: «El óleo de la misericordia se dará de eternidad en eternidad a cuantos renaciesen por el agua y el Espíritu Santo. Entonces, el Hijo de Dios, rico en amor, Cristo, descenderá en las profundidades de la tierra y llevará a tu padre al Paraíso, junto al árbol de la misericordia». En esta leyenda puede verse toda la aflicción del hombre ante el destino de enfermedad, dolor y muerte que se le ha impuesto. Se pone en evidencia la resistencia que el hombre opone a la muerte. En alguna parte —han pensado repetidamente los hombres— deberá haber una hierba medicinal contra la muerte. Antes o después, se deberá poder encontrar una medicina, no sólo contra esta o aquella enfermedad, sino contra la verdadera fatalidad, contra la muerte. En suma, debería existir la medicina de la inmortalidad. También hoy los hombres están buscando una sustancia curativa de este tipo. También la ciencia médica actual está tratando, si no de evitar propiamente la muerte, sí de eliminar el mayor número posible de sus causas, de posponerla cada vez más, de ofrecer una vida cada vez mejor y más longeva. Pero, reflexionemos un momento: ¿qué ocurriría realmente si se lograra, tal vez no evitar la muerte, pero sí retrasarla indefinidamente y alcanzar una edad de varios cientos de años? ¿Sería bueno esto? La humanidad envejecería de manera extraordinaria, y ya no habría espacio para la juventud. Se apagaría la capacidad de innovación y una vida interminable, en vez de un paraíso, sería más bien una condena. La verdadera hierba medicinal contra la muerte debería ser diversa. No debería llevar sólo a prolongar indefinidamente esta vida actual. Debería más bien transformar nuestra vida desde dentro. Crear en nosotros una vida nueva, verdaderamente capaz de eternidad, transformarnos de tal manera que no se acabara con la muerte, sino que comenzara en plenitud sólo con ella. Lo nuevo y emocionante del mensaje cristiano, del Evangelio de Jesucristo era, y lo es aún, esto que se nos dice: sí, esta hierba medicinal contra la muerte, este fármaco de inmortalidad existe. Se ha encontrado. Es accesible. Esta medicina se nos da en el Bautismo. Una vida nueva comienza en nosotros, una vida nueva que madura en la fe y que no es truncada con la muerte de la antigua vida, sino que sólo entonces sale plenamente a la luz.

Ante esto, algunos, tal vez muchos, responderán: ciertamente oigo el mensaje, sólo que me falta la fe. Y también quien desea creer preguntará: ¿Es realmente así? ¿Cómo nos lo podemos imaginar? ¿Cómo se desarrolla esta transformación de la vieja vida, de modo que se forme en ella la vida nueva que no conoce la muerte? Una vez más, un antiguo escrito judío puede ayudarnos a hacernos una idea de ese proceso misterioso que comienza en nosotros con el Bautismo. En él, se cuenta cómo el antepasado Henoc fue arrebatado por Dios hasta su trono. Pero él se asustó ante las gloriosas potestades angélicas y, en su debilidad humana, no pudo contemplar el rostro de Dios. «Entonces —prosigue el libro de Henoc— Dios dijo a Miguel: “Toma a Henoc y quítale sus ropas terrenas. Úngelo con óleo suave y revístelo con vestiduras de gloria”. Y Miguel quitó mis vestidos, me ungió con óleo suave, y este óleo era más que una luz radiante... Su esplendor se parecía a los rayos del sol. Cuando me miré, me di cuenta de que era como uno de los seres gloriosos» (Ph. Rech, Inbild des Kosmos, II 524).

Precisamente esto, el ser revestido con los nuevos indumentos de Dios, es lo que sucede en el Bautismo; así nos dice la fe cristiana. Naturalmente, este cambio de vestidura es un proceso que dura toda la vida. Lo que ocurre en el Bautismo es el comienzo de un camino que abarca toda nuestra existencia, que nos hace capaces de eternidad, de manera que con el vestido de luz de Cristo podamos comparecer en presencia de Dios y vivir por siempre con Él.

En el rito del Bautismo hay dos elementos en los que se expresa este acontecimiento, y en los que se pone también de manifiesto su necesidad para el transcurso de nuestra vida. Ante todo, tenemos el rito de las renuncias y promesas. En la Iglesia antigua, el bautizando se volvía hacia el occidente, símbolo de las tinieblas, del ocaso del sol, de la muerte y, por tanto, del dominio del pecado. Miraba en esa dirección y pronunciaba un triple «no»: al demonio, a sus pompas y al pecado. Con esta extraña palabra, «pompas», es decir, la suntuosidad del diablo, se indicaba el esplendor del antiguo culto de los dioses y del antiguo teatro, en el que se sentía gusto viendo a personas vivas desgarradas por bestias feroces. Con este «no» se rechazaba un tipo de cultura que encadenaba al hombre a la adoración del poder, al mundo de la codicia, a la mentira, a la crueldad. Era un acto de liberación respecto a la imposición de una forma de vida, que se presentaba como placer y que, sin embargo, impulsaba a la destrucción de lo mejor que tiene el hombre. Esta renuncia —sin tantos gestos externos— sigue siendo también hoy una parte esencial del Bautismo. En él, quitamos las «viejas vestiduras» con las que no se puede estar ante Dios. Dicho mejor aún, empezamos a despojarnos de ellas. En efecto, esta renuncia es una promesa en la cual damos la mano a Cristo, para que Él nos guíe y nos revista. Lo que son estas «vestiduras» que dejamos y la promesa que hacemos, lo vemos claramente cuando leemos, en el quinto capítulo de la Carta a los Gálatas, lo que Pablo llama «obras de la carne», término que significa precisamente las viejas vestiduras que se han de abandonar. Pablo las llama así: «fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo» (Ga 5,19ss.). Éstas son las vestiduras que dejamos; son vestiduras de la muerte.

En la Iglesia antigua, el bautizando se volvía después hacia el oriente, símbolo de la luz, símbolo del nuevo sol de la historia, del nuevo sol que surge, símbolo de Cristo. El bautizando determina la nueva orientación de su vida: la fe en el Dios trinitario al que él se entrega. Así, Dios mismo nos viste con indumentos de luz, con el vestido de la vida. Pablo llama a estas nuevas «vestiduras» «frutos del Espíritu» y las describe con las siguientes palabras: «Amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí» (Ga 5,22).

En la Iglesia antigua, el bautizando era a continuación desvestido realmente de sus ropas. Descendía en la fuente bautismal y se le sumergía tres veces; era un símbolo de la muerte que expresa toda la radicalidad de dicho despojo y del cambio de vestiduras. Esta vida, que en todo caso está destinada a la muerte, el bautizando la entrega a la muerte, junto con Cristo, y se deja llevar y levantar por Él a la vida nueva que lo transforma para la eternidad. Luego, al salir de las aguas bautismales, los neófitos eran revestidos de blanco, el vestido de luz de Dios, y recibían una vela encendida como signo de la vida nueva en la luz, que Dios mismo había encendido en ellos. Lo sabían, habían obtenido el fármaco de la inmortalidad, que ahora, en el momento de recibir la santa comunión, tomaba plenamente forma. En ella recibimos el Cuerpo del Señor resucitado y nosotros mismos somos incorporados a este Cuerpo, de manera que estamos ya resguardados en Aquel que ha vencido a la muerte y nos guía a través de la muerte.

En el curso de los siglos, los símbolos se han ido haciendo más escasos, pero lo que acontece esencialmente en el Bautismo ha permanecido igual. No es solamente un lavado, y menos aún una acogida un tanto compleja en una nueva asociación. Es muerte y resurrección, renacimiento a la vida nueva.

Sí, la hierba medicinal contra la muerte existe. Cristo es el árbol de la vida hecho de nuevo accesible. Si nos atenemos a Él, entonces estamos en la vida. Por eso cantaremos en esta noche de la resurrección, de todo corazón, el aleluya, el canto de la alegría que no precisa palabras. Por eso, Pablo puede decir a los Filipenses: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres» (Flp 4,4). No se puede ordenar la alegría. Sólo se la puede dar. El Señor resucitado nos da la alegría: la verdadera vida. Estamos ya cobijados para siempre en el amor de Aquel a quien ha sido dado todo poder en el cielo y sobre la tierra (cf. Mt 28,18). Por eso pedimos, seguros de ser escuchados, con la oración sobre las ofrendas que la Iglesia eleva en esta noche: “Escucha, Señor, la oración de tu pueblo y acepta sus ofrendas, para que aquello que ha comenzado con los misterios pascuales nos ayude, por obra tuya, como medicina para la eternidad. Amén.”

Fuente:
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/homilies/2010/documents/hf_ben-xvi_hom_20100403_veglia-pasquale_sp.html

domingo, abril 18, 2010

El problema del pecado en la Iglesia


Daniel Iglesias Grèzes

La existencia del pecado en la Iglesia no contradice la doctrina católica sino que la confirma. Los cristianos creemos que Jesús murió en la cruz "por nuestra causa", "por nuestros pecados" (*); también creemos que la Iglesia es a la vez santa y necesitada de purificación. Para comprender esto, es necesario realizar las siguientes distinciones:

· Sólo Dios uno y trino es absolutamente santo. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, santifica a los cristianos. Sin embargo, sólo Dios es santo en un sentido primero y original. Los cristianos son santos en un sentido segundo y derivado.
· La Iglesia celestial ya no está necesitada de purificación. En el Cielo los cristianos participan de la gloria y de la santidad del mismo Dios. Conocen y aman como Dios conoce y ama.
· En la Iglesia terrestre hay "santos" (cristianos en estado de gracia) y "pecadores" (cristianos en estado de pecado mortal). En este sentido de la palabra "pecador" -que es su sentido más propio- sólo algunos cristianos son pecadores. Distinguir con certeza plena quiénes son en la Iglesia los santos y quiénes los pecadores supera la capacidad del hombre. Esto es una prerrogativa del juicio de Dios.
· En la vida de cada cristiano hay gracia y pecado, actos buenos y malos. Debemos reconocer con humildad nuestras culpas, arrepentirnos sinceramente de ellas y confiar en la misericordia de Dios, que hace sobreabundar la gracia allí donde abundó el pecado.

De hecho los hijos de la Iglesia han pecado a lo largo de la historia. No se debe minimizar estas culpas, pero sólo Dios puede juzgarlas absolutamente. La Iglesia católica reconoce las culpas de sus hijos y pide perdón a Dios y a los hombres por ellas. Al parecer, muchas de las otras iglesias, religiones, naciones, ideologías, etc. no han hecho otro tanto, aunque también deberían hacerlo.

Sin embargo, en honor a la verdad histórica, se debe rechazar las "leyendas negras" anticatólicas. Éstas pueden ser clasificadas en dos grandes grupos:

· Exageraciones a partir de abusos reales: muchos críticos anti-católicos exageran enormemente los abusos cometidos en la Inquisición, las Cruzadas, la conquista de América por parte de España, etc. También suelen hacer generalizaciones indebidas a partir de errores puntuales, como el del caso Galileo.
· Falsedades: el supuesto antisemitismo del Papa Pío XII, la presunta responsabilidad de la moral sexual católica en la propagación del hambre y el SIDA, la presunta responsabilidad de la Iglesia en los abusos contra los derechos humanos de las dictaduras militares latinoamericanas de los años setenta, la supuesta alianza histórica de la Iglesia con los poderosos en la lucha de clases, etc.

Por otra parte, no se debe sobrevalorar los pecados cometidos por miembros individuales de la Iglesia (por ejemplo, los casos de clérigos culpables de violaciones). Juzgar a la Iglesia por los actos malos cometidos por algunos de sus miembros es una generalización indebida.

Los pecados de los hijos de la Iglesia no proceden de la fe cristiana sino de su negación práctica. Son contrarios al Evangelio, a la verdad revelada por Dios en Cristo. Hay quienes van a Misa todos los domingos y son malos católicos. Pero es crucial comprender que no son malos católicos porque van a Misa, sino a pesar de que van a Misa. No ocurre otro tanto con las ideologías (liberalismo individualista, colectivismo marxista, etc.). Los crímenes de estas ideologías no son meros accidentes históricos, sino que dimanan de su misma esencia. Provienen necesariamente de ellas del mismo modo que una conclusión se deriva de unas determinadas premisas.

En la historia de la Iglesia Católica abunda el pecado, pero sobreabunda la gracia. La Iglesia ha permanecido fiel a Jesucristo y ha dado en todo tiempo un testimonio creíble de Él. Por la gracia de Dios, la Iglesia ha sido en todas las épocas -incluso las más turbulentas- la Esposa inmaculada del Cordero. Es nuestra tarea y nuestra responsabilidad histórica hacer que en su rostro resplandezca cada vez más claramente la belleza de Cristo resucitado, Luz de las gentes.

Fuente: Daniel Iglesias Grèzes, Razones para nuestra esperanza. Escritos de apologética católica, Centro Cultural Católico “Fe y Razón”, Montevideo 2009, 3ª edición, Capítulo 19.

*) Nota del autor: Obviamente este “nosotros” no se limita a los cristianos, sino que los incluye, abarcando a toda la humanidad.

martes, abril 13, 2010

La fe reafirmada (Daniel Iglesias - Néstor Martínez)

Reproduzco aquí nuestra respuesta a un artículo anticatólico publicado por un semanario uruguayo durante la pasada Semana Santa. Por favor haga clic sobre el título de esta entrada.

martes, abril 06, 2010

La devoción a San José


Daniel Iglesias Grèzes

En 1962, durante la primera sesión del Concilio Vaticano II, el Beato Papa Juan XXIII dispuso la inserción del nombre de San José en el Canon Romano de la Misa, lo cual desató inesperadamente un vendaval de críticas de parte del sector “progresista” de la Iglesia, que empezaba a tomar fuerza por ese entonces. Algunas de esas críticas apuntaban a una cuestión de forma: se entendía que, en pleno Concilio Ecuménico, no era conveniente que el Papa tomara una decisión de ese tipo por motu proprio, sin consultar al Concilio. No es muy aventurado ver en este episodio un fruto del espíritu “conciliarista” que estaba germinando en algunos sectores eclesiales, espíritu que tendía a dar una importancia exagerada al colegio de los obispos en detrimento del primado del Papa. Gestos desconsiderados hacia la autoridad papal, como el que estamos comentando, causaron más de un disgusto al “Papa bueno”.

Otras críticas emitidas con ocasión de la mencionada resolución de Juan XXIII se referían a su mismo contenido: la devoción a San José. Véase, por ejemplo: Yves M.-J. Congar op, Vatican II. Le Concile au jour le jour, Éditions du Cerf, Paris 1963, pp. 122-125. En el capítulo titulado “A propósito de la devoción a San José”, Congar, uno de los teólogos más influyentes de esa época, alertó contra el peligro de deformación de la devoción a San José, en el sentido de un posible apartamiento del cristo-centrismo debido en la piedad cristiana. Allí Congar escribió entre otras cosas lo siguiente:

“Nosotros mismos hemos sido educados en esta devoción [a San José]. No hemos renegado de nada. Sin embargo, para ella como para tantas cosas, “quando factus sum vir, evacuavi quae erant parvuli”, convertido en hombre, he eliminado lo que era pueril (1 Cor 12,11). Este pasaje de lo infantil al carácter adulto ha representado sobre todo para nosotros un pasaje del sentimiento puro, bastante humano, a un sentido de la economía salvífica alimentado de la Sagrada Escritura.” (la traducción del francés es mía).

Pienso que Congar, desde una pretendida “fe adulta”, insinúa aquí una actitud de desdén por la religiosidad popular. Lamentablemente, esa actitud se difundió mucho entre los intelectuales católicos “progresistas” en los años sesenta y setenta del siglo pasado, y generó una especie de brecha (o fosa) entre la religiosidad de la mayor parte del pueblo católico y la de buena parte de sus pastores. Causa perplejidad que a menudo los mismos católicos que eran reacios a denunciar explícita y enérgicamente los peligros del marxismo (por ejemplo), denunciaran con tanta preocupación los peligros existentes en torno a nada menos que… ¡la devoción a San José! ¡Tanto irenismo en la “apertura al mundo” y tanta beligerancia al interior de la Iglesia! No parece que la devoción a San José pueda dar mucho pie a desviaciones graves. Más bien los pastores de la Iglesia deberían preocuparse hoy por la falta de toda devoción en gran parte del pueblo católico. Alguien ha escrito que, desde el punto de vista de la evangelización, la gran tarea de nuestra época se asemeja mucho más a irrigar desiertos que a podar selvas. El influjo secularizante de tantos católicos “progresistas” ha contribuido bastante a esta situación.

Por intercesión de San José, Custodio del Redentor, ruego a Dios por todos nosotros, para que recuperemos un mayor sentido de lo sagrado y una piedad más afectiva.

domingo, abril 04, 2010

De 1968 a 2008


Daniel Iglesias Grèzes

Este mes se cumplen cuarenta años del “mayo francés”, es decir de la rebelión estudiantil en las universidades de París y otras ciudades de Francia, que tuvo repercusión (al menos simbólica) en muchos otros países, aunque las rebeliones estudiantiles ocurridas en Estados Unidos, México, Uruguay, etc. tuvieron a menudo diferentes características y motivaciones.

Mayo de 1968 fue un mes emblemático dentro de un año emblemático, en el que sucedieron muchas cosas memorables: el recrudecimiento de la guerra de Vietnam, a través de una gran ofensiva del Vietcong; la invasión soviética a Checoslovaquia para aplastar la “primavera de Praga”; los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King en Estados Unidos; el viaje del Apolo 8 alrededor de la Luna; etc. Fue una época caracterizada por el surgimiento de una nueva cultura juvenil, marcada por el auge del rock and roll (especialmente de los Beatles), las drogas, la “liberación sexual”, la brecha entre generaciones, la ideología marxista, etc. El “Che” Guevara había muerto el año anterior en Bolivia; y en 1969 tuvo lugar el gran festival de Woodstock. En Uruguay aumentaba la tensión sociopolítica debido ante todo a las acciones violentas de la guerrilla urbana de los “Tupamaros”, en el contexto de un profundo estancamiento económico de nuestro país.

Sumándome a una reflexión bastante generalizada, también yo me pregunto qué queda de todo aquello hoy, cuarenta años después. En lo político, en 1968 muchos tenían la impresión de que el socialismo marxista se impondría muy pronto en todo el mundo. Sin embargo, la imagen de los tanques soviéticos en Praga representó el comienzo del fin de la expansión comunista. Hoy los regímenes comunistas han desaparecido de Europa Oriental y ni siquiera existe ya la Unión Soviética, la superpotencia enfrentada a Estados Unidos durante la “guerra fría”, en busca de un imperio mundial. Hoy en Vietnam coexisten un gobierno comunista y una economía cada vez más libre; y fábricas de Vietnam producen juguetes para la “cajita feliz” de McDonald’s.

El legado cultural de 1968 parece mucho más persistente que su legado político. Los hippies de 1968 fueron los pioneros de un estilo de vida más individualista, que se ha ido imponiendo progresivamente, en parte a través de los medios de comunicación social. El famoso lema hippie “Don’t make war. Make love” (“No hagas la guerra. Haz el amor”) denota no sólo pacifismo, sino también una concepción hedonista de la vida y de la sexualidad. En los últimos 40 años, el ascenso de esa concepción ha producido una crisis del matrimonio y de la familia, paralela al auge de la “unión libre” y el divorcio.

También por el lado cultural, se da una sobrevivencia del marxismo a través de diversas formas de neomarxismo, inspiradas en la Escuela de Frankfurt y en Antonio Gramsci. El esquema marxista de la lucha de clases se traslada hoy a otros ámbitos: un feminismo radical lo aplica a la lucha entre hombres explotadores y mujeres explotadas; un indigenismo radical lo aplica a la lucha entre occidentales explotadores e indígenas explotados; un ecologismo radical lo aplica a la lucha entre seres humanos explotadores y animales y plantas (¡o la misma Tierra!) explotados.

En lo eclesiástico, 1968 fue el año de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (en Medellín, Colombia) y de la encíclica “Humanae Vitae” del Papa Pablo VI. Los medios de prensa, en su actual evocación de estos hechos, tienden a ligar estrechamente la Conferencia de Medellín con la “Teología de la Liberación”. Sin embargo cabe destacar que se trata de dos hechos distinguibles y separables, aunque relacionados. Convencionalmente se considera que la llamada “Teología de la Liberación” nació en 1971, al publicarse un famoso libro (con ese mismo nombre) del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez. Los más conocidos teólogos de la liberación (como el mismo Gutiérrez, Leonardo Boff y otros) estaban muy marcados por el influjo del marxismo. Nada de ese influjo se encuentra en los documentos de Medellín, donde la Iglesia Latinoamericana hizo una opción preferencial por los pobres y un compromiso renovado por la justicia social.

La promulgación de la “Humanae Vitae” fue uno de los hechos decisivos del pontificado de Pablo VI. Su rechazo de la anticoncepción, aunque perfectamente alineado con la Tradición eclesial, contradijo las expectativas de los sectores “progresistas” dentro de la Iglesia Católica. Éstos recibieron la encíclica con grandes críticas en todos los niveles. El auge “contestatario” produjo una crisis de la aceptación generalizada del Magisterio pontificio dentro de la Iglesia. Desde entonces ha crecido el “sentimiento antirromano” en los sectores referidos. Sin embargo, el “progresismo católico”, en alza hace 40 años, parece estar hoy en declive. Pese a las dudas o debilidades que se le imputan en su manejo de la crisis eclesial post-conciliar, el Papa Pablo VI tuvo el gran mérito de haber defendido firmemente la ortodoxia católica en aquellos tiempos revueltos: 1968 es el año, no sólo de la “Humanae Vitae”, sino también del “Credo del Pueblo de Dios”, en el que Pablo VI volvió a exponer la fe católica de siempre, rechazando las desviaciones que se incubaban en ese entonces.

En sintonía con el Magisterio de la Iglesia Católica, tratemos de luchar contra el individualismo y el relativismo que, aunque no se originaron en 1968, recibieron en los acontecimientos de ese año un respaldo importante.

Montevideo, mayo de 2008.


jueves, abril 01, 2010

El testimonio cristiano en la ciudad secular


Daniel Iglesias Grèzes

1. Una reflexión sobre el secularismo

Jesucristo es Rey de Reyes, Rey del Universo, pero su Reino no es de este mundo (cf. Juan 18,33-37). Nuestra vocación cristiana nos impulsa a contribuir al crecimiento del Reino de Cristo en el mundo. Los fieles cristianos laicos, en particular, están llamados a vivir esa vocación inmersos en las realidades temporales, ordenándolas de acuerdo con la voluntad de Dios revelada por Cristo y transmitida por la Iglesia. Sin embargo el creciente influjo de la ideología secularista, orientada hacia la completa disociación entre la fe religiosa y la vida pública, se presenta como un gran obstáculo para el cumplimiento de esta misión cristiana en el mundo.

El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (cf. n. 571) nos recuerda que el auténtico principio de laicidad (asumido por esta doctrina) implica una distinción entre la esfera religiosa y la esfera política. No me detendré aquí a analizar este principio, que permite garantizar a la vez la libertad religiosa y la legítima autonomía de la comunidad política. Sólo recordaré que, según el conocido adagio escolástico, “distinguir no es separar”; y mucho menos –agrego yo– “divorciar”, construir un foso infranqueable entre ambas esferas, impidiendo la sana y fructífera cooperación entre ambas.

Ya el liberalismo clásico, con su pretensión de establecer la neutralidad moral del Estado, representaba una gran amenaza a la auténtica laicidad; sin embargo, la actual tendencia a la “dictadura del relativismo”, con su pretensión de que la pacífica convivencia social esté basada en la renuncia de cada ciudadano a las certezas absolutas en el ámbito religioso y moral, representa un notable agravamiento de esa amenaza. La memorable homilía del Cardenal Joseph Ratzinger en el día previo a su elección como Sucesor de Pedro nos alerta sobre esta amenaza tan actual.

2. El cristiano en el mundo contemporáneo

Se sigue hablando, aunque cada vez menos, de la “civilización occidental y cristiana”. Sin embargo, es preciso reconocer que, aunque en Europa y en América los cristianos seguimos constituyendo la mayoría de la población, hace mucho tiempo que en ambos continentes las ideologías dominantes en la clase dirigente y en la clase intelectual son incompatibles con el cristianismo. Me refiero (en una rápida enumeración) al racionalismo de la Ilustración, al liberalismo individualista y secularista, al materialismo, al marxismo, al economicismo, al positivismo, al psicoanálisis freudiano y a un largo etcétera. La mayoría de las principales fuerzas políticas del siglo XX fueron anticristianas. Cabe suponer, entonces, que el colectivo con mayor responsabilidad en la construcción del mundo contemporáneo, con sus luces y sus sombras, no es el de los cristianos, sino el de los autodenominados “librepensadores”. Aún no hemos visto, sin embargo, que estos últimos hayan entonado un mea culpa, haciéndose cargo de las taras del mundo que han edificado.

El cristiano occidental vive en una civilización “post-cristiana” y está llamado a evangelizarla, contribuyendo a la formación y el crecimiento de una cultura cristiana en el seno de esa misma civilización. Lleva a cabo esta misión evangelizadora con el testimonio de sus palabras y sus obras, manteniendo una íntima unidad entre fe y vida, pensamiento y acción.

En el siglo XX la Iglesia Católica volvió a ser la Iglesia de los mártires. En el contexto de la preparación del Gran Jubileo del año 2000, por disposición del Papa Juan Pablo II, se constituyó en Roma la Comisión Nuevos Mártires. Hasta el día 31/03/2000 esta Comisión recogió 12.692 testimonios (procedentes de casi todo el mundo) sobre nuevos mártires cristianos. Andrea Riccardi, historiador y fundador de la Comunidad de San Egidio, en su muy recomendable libro El siglo de los mártires (Plaza & Janés Editores, S.A. – Barcelona 2001), presenta una conmovedora síntesis de estos testimonios, que permiten vislumbrar cómo –en tantísimos casos– la fidelidad cristiana ha florecido hasta el heroísmo en medio de dificultades impresionantes. A lo largo de todo el siglo XX, cientos de miles (quizás millones) de cristianos dieron su vida por Cristo, muriendo asesinados por odio a la fe en la Rusia soviética, en la Europa del Este, en los países comunistas o islámicos de Asia, en la Europa de Hitler, en la Revolución mexicana, en la España republicana, en los conflictos del África o de la América Latina… ¡También en nuestros días, Dios sigue siendo admirable en sus santos!

Todavía hoy la Iglesia católica es clandestina en China (el país más poblado del mundo), sufre la violencia de fanáticos hindúes en la India (el segundo país más poblado) y de fanáticos musulmanes en Indonesia, Pakistán, Turquía y Egipto, y sufre graves e injustas restricciones a su libertad en muchos países (Cuba, Vietnam, Arabia Saudita, Irán, etc.).

En los países liberales de Occidente, aunque no hay persecuciones sangrientas, hay discriminaciones sutiles y efectivas. Por muchos medios el poder dominante ha buscado y busca marginar a la Iglesia de la vida pública y social, relegando la religión a la categoría de fenómeno exclusivamente privado, fundado en sentimientos irracionales, que no tienen ningún valor en la arena política. La actual civilización occidental tiene fuertes raíces cristianas, pero no puede decirse que hoy sea cristiana. Basta abrir un diario o prender la televisión para darse cuenta de ello. Un ejemplo entre miles: la amenazadora perspectiva de la clonación humana. Como dijo Goya, “los sueños de la razón engendran monstruos”.

3. El Uruguay laicista

El Uruguay laicista es sin duda un caso especial en el ámbito latinoamericano. Tal vez basten algunas pinceladas para familiarizar a los lectores no uruguayos con esta singularidad uruguaya.

Se suele decir que José Batlle y Ordóñez, dos veces Presidente de la República (1903-1907 y 1911-1915) es el constructor del Uruguay moderno. El carácter laicista de este “Uruguay moderno” podrá apreciarse mejor si se considera que Batlle siempre atacó dura y sistemáticamente a la Iglesia Católica, calificándola de absurda e inmoral, y que en 1926 llegó a vetar la candidatura presidencial del batllista Gabriel Terra, por haber actuado éste como padrino en la boda religiosa de su propia hija (Raquel Terra). Carlos Manini Ríos, otro alto dirigente del Partido Colorado (el partido liderado por Batlle) cuenta en su libro Una nave en la tormenta que Batlle, en su diario El Día, “denigraba en toda ocasión a sacerdotes y monjas; se complacía en relatar las infracciones a los votos -particularmente el de castidad- y atacaba en forma constante al arzobispo Aragone, a quien llamaba el Cotorrón” (cf. Jorge Pelfort, en: El Observador, 21/08/1999, Correo del Lector, Iglesia y Estado).

Que el viejo laicismo uruguayo no había perdido su veta anticatólica se pudo apreciar claramente después de la primera visita del Papa Juan Pablo II al Uruguay (en 1987), cuando un grupo importante, aunque minoritario, de parlamentarios manifestó una cerrada oposición a la conservación como monumento histórico de la cruz erigida en el lugar de la Misa papal, que congregó inesperadamente a un número altísimo de personas.

En Uruguay el laicismo impregnó también fuertemente el pensamiento de muchos cristianos. Veamos en primer lugar el caso de los protestantes, a través de una cita de un historiador protestante uruguayo:

“En líneas generales, resulta posible afirmar que las iglesias protestantes uruguayas apoyaron, en mayor o menor medida, el proceso secularizador impulsado por el Estado en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del siglo XX. En efecto, si se considera ese proceso como una disputa por la construcción y ocupación de un “espacio”, se puede concluir que los protestantes se aliaron con aquellas fuerzas que propugnaban la “privatización” de lo religioso, y que no sólo apoyaron sino que incluso promovieron algunas medidas secularizadoras. Tal comportamiento parece no haber sido exclusivo del protestantismo uruguayo, sino que fue verificable en la mayoría de los países latinos, tanto europeos (el caso francés es paradigmático) como latinoamericanos.

Las razones de este posicionamiento estarían directamente relacionadas con el hecho de ser una minoría dentro de sociedades predominantemente católicas y, en la inmensa mayoría de los casos, con Estados confesionales. Tal situación llevó al protestantismo a identificar el impulso secularizador, en tanto anticlerical y anticatólico, como un fenómeno saludable y beneficioso para la sociedad y para sus propios intereses. No obstante, en la medida que la “secularización” se fue extendiendo, esa comunidad de intereses con el Estado y otras fuerzas anticlericales comenzó a perder sustento. En otras palabras, mientras el proceso secularizador se mantuvo dentro de límites anticatólicos y no violó la neutralidad frente al fenómeno religioso en general, el apoyo protestante se mantuvo, pero cuando se pasó a formas antirreligiosas beligerantes, la alianza se rompió.” (Roger Geymonat, Protestantismo y secularización en el Uruguay, en: Autores Varios, Las religiones en el Uruguay. Algunas aproximaciones, Ediciones La Gotera, Montevideo 2004).

Absteniéndome de sacar conclusiones de la ofensiva suposición de Geymonat de que se puede ser a la vez anticatólico y neutral frente al fenómeno religioso, me interesa subrayar que esta confesión de la responsabilidad protestante en la descristianización del Uruguay no ha ido acompañada de ninguna expresión de arrepentimiento o de pedido de perdón.

También entre muchos protestantes uruguayos sobrevive el viejo sentimiento anticatólico. Un ejemplo de esto es la declaración de fecha 25/04/2005 de la Federación de Iglesias Evangélicas del Uruguay (FIEU), protestando por el traslado a un espacio público de una estatua de Juan Pablo II, fallecido el día 2 del mismo mes. Según la FIEU esta medida violó la salutífera “laicidad” del Estado uruguayo.

Pero el laicismo ha calado también hasta los huesos de muchos católicos uruguayos. Uruguay es un país donde pueden ocurrir cosas como que el Movimiento de Cristianos Universitarios (MCU) y el Movimiento de Profesionales Católicos (MPC) se opongan a la creación de la Universidad Católica del Uruguay (UCU), expresando su solidaridad con la estatal Universidad de la República, que precisamente al crearse la UCU perdió el monopolio de la educación universitaria en el Uruguay. Vale la pena citar algunos párrafos de la correspondiente declaración del MCU y el MPC:

“Como movimientos laicos de la Iglesia Católica, estamos desde hace tiempo comprometidos en una pastoral definida por una perspectiva de servicio, solidaria con los ambientes pluralistas, a partir de la opción por los pobres y en la práctica concreta de la comunión y participación, corresponsable en la Iglesia y en el Mundo. Esta línea pastoral que estamos llevando adelante no necesita de instituciones paralelas de este tipo, para crecer en la identidad cristiana y para cumplir la misión evangelizadora en la sociedad. Pensamos que una medida unilateral e inconsulta como la que acaba de sobrevenir no ayuda a la auténtica presencia cristiana en el medio universitario.

La nueva institución tendrá la carga de remontar, con hechos, las condiciones en que ha nacido y de demostrar que está verdaderamente al servicio del pueblo, de la cultura universitaria y del anuncio del Evangelio”. (El Día, 1/09/1984, Católicos Universitarios Están Contra la Universidad Privada).

Sin comentarios.

Que la Virgen de los Treinta y Tres, Patrona de nuestra Patria, interceda por todos los uruguayos para que podamos expresar y vivir el auténtico concepto de laicidad.