Daniel Iglesias Grèzes
Alguien me escribió que hace unos días, en una homilía, un sacerdote católico dijo lo siguiente:
“Jesús no vino a instaurar su Iglesia, sino a empezar a construir el Reino, y en ese barco entramos todos.”
Intentaré mostrar que esa afirmación contradice la doctrina católica.
Consideremos la primera parte de la frase en cuestión:
“Jesús no vino a instaurar su Iglesia, sino a empezar a construir el Reino”.
Esta proposición se parece mucho a una famosa frase –pretendidamente irónica- de Alfred Loisy, teólogo católico disidente (modernista) de principios del siglo XX: "Jesús anunció el Reino de Dios, y lo que vino fue la Iglesia". Loisy fue excomulgado por sus doctrinas heréticas.
Es verdad que Jesús vino para traer el Reino de Dios, es decir para salvarnos. "Reino de Dios" y "salvación" pueden ser considerados como sinónimos. Donde Dios reina hay salvación y recíprocamente.
Por otra parte, al menos desde Orígenes (siglo III) la exégesis católica ha tenido claro que en definitiva Jesucristo mismo, en persona, es el Reino de Dios. En Él el Reino de Dios no sólo ha venido ya, sino que ha alcanzado su plenitud. Él mismo es nuestro Salvador y nuestra salvación.
Pero, contrariamente a lo que insinúa la frase analizada, la Iglesia no es un producto accidental o secundario de la misión de salvación de Jesucristo, sino que es parte esencial de ella. La Iglesia es nada menos que el Cuerpo de Cristo, un Cuerpo cuya Cabeza es Cristo, nuestra salvación. La Iglesia hace presente socialmente a Cristo en el mundo de hoy y continúa su misión de salvación, animada por el mismo Espíritu de Cristo. Jesús se identifica plenamente con su Iglesia: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado.” (Mateo 10,40); “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” (Mateo 28,20).
El Concilio Vaticano II identifica el Reino de Dios y el Reino de Cristo (cf. constitución dogmática Lumen Gentium, n. 5), identificación -por lo demás- muy obvia para la doctrina católica. Pues bien, el mismo Concilio Vaticano II dice que la Iglesia es en cierto modo el Reino de Cristo (o sea, el Reino de Dios): “La Iglesia o Reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo.” (Lumen Gentium, n. 3). La expresión “en misterio” significa que la presencia del Reino de Dios en la Iglesia es sacramental (la palabra griega “mysterion” fue traducida al latín como “sacramentum”). La Iglesia terrestre es el Reino de Dios en germen; la Iglesia celestial es el Reino de Dios en plenitud.
Consideremos ahora la segunda parte de la frase analizada:
“en ese barco (del Reino) entramos todos”.
La tradición católica ha comparado a menudo a la Iglesia con una barca, y particularmente con el arca de Noé, por medio de la cual ocho personas (Noé y su esposa, sus tres hijos y sus respectivas esposas) se salvaron de las aguas del diluvio universal. Por eso las pilas bautismales tienen generalmente una base octogonal. Por la fe y el bautismo entramos a la barca de la Iglesia, de la cual el arca de Noé fue signo, figura y anticipo. Todos estamos invitados a entrar a esa barca, pero la entrada no es incondicional o indiscriminada, sino que tiene determinadas exigencias, que podemos resumir en la virtud de la fe, cuyo dinamismo se despliega en las otras dos virtudes teologales: esperanza y caridad.
El Concilio Vaticano II mantiene firmemente el dogma católico que dice que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, pero no le da una interpretación exclusivista (como si sólo los católicos pudieran salvarse), sino una interpretación inclusivista, que se comprende mejor mediante una formulación positiva de ese dogma (en lugar de la tradicional formulación negativa): “donde hay salvación, allí está la Iglesia”.
Esto está muy claro en otra conocida expresión del Concilio Vaticano II:
"La Iglesia (es)... sacramento universal de salvación" (Lumen Gentium, n. 48).
Nótese que no se dice que la Iglesia es "sacramento de salvación universal", como si todos estuviéramos predestinados a la salvación, lo queramos o no. “(Dios) quiere que todos los hombres se salven" (1 Timoteo 2,4), pero Él no nos salvará si nos empeñamos en rechazarlo hasta el fin.
Se dice, en cambio, que la Iglesia es "sacramento universal de salvación". Es decir: la Iglesia es el sacramento global, el sacramento de los sacramentos, el sacramento que reúne en sí todos los sacramentos de salvación. Todos los que se salvan, se salvan de algún modo por medio de la Iglesia, aunque la relación con la Iglesia de los no cristianos salvados es misteriosa, no siempre históricamente perceptible. Recordemos, además, que el sacramento no es un signo cualquiera, sino un signo eficaz, que realiza lo que significa.
En resumen, el Reino de Dios (o sea, la comunión de los hombres con Dios y entre sí) es el objeto de la misión salvífica de Cristo y de la Iglesia. En cambio, la Iglesia misma, institución divina y humana, Esposa de Cristo, es el sujeto social en el cual ese objeto se cumple, por la gracia de Dios.
Lamentablemente, opiniones como la aquí comentada, de sesgo relativista, se han difundido mucho en la Iglesia Católica. De ahí la gran relevancia de la excelente y muy oportuna Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvíficas de Cristo y de la Iglesia, publicada en el año 2000 por la Congregación para la Doctrina de la Fe (presidida por el Cardenal Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI), con la aprobación del Papa Juan Pablo II. Esa Declaración salió al paso de errores semejantes al error que he señalado aquí.
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