Hacia el año 360 DC la herejía arriana, con la fuerza del poder del emperador, se difundió por toda la Iglesia. La verdad católica corrió el riesgo de desaparecer de la historia humana. Pero hubo un cristiano que no se doblegó: Atanasio, joven obispo de Alejandría (Egipto).
Atanasio era por entonces casi el único obispo que defendía la ortodoxia de la fe contra los ataques de los arrianos, quienes negaban la divinidad de Jesucristo. Éstos emprendieron la persecución de Atanasio, acusándolo injustamente de las peores infamias y denunciándolo como el enemigo de la unidad de la Iglesia.
Atanasio, exiliado en cinco ocasiones, constantemente acosado por la policía del emperador, defendió apasionadamente la auténtica fe en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, sin medir sus palabras. Sus escritos muestran a menudo una feroz ironía contra los arrianos. Atanasio no fue pacífico. Se transformó en polemista en su lucha continua. Recibiendo incesantes golpes, golpeó a su vez, y duramente. No tuvo delicadezas con los enemigos, porque estaba en juego la fe.
Atanasio nació hacia el año 295 en una familia cristiana, en Alejandría. Su sabiduría teológica, más que de los estudios, le llegó del encuentro lleno de admiración con sus maestros cristianos, a los que vio martirizar durante la persecución de Diocleciano; y sobre todo del encuentro con San Antonio, el ermitaño de Tebaida, en cuyas cuevas habitaban únicamente monjes cristianos. Cada vez que tuvo que escapar de la policía, Atanasio halló refugio entre esos monjes, que fueron sus entusiastas defensores.
Siendo diácono, Atanasio participó junto a Alejandro, obispo de Alejandría, del primer Concilio Ecuménico, celebrado en Nicea en el año 325. La intervención de Atanasio en el Concilio fue muy importante. El Concilio condenó a Arrio y proclamó la fe en la divinidad de Jesús, Hijo de Dios, de la misma naturaleza (substancia) que el Padre. El Credo de Nicea fue completado más tarde en el Concilio de Constantinopla I (año 381).
En el año 328 murió el obispo Alejandro y el pueblo de Alejandría pidió a voces que Atanasio fuera el obispo, pese a que tenía sólo 32 años. Desde entonces fue obispo durante 46 años y su vida fue una tremenda lucha contra los arrianos, quienes, apoyados a menudo por los emperadores, estuvieron cerca de prevalecer definitivamente.
Arrio defendió una doctrina que reducía a Jesús a una criatura, una especie de semidios muy inferior al Padre. Rechazó la fórmula con la que el Concilio de Nicea definió la relación entre el Hijo y el Padre: “de la misma substancia (homoousios) del Padre”. Su doctrina rechazó los misterios de la Encarnación y la Trinidad, prefiriendo la claridad de su filosofía racionalista a la oscuridad de la fe verdadera en el Dios incomprensible.
Atanasio, fiel a la Tradición apostólica, se opuso con todas sus fuerzas a esa herejía que reducía a Jesucristo al rol de maestro de la verdadera sabiduría y de la verdadera religión. Jesús es en cambio –escribe Atanasio- “el Salvador, el Hijo bueno del Dios bueno”, “la Sabiduría en sí, la Religión en sí, la misma Potencia en sí propia del Padre, la Luz en sí, la Verdad en sí, la Justicia en sí, la Virtud en sí”.
Atanasio vivió fugitivo más de 20 años. Escribió obras teológicas importantes. Hacia el final de su vida, Atanasio era el hombre más amado y venerado por los cristianos de Oriente y de Occidente, por su amor a la unidad de la Iglesia en la verdadera fe. Con los años y las pruebas, su temperamento impetuoso fue conformándose en la paciencia y la humildad, sin perder su vigor. La Iglesia lo ha proclamado santo, como lo hizo el pueblo mientras aún vivía.
En su día natalicio (el 2 de mayo del 373) terminó su combate: la Iglesia estaba a salvo, la fe en el Hijo de Dios se conservaba sobre la tierra.
Fuente: Revista “30 Días en la Iglesia y en el Mundo”
(artículo resumido por Daniel Iglesias Grèzes).
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