martes, abril 20, 2010

Homilía ante la Pontificia Comisión Bíblica (Benedicto XVI)


(Homilía pronunciada por el Papa el jueves 15 de abril de 2010, a primera hora de la mañana, en la Capilla Paulina en el Vaticano, durante una Misa con los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica).
Queridos hermanos y hermanas, no he tenido tiempo para preparar una verdadera homilía. Solamente quiero invitar a cada uno de ustedes a una meditación personal, proponiendo y subrayando algunas frases de la liturgia de hoy, que se ofrecen al diálogo orante entre nosotros y la Palabra de Dios. La palabra, la frase que quiero proponer a la meditación común es esta gran afirmación de san Pedro: "es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5,29). San Pedro está frente a la suprema institución religiosa, a la que normalmente debería obedecer, pero Dios está por encima de esta institución y le ha dado otra "orden": debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios es la libertad, la obediencia a Dios le da la libertad de oponerse a la institución.
Aquí los exégetas atraen nuestra atención sobre el hecho que la respuesta de san Pedro al Sanedrín es hasta casi "ad verbum" idéntica a la respuesta de Sócrates al tribunal ateniense que lo juzga. El tribunal le ofrece la libertad, la liberación, pero con la condición de que no continúe buscando a Dios. Pero buscar a Dios, la búsqueda de Dios es para él un mandato superior, ya que viene de Dios mismo. Y una libertad comprada con la renuncia al camino hacia Dios ya no es más libertad. En consecuencia, no debe obedecer a estos jueces –no debe comprar su vida perdiéndose a sí mismo–, sino que debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios tiene el primado.
Aquí es importante subrayar que se trata de la obediencia y que es precisamente la obediencia lo que da libertad. La época moderna ha hablado de la liberación del hombre, de su plena autonomía, en consecuencia también de la liberación de la obediencia a Dios. La obediencia no debería existir más: el hombre es libre, el hombre es autónomo y nada más. Pero esta autonomía es una mentira: es una mentira ontológica, porque el hombre no existe a partir de sí mismo. También es una mentira política y práctica, porque es necesaria la colaboración, el compartir la libertad. Y si Dios no existe, si Dios no es una instancia accesible al hombre, entonces sólo queda como instancia suprema el consenso de la mayoría. En este sentido, el consenso de la mayoría se convierte en la palabra última a la que debemos obedecer. Y este consenso –lo sabemos desde la historia del siglo pasado– puede ser también un "consenso en el mal".
Así vemos que la llamada autonomía no libera verdaderamente al hombre. Obedecer a Dios es la libertad, porque es la verdad, es la instancia que se pone frente a todas las instancias humanas. En la historia de la humanidad estas palabras de Pedro y de Sócrates son el verdadero faro de la liberación del hombre, que sabe ver a Dios y, en nombre de Dios, puede y debe obedecer no tanto a los hombres, sino a Él y liberarse así del positivismo de la obediencia humana. Las dictaduras han estado siempre en contra de esta obediencia a Dios. La dictadura nazi, al igual que la marxista, no pueden aceptar a un Dios que está por encima del poder ideológico. Por eso la libertad de los mártires, que reconocen a Dios, justamente en la obediencia al poder divino, es siempre el acto de liberación en el que llega a nosotros la libertad de Cristo.
Hoy, gracias a Dios, no vivimos bajo dictaduras, pero existen formas sutiles de dictadura: un conformismo que se torna obligatorio, pensar como piensan todos, actuar como actúan todos, y las sutiles agresiones contra la Iglesia, o también las menos sutiles, demuestran cómo este conformismo puede ser realmente una verdadera dictadura. Para nosotros vale esto: se debe obedecer más a Dios que a los hombres. Pero esto supone que conocemos realmente a Dios y que queremos obedecerle verdaderamente a Él. Dios no es un pretexto para la propia voluntad, sino que es realmente Él quien nos llama y nos invita, si fuese necesario, también al martirio. Por eso, confrontados con esta palabra que inicia una nueva historia de libertad en el mundo, rogamos sobre todo poder conocer a Dios, conocer humilde y verdaderamente a Dios, y al conocer a Dios, aprender la verdadera obediencia que es el fundamento de la libertad humana.
Tomemos una segunda palabra de la primera lectura, en la que san Pedro dice que Dios ha ensalzado a Cristo a su derecha como jefe y salvador (cfr. v. 31). Jefe es traducción del término griego "archegos", el cual implica una visión mucho más dinámica: "archegos" es el que muestra la senda, es el que precede, es un movimiento, un movimiento hacia lo alto. Dios lo ha ensalzado a su derecha. Entonces hablar de Cristo como "archegos" quiere decir que Cristo camina delante de nosotros, nos precede, nos muestra la senda. Por eso, estar en comunión con Cristo es estar en un camino, subir con Cristo, es seguimiento de Cristo, es esta subida a lo alto, es seguir al "archegos", al que ya ha pasado, el que nos precede y nos muestra la senda.
Aquí, evidentemente, es importante que se nos diga adónde arriba Cristo y adónde debemos arribar también nosotros: "hypsosen" –en lo alto–, subir a la derecha del Padre. Seguimiento de Cristo no es solamente imitación de sus virtudes, no sólo es vivir en este mundo, en cuanto nos es posible asemejándonos a Cristo, según su palabra, sino que es un camino que tiene una meta. Esta meta es la derecha del Padre. Éste es el camino de Jesús, este seguimiento de Jesús que termina a la derecha del Padre. Al horizonte de tal seguimiento pertenece todo el camino de Jesús, también el arribar a la derecha del Padre.
En este sentido, la meta de este camino es la vida eterna a la derecha del Padre en comunión con Cristo. Hoy muchas veces tenemos un poco de miedo de hablar de la vida eterna. Hablamos de las cosas que son útiles para el mundo, mostramos que el cristianismo ayuda también a mejorar el mundo, pero no nos atrevemos a decir que su meta es la vida eterna y que desde tal meta provienen los criterios de la vida. Debemos volver a entender que el cristianismo permanece como un "fragmento" si no pensamos en esta meta, por eso queremos seguir al "archegos" hasta las alturas donde se encuentra Dios, a la gloria del Hijo que nos hace hijos en el Hijo, y debemos reconocer de nuevo que el cristianismo revela todo su sentido sólo en la gran perspectiva de la vida eterna. Debemos tener el valor, la alegría, la gran esperanza de que la vida eterna existe, que es la verdadera vida y que desde esta vida verdadera viene la luz que ilumina también a este mundo.
Si se puede decir, aun prescindiendo de la vida eterna y del Cielo prometido, que es mejor vivir según los criterios cristianos, porque vivir según la verdad y el amor -también bajo tantas persecuciones- es en sí mismo bueno y mejor que todo lo demás, es precisamente esta voluntad de vivir según la verdad y según el amor la que debe abrirse también a toda la amplitud del proyecto de Dios con nosotros, a la valentía de tener ya la alegría en la esperanza de la vida eterna, de la subida siguiendo a nuestro "archegos". Y "Soter" es el Salvador, el que nos salva de la ignorancia respecto a las cosas últimas. El Salvador nos salva de la soledad, nos salva de un vacío que queda en la vida sin la eternidad, nos salva dándonos el amor en su plenitud. Él es el guía. Cristo, el "archegos", nos salva dándonos la luz, dándonos la verdad, dándonos el amor de Dios.
Vayamos luego a otro versículo: Cristo, el Salvador, ha dado a Israel la conversión y el perdón de los pecados (v. 31) –en el texto griego el término es "metanoia"–, le ha dado la penitencia y el perdón de los pecados. Para mí, ésta es una observación muy importante: la penitencia es una gracia. Hay una corriente en la exégesis que dice: Jesús en Galilea habría anunciado una gracia sin condiciones, absolutamente incondicionada, en consecuencia también sin penitencia, la gracia como tal, sin condicionamientos humanos. Pero ésta es una falsa interpretación de la gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que nosotros reconozcamos nuestro pecado, es una gracia que sepamos que tenemos necesidad de renovación, de cambio, de una transformación de nuestro ser.
Penitencia, poder hacer penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es una gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es decir, reconocer cuánto está errado en nuestra vida, abrirse al perdón, prepararse al perdón y dejarse transformar. El dolor de la penitencia, es decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es gracia, porque es renovación, porque es obra de la misericordia divina. Estas dos cosas que dice san Pedro –penitencia y perdón– corresponden al comienzo de la predicación de Jesús: "metanoeite", convertíos (cfr. Mc 1,15). En consecuencia, éste es el punto fundamental: la "metanoia" no es una cosa privada, que podría ser sustituida por la gracia, sino que la "metanoia" es el arribo de la gracia que nos transforma.
Por último, una palabra del Evangelio, donde se nos dice que el que cree tendrá la vida eterna (cfr. Jn 3,36). En la fe, en este "transformarse" que la penitencia nos regala, en esta conversión, en esta nueva senda del vivir, arribamos a la vida, a la verdadera vida. Aquí me vienen a la mente otros dos textos. En la "Oración sacerdotal" el Señor dice: ésta es la vida, conocerte a Ti y al que Tú has consagrado (cfr. Jn 17,3). Conocer lo esencial, conocer a la Persona decisiva, conocer a Dios y a su Enviado es vida, vida y conocimiento, conocimiento de realidades que son la vida. El otro texto es la respuesta del Señor a los saduceos respecto a la resurrección, cuando a partir de los libros de Moisés el Señor prueba el hecho de la resurrección, diciendo: Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cfr. Mt 22,31-32; Mc 12,26-27; Lc 20,37-38). Dios no es Dios de muertos. Si Dios es Dios de estos últimos, ellos están vivos. Quien está inscrito en el nombre de Dios vive, participa en la vida de Dios. En este sentido, creer es estar inscrito en el nombre de Dios. Por eso estamos vivos. Quien pertenece al nombre de Dios no es un muerto, pertenece al Dios viviente. En este sentido debemos entender el dinamismo de la fe, que es un inscribir nuestro nombre en el nombre de Dios y, de este modo, es un entrar en la vida.
Recemos al Señor para que suceda esto y realmente conozcamos a Dios con nuestra vida, conozcamos a Dios para que nuestro nombre entre en el nombre de Dios y nuestra existencia se convierta en vida verdadera: vida eterna, amor y verdad.
Traducción al español de José Arturo Quarracino, Buenos Aires, Argentina.

Fuente: http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1342930?sp=y

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