La prudencia, como base formal y “madre” de todas las virtudes humanas, es el troquel delicado pero firme de nuestro espíritu, que moldea el conocimiento de la realidad transformándolo en ejecución del bien. Encierra en sí la humildad del escuchar silencioso, es decir imparcial, la íntima fidelidad de la memoria, el arte de dejarse informar de algo, la serenidad ante lo inesperado. La prudencia es gravedad pausada y, por decirlo así, filtro de la reflexión, a la par que audacia frente a lo definitivo del decidir. Denota nitidez, rectitud, apertura, imparcialidad de ánimo por encima de todos los enredos y utilitarismos únicamente “tácticos”.
La prudencia es, como escribe Paul Claudel, la “sabia proa” de nuestra idiosincracia orientada a la perfección en la diversidad de lo finito.
En la virtud de la prudencia se cierra y sujeta el anillo de la vida activa de modo perfecto: al captar la realidad, el hombre interviene en ella, realizándose al propio tiempo a sí mismo en lo decidido y hecho. La hondura de todo esto se revela en una sentencia aparentemente extraña de Tomás de Aquino, según la cual la prudencia, virtud soberana del “gobierno” de la vida, consuma la dicha suprema del hacer.
La prudencia es esa luz de la existencia moral de la que uno de los libros más sabios del Oriente dice que le es rehusada a todo aquel que “se contempla a sí mismo”.
Hay una firmeza sombría y otra luminosa. La prudencia es la firmeza clara del que se ha decidido a “obrar la verdad” (Jn 3,21).
(Josef Pieper, Antología, Editorial Herder, Barcelona, 1984, pp. 65-66).
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