(Audiencia General, Miércoles 10 de marzo de 2010, Aula Pablo VI)
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
La semana pasada hablé de la vida y de la personalidad de San Buenaventura de Bagnoregio. Esta mañana quiero proseguir la presentación, deteniéndome sobre una parte de su obra literaria y de su doctrina.
Como ya dije, San Buenaventura, entre sus varios méritos, ha tenido el de interpretar auténtica y fielmente la figura de San Francisco de Asís, venerado y estudiado por él con gran amor. En particular, en tiempos de San Buenaventura una corriente de Frailes menores, llamados “espirituales”, sostenía que con San Francisco había sido inaugurada una fase totalmente nueva de la historia, habría aparecido el “Evangelio eterno”, del que habla el Apocalipsis, que sustituía al Nuevo Testamento. Este grupo afirmaba que la Iglesia ahora había agotado su propio rol histórico, y su puesto debía ser ocupado por una comunidad carismática de hombres libres guiados interiormente por el Espíritu, es decir los “franciscanos espirituales”. En la base de las ideas de ese grupo estaban los escritos de un abad cisterciense, Joaquín de Fiore, muerto en 1202. En sus obras, él afirmaba un ritmo trinitario de la historia. Consideraba el Antiguo Testamento como edad del Padre, seguida del tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Habría que esperar todavía la tercera edad, la del Espíritu Santo. Toda la historia era así interpretada como una historia de progreso: de la severidad del Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la Iglesia, hasta la plena libertad de los hijos de Dios en el período del Espíritu Santo, que sería también, finalmente, el período de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y de las religiones. Joaquín de Fiore había suscitado la esperanza de que el inicio del nuevo tiempo vendría de un nuevo monaquismo. Así es comprensible que un grupo de franciscanos pensase reconocer en San Francisco de Asís al iniciador del tiempo nuevo y en su Orden a la comunidad del período nuevo –la comunidad del tiempo del Espíritu Santo, que dejaba detrás de sí a la Iglesia jerárquica, para iniciar la nueva Iglesia del Espíritu, no más ligada a las viejas estructuras.
Existía por lo tanto el riesgo de un gravísimo malentendido del mensaje de San Francisco, de su humilde fidelidad al Evangelio y a la Iglesia, y tal equívoco comportaba una visión errónea del cristianismo en su conjunto.
San Buenaventura, que en 1257 se convirtió en Ministro General de la Orden Franciscana, se encontró frente a una grave tensión al interior de su misma Orden a causa precisamente de lo que sostenía la mencionada corriente de los “franciscanos espirituales”, que se remitía a Joaquín de Fiore. Justo para responder a este grupo y devolver la unidad a la Orden, San Buenaventura estudió cuidadosamente los escritos auténticos de Joaquín de Fiore y los atribuidos a él y, teniendo en cuenta la necesidad de presentar correctamente la figura y el mensaje de su amado San Francisco, quiso exponer una visión adecuada de la teología de la historia. San Buenaventura afrontó el problema justo en su última obra, una recopilación de conferencias a los monjes del estudio parisino, que quedaron incompletas y fueron juntadas a través de las transcripciones de los oyentes, titulada Hexaëmeron, es decir una explicación alegórica de los seis días de la creación. Los Padres de la Iglesia consideraban los seis o siete días del relato de la creación como profecía de la historia del mundo, de la humanidad. Los siete días representaban para ellos siete períodos de la historia, más tarde interpretados también como siete milenios. Con Cristo habríamos entrado en el último, o sea el sexto período de la historia, al cual seguiría entonces el gran sábado de Dios. San Buenaventura supone esta interpretación histórica del relato de los días de la creación, pero de un modo muy libre e innovador. Para él dos fenómenos de su tiempo volvían necesaria una nueva interpretación del curso de la historia:
El primero: la figura de San Francisco, el hombre totalmente unido a Cristo hasta la comunión de los estigmas, casi un alter Christus, y con San Francisco la nueva comunidad creada por él, distinta del monaquismo conocido hasta entonces. Este fenómeno exigía una nueva interpretación, como novedad de Dios aparecida en aquel momento.
El segundo: la posición de Joaquín de Fiore, que anunciaba un nuevo monaquismo y un período totalmente nuevo de la historia, yendo más allá de la revelación del Nuevo Testamento, exigía una respuesta.
Como Ministro General de la Orden de los Franciscanos, San Buenaventura había visto enseguida que con la concepción espiritualista, inspirada en Joaquín de Fiore, la Orden no era gobernable, sino que marchaba lógicamente hacia la anarquía. Dos eran para él las consecuencias:
La primera: la necesidad práctica de estructuras y de inserción en la realidad de la Iglesia jerárquica, de la Iglesia real, necesitaba un fundamento teológico, también porque los otros, aquellos que seguían la concepción espiritualista, mostraban un aparente fundamento teológico.
La segunda: incluso teniendo en cuenta el realismo necesario, no se debía perder la novedad de la figura de San Francisco.
¿Cómo respondió San Buenaventura a la exigencia práctica y teórica? De su respuesta puedo dar aquí sólo un resumen muy esquemático e incompleto, en algunos puntos:
San Bonaventura rechaza la idea del ritmo trinitario de la historia. Dios es uno en toda la historia y no se divide en tres divinidades. En consecuencia, la historia es una, incluso si es un camino y –según San Buenaventura– un camino de progreso.
Jesucristo es la última palabra de Dios –en Él Dios ha dicho todo, dándose y diciéndose a Sí mismo. Más que a Sí mismo, Dios no puede decir, ni dar. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo mismo dice del Espíritu Santo: “…les recordará todo lo que yo les he dicho” (Juan 14,26), “tomará de lo que es mío y se los anunciará” (Juan 16,15). Por lo tanto no hay otro Evangelio más alto, no hay que esperar otra Iglesia. Por eso también la Orden de San Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su ordenamiento jerárquico.
Esto no significa que la Iglesia sea inmóvil, esté fija en el pasado y no pueda haber ninguna novedad en ella. “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, las obras de Cristo no retroceden, no disminuyen, sino que progresan, dice el Santo en la carta De tribus quaestionibus. Así San Buenaventura formula explícitamente la idea del progreso, y ésta es una novedad con respecto a los Padres de la Iglesia y a gran parte de sus contemporáneos. Para San Buenaventura Cristo no es más, como era para los Padres de la Iglesia, el fin, sino el centro de la historia; con Cristo la historia no termina, sino que comienza un nuevo período. Otra consecuencia es la siguiente: hasta aquel momento dominaba la idea de que los Padres de la Iglesia eran el vértice absoluto de la teología, y todas las generaciones siguientes sólo podían ser sus discípulos. También San Buenaventura reconoce a los Padres como maestros para siempre, pero el fenómeno de San Francisco le da la certeza de que la riqueza de la palabra de Cristo es inagotable y que también en las nuevas generaciones pueden aparecer nuevas luces. La unicidad de Cristo garantiza también novedad y renovación en todos los períodos de la historia.
Ciertamente, la Orden Franciscana –así lo subraya- pertenece a la Iglesia de Jesucristo, a la Iglesia apostólica y no puede construirse en un espiritualismo utópico. Pero, al mismo tiempo, es válida la novedad de tal Orden con respecto al monaquismo clásico, y San Buenaventura –como he dicho en la Catequesis precedente– ha defendido esta novedad contra los ataques del Clero secular de París: los Franciscanos no tienen un monasterio fijo, pueden estar presentes en todas partes para anunciar el Evangelio. Justamente la ruptura con la estabilidad, característica del monaquismo, a favor de una nueva flexibilidad, restituye a la Iglesia el dinamismo misionero.
En este punto quizás sea útil decir que también hoy existen visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el segundo milenio habría sido una decadencia permanente; algunos ven la declinación ya enseguida después del Nuevo Testamento. En realidad, “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, las obras de Cristo no retroceden, sino que progresan. ¿Qué sería de la Iglesia sin la nueva espiritualidad de los Cistercienses, de los Franciscanos y Dominicanos, la espiritualidad de Santa Teresa de Ávila y de San Juan de la Cruz, y así sucesivamente? También hoy vale esta afirmación: “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, van hacia adelante. San Buenaventura nos enseña el necesario discernimiento, incluso severo, del realismo sobrio y de la apertura a los nuevos carismas dados por Cristo, en el Espíritu Santo, a su Iglesia. Y mientas se repite esta idea de la decadencia, también la otra idea, este “utopismo espiritualista”, se repite. Sabemos, de hecho, como después del Concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo era nuevo, que había otra Iglesia, que la Iglesia pre-conciliar había terminado y teníamos otra, totalmente “otra”. ¡Un utopismo anárquico! Y gracias a Dios los timoneles sabios de la barca de Pedro, el Papa Pablo VI y el Papa Juan Pablo II, por una parte han defendido la novedad del Concilio y por otra, al mismo tiempo, han defendido la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que es siempre Iglesia de pecadores y siempre lugar de Gracia. [Énfasis agregado por DIG].
En este sentido, San Buenaventura, como Ministro General de los Franciscanos, tomó una línea de gobierno en la cual estaba bien claro que la nueva Orden no podía, como comunidad, vivir a la misma “altura escatológica” de San Francisco, en quien él ve anticipado el mundo futuro, pero –guiado, al mismo tiempo, por un sano realismo y por el coraje espiritual– debía acercarse lo más posible a la realización máxima del Sermón de la montaña, que para San Francisco fue la regla, incluso teniendo en cuenta los límites del hombre, marcado por el pecado original.
Vemos así que para San Buenaventura gobernar no era simplemente un hacer, sino que era sobre todo pensar y rezar. En la base de su gobierno encontramos siempre la oración y el pensamiento; todas sus decisiones resultan de la reflexión, del pensamiento iluminado por la oración. Su contacto íntimo con Cristo ha acompañado siempre a su labor de Ministro General y por eso compuso una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el espíritu de su gobierno y manifiestan la intención de guiar interiormente a la Orden, es decir, de gobernar, no sólo mediante órdenes y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando a Cristo.
De estos escritos suyos, que son el alma de su gobierno y que muestran el camino a recorrer tanto al individuo como a la comunidad, quisiera mencionar sólo uno, su obra maestra, el Itinerarium mentis in Deum, que es un “manual” de contemplación mística. Este libro fue concebido en un lugar de profunda espiritualidad: el monte de Alvernia, donde San Francisco había recibido los estigmas. En la introducción el autor ilustra las circunstancias que dieron origen a este escrito suyo: “Mientras meditaba sobre la posibilidad del alma de ascender a Dios, se me presentó, entre otras cosas, aquel evento admirable ocurrido en aquel lugar al beato Francisco, es decir la visión del Serafín alado en forma de Crucifijo. Y meditando sobre eso, pronto me di cuenta de que tal visión me ofrecía el éxtasis contemplativo del mismo padre Francisco y conjuntamente la vía que conduce a él” (Itinerario della mente in Dio, Prologo, 2, in Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 499).
Las seis alas del Serafín se convierten así en el símbolo de seis etapas que conducen progresivamente al hombre del conocimiento de Dios a través de la observación del mundo y de las creaturas y a través de la exploración del alma misma con sus facultades, hasta la unión gratificante con la Trinidad por medio de Cristo, a imitación de San Francisco de Asís. Las últimas palabras del Itinerarium de San Buenaventura, que responden a la pregunta sobre cómo se puede alcanzar esta comunión mística con Dios, debería hacer descender a lo profundo del corazón: “Si ahora anhelas saber como ocurre esto (la comunión mística con Dios), interroga a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al gemido de la oración, no al estudio de la letra; al esposo, no al maestro; a Dios, no al hombre; a la niebla, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que todo lo inflama y transporta a Dios con fuertes unciones y ardentísimos afectos... Entramos entonces en la oscuridad, acallamos los afanes, las pasiones y las imágenes; pasamos con Cristo Crucificado de este mundo al Padre, a fin de que, después de haberlo visto, digamos con Felipe: esto me basta” (ibid., VII, 6).
Queridos amigos, acojamos la invitación que nos dirige San Buenaventura, el Doctor Seráfico, y entremos en la escuela del Maestro divino: escuchemos su Palabra de vida y de verdad, que resuena en lo íntimo de nuestra alma. Purifiquemos nuestros pensamientos y nuestras acciones, para que Él pueda habitar en nosotros, y nosotros podamos entender su Voz divina, que nos atrae hacia la verdadera felicidad.
Fuente: http://www.vatican.va/
(traducido del italiano por Daniel Iglesias Grèzes).
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
La semana pasada hablé de la vida y de la personalidad de San Buenaventura de Bagnoregio. Esta mañana quiero proseguir la presentación, deteniéndome sobre una parte de su obra literaria y de su doctrina.
Como ya dije, San Buenaventura, entre sus varios méritos, ha tenido el de interpretar auténtica y fielmente la figura de San Francisco de Asís, venerado y estudiado por él con gran amor. En particular, en tiempos de San Buenaventura una corriente de Frailes menores, llamados “espirituales”, sostenía que con San Francisco había sido inaugurada una fase totalmente nueva de la historia, habría aparecido el “Evangelio eterno”, del que habla el Apocalipsis, que sustituía al Nuevo Testamento. Este grupo afirmaba que la Iglesia ahora había agotado su propio rol histórico, y su puesto debía ser ocupado por una comunidad carismática de hombres libres guiados interiormente por el Espíritu, es decir los “franciscanos espirituales”. En la base de las ideas de ese grupo estaban los escritos de un abad cisterciense, Joaquín de Fiore, muerto en 1202. En sus obras, él afirmaba un ritmo trinitario de la historia. Consideraba el Antiguo Testamento como edad del Padre, seguida del tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Habría que esperar todavía la tercera edad, la del Espíritu Santo. Toda la historia era así interpretada como una historia de progreso: de la severidad del Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la Iglesia, hasta la plena libertad de los hijos de Dios en el período del Espíritu Santo, que sería también, finalmente, el período de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y de las religiones. Joaquín de Fiore había suscitado la esperanza de que el inicio del nuevo tiempo vendría de un nuevo monaquismo. Así es comprensible que un grupo de franciscanos pensase reconocer en San Francisco de Asís al iniciador del tiempo nuevo y en su Orden a la comunidad del período nuevo –la comunidad del tiempo del Espíritu Santo, que dejaba detrás de sí a la Iglesia jerárquica, para iniciar la nueva Iglesia del Espíritu, no más ligada a las viejas estructuras.
Existía por lo tanto el riesgo de un gravísimo malentendido del mensaje de San Francisco, de su humilde fidelidad al Evangelio y a la Iglesia, y tal equívoco comportaba una visión errónea del cristianismo en su conjunto.
San Buenaventura, que en 1257 se convirtió en Ministro General de la Orden Franciscana, se encontró frente a una grave tensión al interior de su misma Orden a causa precisamente de lo que sostenía la mencionada corriente de los “franciscanos espirituales”, que se remitía a Joaquín de Fiore. Justo para responder a este grupo y devolver la unidad a la Orden, San Buenaventura estudió cuidadosamente los escritos auténticos de Joaquín de Fiore y los atribuidos a él y, teniendo en cuenta la necesidad de presentar correctamente la figura y el mensaje de su amado San Francisco, quiso exponer una visión adecuada de la teología de la historia. San Buenaventura afrontó el problema justo en su última obra, una recopilación de conferencias a los monjes del estudio parisino, que quedaron incompletas y fueron juntadas a través de las transcripciones de los oyentes, titulada Hexaëmeron, es decir una explicación alegórica de los seis días de la creación. Los Padres de la Iglesia consideraban los seis o siete días del relato de la creación como profecía de la historia del mundo, de la humanidad. Los siete días representaban para ellos siete períodos de la historia, más tarde interpretados también como siete milenios. Con Cristo habríamos entrado en el último, o sea el sexto período de la historia, al cual seguiría entonces el gran sábado de Dios. San Buenaventura supone esta interpretación histórica del relato de los días de la creación, pero de un modo muy libre e innovador. Para él dos fenómenos de su tiempo volvían necesaria una nueva interpretación del curso de la historia:
El primero: la figura de San Francisco, el hombre totalmente unido a Cristo hasta la comunión de los estigmas, casi un alter Christus, y con San Francisco la nueva comunidad creada por él, distinta del monaquismo conocido hasta entonces. Este fenómeno exigía una nueva interpretación, como novedad de Dios aparecida en aquel momento.
El segundo: la posición de Joaquín de Fiore, que anunciaba un nuevo monaquismo y un período totalmente nuevo de la historia, yendo más allá de la revelación del Nuevo Testamento, exigía una respuesta.
Como Ministro General de la Orden de los Franciscanos, San Buenaventura había visto enseguida que con la concepción espiritualista, inspirada en Joaquín de Fiore, la Orden no era gobernable, sino que marchaba lógicamente hacia la anarquía. Dos eran para él las consecuencias:
La primera: la necesidad práctica de estructuras y de inserción en la realidad de la Iglesia jerárquica, de la Iglesia real, necesitaba un fundamento teológico, también porque los otros, aquellos que seguían la concepción espiritualista, mostraban un aparente fundamento teológico.
La segunda: incluso teniendo en cuenta el realismo necesario, no se debía perder la novedad de la figura de San Francisco.
¿Cómo respondió San Buenaventura a la exigencia práctica y teórica? De su respuesta puedo dar aquí sólo un resumen muy esquemático e incompleto, en algunos puntos:
San Bonaventura rechaza la idea del ritmo trinitario de la historia. Dios es uno en toda la historia y no se divide en tres divinidades. En consecuencia, la historia es una, incluso si es un camino y –según San Buenaventura– un camino de progreso.
Jesucristo es la última palabra de Dios –en Él Dios ha dicho todo, dándose y diciéndose a Sí mismo. Más que a Sí mismo, Dios no puede decir, ni dar. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo mismo dice del Espíritu Santo: “…les recordará todo lo que yo les he dicho” (Juan 14,26), “tomará de lo que es mío y se los anunciará” (Juan 16,15). Por lo tanto no hay otro Evangelio más alto, no hay que esperar otra Iglesia. Por eso también la Orden de San Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su ordenamiento jerárquico.
Esto no significa que la Iglesia sea inmóvil, esté fija en el pasado y no pueda haber ninguna novedad en ella. “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, las obras de Cristo no retroceden, no disminuyen, sino que progresan, dice el Santo en la carta De tribus quaestionibus. Así San Buenaventura formula explícitamente la idea del progreso, y ésta es una novedad con respecto a los Padres de la Iglesia y a gran parte de sus contemporáneos. Para San Buenaventura Cristo no es más, como era para los Padres de la Iglesia, el fin, sino el centro de la historia; con Cristo la historia no termina, sino que comienza un nuevo período. Otra consecuencia es la siguiente: hasta aquel momento dominaba la idea de que los Padres de la Iglesia eran el vértice absoluto de la teología, y todas las generaciones siguientes sólo podían ser sus discípulos. También San Buenaventura reconoce a los Padres como maestros para siempre, pero el fenómeno de San Francisco le da la certeza de que la riqueza de la palabra de Cristo es inagotable y que también en las nuevas generaciones pueden aparecer nuevas luces. La unicidad de Cristo garantiza también novedad y renovación en todos los períodos de la historia.
Ciertamente, la Orden Franciscana –así lo subraya- pertenece a la Iglesia de Jesucristo, a la Iglesia apostólica y no puede construirse en un espiritualismo utópico. Pero, al mismo tiempo, es válida la novedad de tal Orden con respecto al monaquismo clásico, y San Buenaventura –como he dicho en la Catequesis precedente– ha defendido esta novedad contra los ataques del Clero secular de París: los Franciscanos no tienen un monasterio fijo, pueden estar presentes en todas partes para anunciar el Evangelio. Justamente la ruptura con la estabilidad, característica del monaquismo, a favor de una nueva flexibilidad, restituye a la Iglesia el dinamismo misionero.
En este punto quizás sea útil decir que también hoy existen visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el segundo milenio habría sido una decadencia permanente; algunos ven la declinación ya enseguida después del Nuevo Testamento. En realidad, “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, las obras de Cristo no retroceden, sino que progresan. ¿Qué sería de la Iglesia sin la nueva espiritualidad de los Cistercienses, de los Franciscanos y Dominicanos, la espiritualidad de Santa Teresa de Ávila y de San Juan de la Cruz, y así sucesivamente? También hoy vale esta afirmación: “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, van hacia adelante. San Buenaventura nos enseña el necesario discernimiento, incluso severo, del realismo sobrio y de la apertura a los nuevos carismas dados por Cristo, en el Espíritu Santo, a su Iglesia. Y mientas se repite esta idea de la decadencia, también la otra idea, este “utopismo espiritualista”, se repite. Sabemos, de hecho, como después del Concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo era nuevo, que había otra Iglesia, que la Iglesia pre-conciliar había terminado y teníamos otra, totalmente “otra”. ¡Un utopismo anárquico! Y gracias a Dios los timoneles sabios de la barca de Pedro, el Papa Pablo VI y el Papa Juan Pablo II, por una parte han defendido la novedad del Concilio y por otra, al mismo tiempo, han defendido la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que es siempre Iglesia de pecadores y siempre lugar de Gracia. [Énfasis agregado por DIG].
En este sentido, San Buenaventura, como Ministro General de los Franciscanos, tomó una línea de gobierno en la cual estaba bien claro que la nueva Orden no podía, como comunidad, vivir a la misma “altura escatológica” de San Francisco, en quien él ve anticipado el mundo futuro, pero –guiado, al mismo tiempo, por un sano realismo y por el coraje espiritual– debía acercarse lo más posible a la realización máxima del Sermón de la montaña, que para San Francisco fue la regla, incluso teniendo en cuenta los límites del hombre, marcado por el pecado original.
Vemos así que para San Buenaventura gobernar no era simplemente un hacer, sino que era sobre todo pensar y rezar. En la base de su gobierno encontramos siempre la oración y el pensamiento; todas sus decisiones resultan de la reflexión, del pensamiento iluminado por la oración. Su contacto íntimo con Cristo ha acompañado siempre a su labor de Ministro General y por eso compuso una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el espíritu de su gobierno y manifiestan la intención de guiar interiormente a la Orden, es decir, de gobernar, no sólo mediante órdenes y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando a Cristo.
De estos escritos suyos, que son el alma de su gobierno y que muestran el camino a recorrer tanto al individuo como a la comunidad, quisiera mencionar sólo uno, su obra maestra, el Itinerarium mentis in Deum, que es un “manual” de contemplación mística. Este libro fue concebido en un lugar de profunda espiritualidad: el monte de Alvernia, donde San Francisco había recibido los estigmas. En la introducción el autor ilustra las circunstancias que dieron origen a este escrito suyo: “Mientras meditaba sobre la posibilidad del alma de ascender a Dios, se me presentó, entre otras cosas, aquel evento admirable ocurrido en aquel lugar al beato Francisco, es decir la visión del Serafín alado en forma de Crucifijo. Y meditando sobre eso, pronto me di cuenta de que tal visión me ofrecía el éxtasis contemplativo del mismo padre Francisco y conjuntamente la vía que conduce a él” (Itinerario della mente in Dio, Prologo, 2, in Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 499).
Las seis alas del Serafín se convierten así en el símbolo de seis etapas que conducen progresivamente al hombre del conocimiento de Dios a través de la observación del mundo y de las creaturas y a través de la exploración del alma misma con sus facultades, hasta la unión gratificante con la Trinidad por medio de Cristo, a imitación de San Francisco de Asís. Las últimas palabras del Itinerarium de San Buenaventura, que responden a la pregunta sobre cómo se puede alcanzar esta comunión mística con Dios, debería hacer descender a lo profundo del corazón: “Si ahora anhelas saber como ocurre esto (la comunión mística con Dios), interroga a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al gemido de la oración, no al estudio de la letra; al esposo, no al maestro; a Dios, no al hombre; a la niebla, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que todo lo inflama y transporta a Dios con fuertes unciones y ardentísimos afectos... Entramos entonces en la oscuridad, acallamos los afanes, las pasiones y las imágenes; pasamos con Cristo Crucificado de este mundo al Padre, a fin de que, después de haberlo visto, digamos con Felipe: esto me basta” (ibid., VII, 6).
Queridos amigos, acojamos la invitación que nos dirige San Buenaventura, el Doctor Seráfico, y entremos en la escuela del Maestro divino: escuchemos su Palabra de vida y de verdad, que resuena en lo íntimo de nuestra alma. Purifiquemos nuestros pensamientos y nuestras acciones, para que Él pueda habitar en nosotros, y nosotros podamos entender su Voz divina, que nos atrae hacia la verdadera felicidad.
Fuente: http://www.vatican.va/
(traducido del italiano por Daniel Iglesias Grèzes).
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