jueves, abril 01, 2010

El testimonio cristiano en la ciudad secular


Daniel Iglesias Grèzes

1. Una reflexión sobre el secularismo

Jesucristo es Rey de Reyes, Rey del Universo, pero su Reino no es de este mundo (cf. Juan 18,33-37). Nuestra vocación cristiana nos impulsa a contribuir al crecimiento del Reino de Cristo en el mundo. Los fieles cristianos laicos, en particular, están llamados a vivir esa vocación inmersos en las realidades temporales, ordenándolas de acuerdo con la voluntad de Dios revelada por Cristo y transmitida por la Iglesia. Sin embargo el creciente influjo de la ideología secularista, orientada hacia la completa disociación entre la fe religiosa y la vida pública, se presenta como un gran obstáculo para el cumplimiento de esta misión cristiana en el mundo.

El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (cf. n. 571) nos recuerda que el auténtico principio de laicidad (asumido por esta doctrina) implica una distinción entre la esfera religiosa y la esfera política. No me detendré aquí a analizar este principio, que permite garantizar a la vez la libertad religiosa y la legítima autonomía de la comunidad política. Sólo recordaré que, según el conocido adagio escolástico, “distinguir no es separar”; y mucho menos –agrego yo– “divorciar”, construir un foso infranqueable entre ambas esferas, impidiendo la sana y fructífera cooperación entre ambas.

Ya el liberalismo clásico, con su pretensión de establecer la neutralidad moral del Estado, representaba una gran amenaza a la auténtica laicidad; sin embargo, la actual tendencia a la “dictadura del relativismo”, con su pretensión de que la pacífica convivencia social esté basada en la renuncia de cada ciudadano a las certezas absolutas en el ámbito religioso y moral, representa un notable agravamiento de esa amenaza. La memorable homilía del Cardenal Joseph Ratzinger en el día previo a su elección como Sucesor de Pedro nos alerta sobre esta amenaza tan actual.

2. El cristiano en el mundo contemporáneo

Se sigue hablando, aunque cada vez menos, de la “civilización occidental y cristiana”. Sin embargo, es preciso reconocer que, aunque en Europa y en América los cristianos seguimos constituyendo la mayoría de la población, hace mucho tiempo que en ambos continentes las ideologías dominantes en la clase dirigente y en la clase intelectual son incompatibles con el cristianismo. Me refiero (en una rápida enumeración) al racionalismo de la Ilustración, al liberalismo individualista y secularista, al materialismo, al marxismo, al economicismo, al positivismo, al psicoanálisis freudiano y a un largo etcétera. La mayoría de las principales fuerzas políticas del siglo XX fueron anticristianas. Cabe suponer, entonces, que el colectivo con mayor responsabilidad en la construcción del mundo contemporáneo, con sus luces y sus sombras, no es el de los cristianos, sino el de los autodenominados “librepensadores”. Aún no hemos visto, sin embargo, que estos últimos hayan entonado un mea culpa, haciéndose cargo de las taras del mundo que han edificado.

El cristiano occidental vive en una civilización “post-cristiana” y está llamado a evangelizarla, contribuyendo a la formación y el crecimiento de una cultura cristiana en el seno de esa misma civilización. Lleva a cabo esta misión evangelizadora con el testimonio de sus palabras y sus obras, manteniendo una íntima unidad entre fe y vida, pensamiento y acción.

En el siglo XX la Iglesia Católica volvió a ser la Iglesia de los mártires. En el contexto de la preparación del Gran Jubileo del año 2000, por disposición del Papa Juan Pablo II, se constituyó en Roma la Comisión Nuevos Mártires. Hasta el día 31/03/2000 esta Comisión recogió 12.692 testimonios (procedentes de casi todo el mundo) sobre nuevos mártires cristianos. Andrea Riccardi, historiador y fundador de la Comunidad de San Egidio, en su muy recomendable libro El siglo de los mártires (Plaza & Janés Editores, S.A. – Barcelona 2001), presenta una conmovedora síntesis de estos testimonios, que permiten vislumbrar cómo –en tantísimos casos– la fidelidad cristiana ha florecido hasta el heroísmo en medio de dificultades impresionantes. A lo largo de todo el siglo XX, cientos de miles (quizás millones) de cristianos dieron su vida por Cristo, muriendo asesinados por odio a la fe en la Rusia soviética, en la Europa del Este, en los países comunistas o islámicos de Asia, en la Europa de Hitler, en la Revolución mexicana, en la España republicana, en los conflictos del África o de la América Latina… ¡También en nuestros días, Dios sigue siendo admirable en sus santos!

Todavía hoy la Iglesia católica es clandestina en China (el país más poblado del mundo), sufre la violencia de fanáticos hindúes en la India (el segundo país más poblado) y de fanáticos musulmanes en Indonesia, Pakistán, Turquía y Egipto, y sufre graves e injustas restricciones a su libertad en muchos países (Cuba, Vietnam, Arabia Saudita, Irán, etc.).

En los países liberales de Occidente, aunque no hay persecuciones sangrientas, hay discriminaciones sutiles y efectivas. Por muchos medios el poder dominante ha buscado y busca marginar a la Iglesia de la vida pública y social, relegando la religión a la categoría de fenómeno exclusivamente privado, fundado en sentimientos irracionales, que no tienen ningún valor en la arena política. La actual civilización occidental tiene fuertes raíces cristianas, pero no puede decirse que hoy sea cristiana. Basta abrir un diario o prender la televisión para darse cuenta de ello. Un ejemplo entre miles: la amenazadora perspectiva de la clonación humana. Como dijo Goya, “los sueños de la razón engendran monstruos”.

3. El Uruguay laicista

El Uruguay laicista es sin duda un caso especial en el ámbito latinoamericano. Tal vez basten algunas pinceladas para familiarizar a los lectores no uruguayos con esta singularidad uruguaya.

Se suele decir que José Batlle y Ordóñez, dos veces Presidente de la República (1903-1907 y 1911-1915) es el constructor del Uruguay moderno. El carácter laicista de este “Uruguay moderno” podrá apreciarse mejor si se considera que Batlle siempre atacó dura y sistemáticamente a la Iglesia Católica, calificándola de absurda e inmoral, y que en 1926 llegó a vetar la candidatura presidencial del batllista Gabriel Terra, por haber actuado éste como padrino en la boda religiosa de su propia hija (Raquel Terra). Carlos Manini Ríos, otro alto dirigente del Partido Colorado (el partido liderado por Batlle) cuenta en su libro Una nave en la tormenta que Batlle, en su diario El Día, “denigraba en toda ocasión a sacerdotes y monjas; se complacía en relatar las infracciones a los votos -particularmente el de castidad- y atacaba en forma constante al arzobispo Aragone, a quien llamaba el Cotorrón” (cf. Jorge Pelfort, en: El Observador, 21/08/1999, Correo del Lector, Iglesia y Estado).

Que el viejo laicismo uruguayo no había perdido su veta anticatólica se pudo apreciar claramente después de la primera visita del Papa Juan Pablo II al Uruguay (en 1987), cuando un grupo importante, aunque minoritario, de parlamentarios manifestó una cerrada oposición a la conservación como monumento histórico de la cruz erigida en el lugar de la Misa papal, que congregó inesperadamente a un número altísimo de personas.

En Uruguay el laicismo impregnó también fuertemente el pensamiento de muchos cristianos. Veamos en primer lugar el caso de los protestantes, a través de una cita de un historiador protestante uruguayo:

“En líneas generales, resulta posible afirmar que las iglesias protestantes uruguayas apoyaron, en mayor o menor medida, el proceso secularizador impulsado por el Estado en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del siglo XX. En efecto, si se considera ese proceso como una disputa por la construcción y ocupación de un “espacio”, se puede concluir que los protestantes se aliaron con aquellas fuerzas que propugnaban la “privatización” de lo religioso, y que no sólo apoyaron sino que incluso promovieron algunas medidas secularizadoras. Tal comportamiento parece no haber sido exclusivo del protestantismo uruguayo, sino que fue verificable en la mayoría de los países latinos, tanto europeos (el caso francés es paradigmático) como latinoamericanos.

Las razones de este posicionamiento estarían directamente relacionadas con el hecho de ser una minoría dentro de sociedades predominantemente católicas y, en la inmensa mayoría de los casos, con Estados confesionales. Tal situación llevó al protestantismo a identificar el impulso secularizador, en tanto anticlerical y anticatólico, como un fenómeno saludable y beneficioso para la sociedad y para sus propios intereses. No obstante, en la medida que la “secularización” se fue extendiendo, esa comunidad de intereses con el Estado y otras fuerzas anticlericales comenzó a perder sustento. En otras palabras, mientras el proceso secularizador se mantuvo dentro de límites anticatólicos y no violó la neutralidad frente al fenómeno religioso en general, el apoyo protestante se mantuvo, pero cuando se pasó a formas antirreligiosas beligerantes, la alianza se rompió.” (Roger Geymonat, Protestantismo y secularización en el Uruguay, en: Autores Varios, Las religiones en el Uruguay. Algunas aproximaciones, Ediciones La Gotera, Montevideo 2004).

Absteniéndome de sacar conclusiones de la ofensiva suposición de Geymonat de que se puede ser a la vez anticatólico y neutral frente al fenómeno religioso, me interesa subrayar que esta confesión de la responsabilidad protestante en la descristianización del Uruguay no ha ido acompañada de ninguna expresión de arrepentimiento o de pedido de perdón.

También entre muchos protestantes uruguayos sobrevive el viejo sentimiento anticatólico. Un ejemplo de esto es la declaración de fecha 25/04/2005 de la Federación de Iglesias Evangélicas del Uruguay (FIEU), protestando por el traslado a un espacio público de una estatua de Juan Pablo II, fallecido el día 2 del mismo mes. Según la FIEU esta medida violó la salutífera “laicidad” del Estado uruguayo.

Pero el laicismo ha calado también hasta los huesos de muchos católicos uruguayos. Uruguay es un país donde pueden ocurrir cosas como que el Movimiento de Cristianos Universitarios (MCU) y el Movimiento de Profesionales Católicos (MPC) se opongan a la creación de la Universidad Católica del Uruguay (UCU), expresando su solidaridad con la estatal Universidad de la República, que precisamente al crearse la UCU perdió el monopolio de la educación universitaria en el Uruguay. Vale la pena citar algunos párrafos de la correspondiente declaración del MCU y el MPC:

“Como movimientos laicos de la Iglesia Católica, estamos desde hace tiempo comprometidos en una pastoral definida por una perspectiva de servicio, solidaria con los ambientes pluralistas, a partir de la opción por los pobres y en la práctica concreta de la comunión y participación, corresponsable en la Iglesia y en el Mundo. Esta línea pastoral que estamos llevando adelante no necesita de instituciones paralelas de este tipo, para crecer en la identidad cristiana y para cumplir la misión evangelizadora en la sociedad. Pensamos que una medida unilateral e inconsulta como la que acaba de sobrevenir no ayuda a la auténtica presencia cristiana en el medio universitario.

La nueva institución tendrá la carga de remontar, con hechos, las condiciones en que ha nacido y de demostrar que está verdaderamente al servicio del pueblo, de la cultura universitaria y del anuncio del Evangelio”. (El Día, 1/09/1984, Católicos Universitarios Están Contra la Universidad Privada).

Sin comentarios.

Que la Virgen de los Treinta y Tres, Patrona de nuestra Patria, interceda por todos los uruguayos para que podamos expresar y vivir el auténtico concepto de laicidad.

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