domingo, noviembre 15, 2009

La civilización del amor


Daniel Iglesias Grèzes

1. La virtud moral como justo medio

Aristóteles y otros filósofos de la Antigua Grecia sostuvieron que cada virtud moral se encontraba en un justo medio, flanqueada por dos vicios contrarios: un defecto y un exceso. Por ejemplo, la virtud de la valentía (el coraje perfecto) está en el justo medio entre la cobardía (un defecto de coraje) y la temeridad (un exceso de coraje). Otro ejemplo se refiere a la alimentación: el justo medio de la templanza en la comida y la bebida está en el justo medio entre un vicio por defecto (el ayuno exagerado) y un vicio por exceso (la gula), ambos perniciosos para el ser humano. Esta antigua forma de sabiduría moral fue sintetizada por el pensador romano Séneca en un conocido aforismo: “todo con moderación”.

Los teólogos cristianos asimilaron esta idea de la filosofía griega y la integraron en el plano superior de la doctrina moral católica. Esto se puede apreciar en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, que aplica este principio en forma sistemática. Así, por ejemplo, Santo Tomás considera que se puede faltar a la virtud de la castidad tanto por un exceso (la lujuria, afán desorbitado de placer sexual) como por un defecto (la insensibilidad, falta del sentimiento de atracción sexual).

Es preciso aclarar que esta concepción de Aristóteles y Santo Tomás de la virtud como justo medio no equivale a una "áurea mediocridad". No se parte de los errores opuestos para promediarlos y llegar así a un punto medio, sino que, desde la altura del bien, hay dos formas distintas de caer, por exceso y por defecto. Lo originario no son los errores, sino la verdad y el bien. La verdad no es una cosa intermedia lograda a partir de los errores. Cuando Santo Tomás combate dos errores opuestos, lo hace remontándose al principio falso que ambos errores tienen en común y poniendo en su lugar al principio verdadero.

2. La virtud cristiana como paroxismo del amor

En los Evangelios se comprueba que la actitud más profunda que Jesucristo quiere suscitar en sus discípulos es la de una entrega radical, no una simple vía media o un equilibrio entre extremos opuestos (cf. Mateo 16,24-26). Y, en un pasaje famoso del Apocalipsis (3,15-16), Dios rechaza enérgicamente a los tibios, prefiriendo a aquellos que son fríos o calientes. Evidentemente el mensaje cristiano demuestra gran interés en evitar que la vida moral degenere en una “áurea mediocridad”.

De ahí que las tres virtudes teologales que caracterizan a la vida cristiana (fe, esperanza y caridad), en su última esencia, no sigan la antigua regla de la moderación. En efecto, ninguna de las tres tiene un límite superior. Siempre podemos y debemos aspirar a creer, esperar y amar más intensamente. Es cierto que, en el nivel de la aplicación práctica, la regla de la moderación es conservada. Por ejemplo, la caridad impulsa a dar limosna a los pobres; pero la determinación del monto de la limosna en cada caso concreto pone en juego, a través de la virtud de la prudencia, un cierto equilibrio entre los extremos de la mezquindad egoísta y la prodigalidad insensata.

Sin embargo, esto se da dentro de una clara jerarquía de valores. Ya San Pablo, en el Capítulo 13 de su Primera Carta a los Corintios, subrayó que sin caridad (es decir, sin amor) ninguna virtud tiene verdadero valor moral ante Dios. Por eso San Agustín escribió que las virtudes practicadas sin caridad no son más que “espléndidos vicios”; y Santo Tomás de Aquino expresó esta jerarquía de valores diciendo que la caridad es la “forma” (o sea, el núcleo esencial) de todas las virtudes.

3. El “centro” católico

Apliquemos ahora las consideraciones anteriores a la vida política. En otro lugar sostuve que los dos problemas políticos principales pueden plantearse por medio de las siguientes preguntas: ¿Cuál debe ser el rol del Estado en la vida de la sociedad? ¿Y cuál debe ser la actitud del Estado con respecto a la ley moral natural? La primera pregunta da un sentido inteligible a los conceptos corrientes de “izquierda” y “derecha”, muy utilizados todavía en política, pero cuyo significado tiende a ser cada vez más vago. Así, si representamos gráficamente sobre un eje horizontal las distintas respuestas a esa primera cuestión, tenemos que: en la extrema izquierda se ubica el socialismo colectivista, en el cual el Estado asume un rol totalitario; en la extrema derecha se ubica el liberalismo individualista, en el cual el Estado asume un rol mínimo; mientras que entre ambos extremos se ubica toda una gama de posiciones más o menos moderadas.

Esto permite comprender en qué sentido la postura política de todos los católicos debe ser de “centro”. Sólo en determinado segmento central de ese eje horizontal imaginario (o sea, en un “justo medio”) se cumplen a la vez el principio de subsidiariedad y el principio de solidaridad, dos pilares básicos de la doctrina moral social católica. Sólo allí, entonces, está la zona del pluralismo político legítimo dentro de la Iglesia Católica. Fuera de esa zona, en cambio, se ubican las posturas políticas incompatibles con la fe o la moral católicas.

4. La civilización del amor

Al igual que la noción de la virtud moral como justo medio, la concepción expuesta en el numeral anterior es correcta, pero -considerada en forma aislada- es algo insatisfactoria. Psicológicamente, es fácil asociar el “centro” político con una suerte de tibieza apocada o aburrida. Conviene pues, complementar lo dicho con otro enfoque que ponga de relieve el valor excepcional de ese “centro” y que en cierto modo reduzca a una unidad los dos errores contrarios que se le oponen.

En este punto nos resulta de ayuda inspiradora la feliz expresión del Papa Pablo VI, quien llamó “civilización del amor” al ideal cristiano de sociedad perfecta. Nótese que, según la concepción cristiana, el amor, hablando con propiedad, sólo es posible entre personas. Para el cristiano, el amor no es una mera atracción bioquímica ni un incontrolable sentimiento romántico, sino un acto espiritual: la voluntad firme y perseverante de hacer el bien a la persona amada.

He aquí que el “principio personalista” está en la base de la doctrina social de la Iglesia: “El hombre, comprendido en su realidad histórica concreta, representa el corazón y el alma de la enseñanza social católica. Toda la doctrina social se desarrolla, en efecto, a partir del principio que afirma la inviolable dignidad de la persona humana.” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 107).

Pues bien, es posible demostrar que tanto la dignidad de la persona humana como la caridad social se diluyen en ambos extremos del “espectro político”, entendido según el citado eje horizontal. En la extrema derecha predomina una antropología individualista que niega la posibilidad del amor auténtico, la búsqueda desinteresada del bien del otro. El individualista piensa que el hombre busca siempre y en todo lugar nada más que su propio interés y que, aún cuando parece actuar de un modo altruista, sigue siendo totalmente egoísta, aunque a través de vías más sutiles. En la extrema izquierda predomina una antropología colectivista que concibe al individuo como un mero nodo de relaciones sociales, sin una identidad sustancial propia e inmutable. Por eso, en definitiva, al colectivista no le importa la persona en sí misma, sino sólo su contribución al conjunto de la sociedad (o a la “revolución”).

En ninguno de ambos extremos se valora realmente a la persona ni se comprende su esencial vocación al amor espiritual. Para que haya una sociedad sana se necesita que haya al menos dos personas que se amen: pero para las ideologías mencionadas sólo existe -en última instancia- uno al que vale la pena amar: uno mismo (para el individualista) o la sociedad (para el colectivista). Ambos extremos tienden al materialismo; y, como bien dice el Concilio Vaticano II, “sin el Creador, la criatura se diluye” (constitución Gaudium et Spes, n. 36).

5. Nueve sectores

En mi artículo anterior ya citado, mostré que las distintas respuestas a la segunda cuestión política fundamental (¿Cuál debe ser la actitud del Estado con respecto a la ley moral natural?) pueden ser representadas gráficamente sobre un eje vertical:

· En la parte superior ubico la respuesta que postula una actitud positiva del Estado hacia la ley moral natural. Aquí se inscribe la doctrina católica, ya que según ésta el Estado existe para buscar el bien común y esto sólo puede lograrse respetando el orden moral establecido por Dios en la naturaleza humana (cf. Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 74).
· En la parte central ubico la respuesta del liberalismo político, que postula una actitud neutral del Estado hacia la cuestión del bien y el mal.
· En la parte inferior ubico las respuestas (frecuentes hoy en el “progresismo” radical) que postulan una actitud negativa del Estado hacia la ley moral; por ejemplo: la “dictadura del relativismo”, que hace de la negación del orden moral objetivo un postulado básico del Estado democrático.

Representando ambos ejes (horizontal y vertical) en un plano y combinando las tres respuestas básicas que hemos esbozado para cada una de las dos cuestiones planteadas, resulta que el plano queda dividido en nueve sectores. Quiero destacar que sólo tres de esos nueve sectores dan respuestas coherentes entre sí a las dos cuestiones, por lo cual los otros seis sectores son poco frecuentados en la práctica. Veámoslo.

La doctrina católica se inscribe en el sector “central superior”. Precisamente por su aprecio fundamental por la dignidad de la persona humana, imagen de Dios, la doctrina social de la Iglesia reconoce la necesidad de que el Estado valore y respalde la ley moral natural, expresión de esa dignidad. Y esa misma dignidad hace que cada persona humana sea digna de ser amada por sí misma, por lo cual se debe respetar su libertad y se debe buscar su bien. De ahí surgen, en definitiva, los principios de subsidiariedad y solidaridad.

El liberalismo clásico postula la autonomía moral absoluta de cada individuo humano. En esta perspectiva la ley moral natural se diluye, al menos en su vigencia social. Por eso el liberalismo se inscribe en el sector “derecho central”. La neutralidad moral del Estado (propia del liberalismo en el eje vertical) se traduce -en el eje horizontal- en la no injerencia del Estado en la economía, que da pie al libre juego de la neutralidad moral del mercado. Destaco aquí una incoherencia básica de los “liberales de izquierda”: ellos rechazan la neutralidad moral del mercado, a la par que aceptan y promueven la neutralidad moral del Estado.

El socialismo clásico es ateo y materialista, rechaza la ley moral natural y considera a la familia como una institución opresiva, que debe ser combatida, al igual que la Iglesia. Por eso el socialismo se inscribe en el sector “izquierdo inferior”. Su tendencia totalitaria le lleva a pretender derogar la ley moral natural y a promover actitudes abiertamente inmorales como si fueran derechos humanos. Por eso hoy hay más enemigos del derecho humano a la vida y de los derechos de la familia en las filas de la “izquierda” que en las de la “derecha”.

6. ¿El catolicismo es un conservadorismo?

En la perspectiva del eje vertical, pues, el católico ya no se ubica en un justo medio, sino en la vanguardia de la promoción y la defensa de la dignidad humana. En esa misma perspectiva también se puede apreciar que el liberalismo, pese a ser un error gravísimo, está menos alejado de la cosmovisión católica que el socialismo. De ahí que a menudo se asocie (erróneamente) a la Iglesia Católica con posiciones políticas “derechistas”.

La perspectiva del eje vertical nos da una visión de la vida política que en cierto modo se parece a la situación del siglo XIX, cuando en general se concebía al conservadorismo (representado en muchos países principalmente por católicos), el liberalismo y el socialismo como las tres grandes fuerzas políticas y se los percibía como ordenados en el sentido expuesto: girando 90º el eje vertical en sentido horario, el catolicismo queda situado a la derecha, el liberalismo en el centro y el socialismo a la izquierda.

¿Es correcto entonces caracterizar el empeño del católico en la arena política como “conservadurismo”? Obviamente esto depende de qué se entienda por “conservador”. Si se trata de conservar el aprecio y el respeto del orden moral objetivo, el católico es necesariamente “conservador”; pero si se trata de conservar un orden social injusto, cualquiera que sea, es clarísimo que el católico no debe ser “conservador”.

En realidad, la injusticia social no es, propiamente hablando, un “orden”, sino un desorden, que el católico debe empeñarse en corregir, precisamente en virtud de su apego al orden moral. No hay entonces ninguna contradicción en la postura católica, como la que sugirieron tantos periodistas desnorteados que gustaban de caracterizar al Papa Juan Pablo II como “conservador en lo doctrinal y progresista en lo social”. La verdad libera. La verdad sobre el hombre revelada por Dios en Cristo y transmitida por la Iglesia se traduce en lo social en un empeño por la auténtica liberación integral del hombre y por la justicia social.

Además, en las cuestiones opinables entre católicos debe reinar la libertad. Así, por ejemplo, el empeño de los católicos conservadores del siglo XIX por conservar los regímenes monárquicos no surgía de la esencia del catolicismo, sino de una opción discutible y contingente. Es necesario distinguir cuidadosamente esa clase de opciones de las consecuencias políticas ineludibles del Evangelio de Cristo.

4 comentarios:

Eetión dijo...

Muy interesante su gráfico. Sin embargo mi preocupación es la interferencia del Estado en las decisiones económicas de las personas. El concepto de libertad en los asuntos económicos dimana del mismo concepto de libertad y evidentemente debe de inscribirse dentro de la ley natural. En este caso ocurre como con la caridad. No puede permitir que sea el Estado quien fije nuestras decisiones económicas. Así, o se permite la libertad a la persona o no se permite, pues en cuanto se empiece a fijar normas que regulen algunos aspectos económicos, por la propia naturaleza de las leyes económicas, se terminará regulando todos y cada unos de esos aspectos económicos. Vuelvo a reiterar que sólo estoy tratando del aspecto económico de la cuestión. Y es en éste aspecto donde el liberalismo económico (en mi caso el liberalismo austriaco), fija la única solución viable a largo plazo y compatible con la libertad individual.

Si desea profundizar más en estos aspectos es interesante lo escrito por Mises en su libro “El Socialismo”.

Un cordial saludo y enhorabuena por su blog y su acción divulgadora.

Daniel Iglesias Grèzes dijo...

Estimado Eetión:

Gracias por su comentario.

En extrema síntesis, el Magisterio de la Iglesia Católica (por ejemplo, en la encíclica Centesimus Annus) señala como error fundamental del liberalismo económico el de absolutizar la libertad económica, haciendo de ella un valor supremo, desligado de referencias éticas superiores.

La doctrina católica valora la libertad económica, pero la enmarca dentro de una concepción de la libertad cuyo centro es ético y religioso.

Así, la Iglesia reconoce que la propiedad privada es un derecho natural, pero no absoluto, en virtud del destino universal de los bienes de la tierra. Por ejemplo, no me es lícito destruir un bien mío por puro capricho, sin tener en cuenta las necesidades de los demás. Y esta ilicitud no tiene por qué restringirse al nivel de la conciencia moral individual, sino que puede ser apoyada por normas jurídicas.

La Iglesia condena un "capitalismo salvaje" que trata al ser humano como una mercancía más, que puede ser comprado o vendido, como ocurre tristemente, por ejemplo, cuando se legaliza la prostitución.

Un saludo cordial de
Daniel Iglesias

Eetión dijo...

Estimado Daniel:

Muchas gracias por su contestación. Estoy de acuerdo con usted que una libertad económica desligada de cualquier referencia ética o moral convertiría a esta libertad en una herramienta de esclavitud. Sin embargo, el problema está en la cuestión de quién debe tomar las decisiones en asuntos económicos, ¿la colectividad o el individuo? Evidentemente, si consideramos que debe ser el individuo, su decisión debe ajustarse a unos principios morales correctos. Si esto no fuera así cometería un pecado, o incluso un delito en el caso de que su acción estuviese tipificada. En el otro extremo, el Estado impondría su criterio a la hora de tomar la decisión económica, privando a la persona de su libre albedrío. Pongo un ejemplo de lo anterior en mi entrada “Böhm-Bawerk, la teoría del valor y el egoísmo” aplicando la teoría económica a un pasaje del Primer Libro de los Reyes.

Evidentemente como católico reconozco el destino universal de los bienes. Me comenta que no es lícito destruir un bien mío por puro capricho, sin tener en cuenta las necesidades de los demás, y evidentemente está en la cierto. Pero, ¿quién decide que mi acto de destrucción es un puro capricho? Imaginemos que tengo una vivienda y junto a ella, pero dentro de mi propiedad, hay un gran árbol. Este árbol es un árbol centenario y es visitado por muchos turistas que gastan dinero en el pueblo contribuyendo al bienestar del mismo. Imaginemos también que con los años mi familia aumenta y que necesito ampliar mi casa, para que mis hijos tengan un lugar digno donde dormir y estudiar. El terreno es pequeño y la única solución es quitar el árbol. No quisiera talarlo, pero nadie quiere hacerse cargo de su traslado. Entonces, el pueblo se reúne y decide que como el árbol es una fuente de riqueza, yo no puedo talarlo y por consecuencia tampoco podré ampliar mi casa. Es más, consideran que la ampliación es un capricho mío, pues bien pueden dormir mis hijos (varones y hembras) en una única habitación y en literas. Evidentemente, es un ejemplo algo tosco, pero lo que quiero indicar es que la mejor manera de cumplir el precepto del destino universal de los bienes, es defendiendo que cada uno sea dueño de sus decisiones económicas. Por supuesto, pueden existir contadas excepciones donde la propiedad quede en un segundo plano, como en el caso de una extrema necesidad, donde el valor de la vida se encuentra por encima del derecho de propiedad (y esto dentro del ámbito moral, como por ejemplo robar comida para alimentar a unos hijos, que es moralmente aceptable siempre que se cumplan unas condiciones).

Daniel Iglesias Grèzes dijo...

Estimado Eetión:

Pese a su argumento, parece clarísimo que en una sociedad moderna es necesario algún grado de injerencia del Estado en la economía, en detrimento de la libertad individual considerada como un bien absoluto. Así, por ejemplo, salvo unos pocos extremistas, nadie negará que el Estado debe poder cobrar impuestos y poder expropiar terrenos para obras públicas.

El mismo principio (del bien común) puede aplicarse a algunas formas de redistribución de la riqueza, aunque la forma concreta de hacer esto tiene siempre aspectos discutibles.

Pero además, insisto en que, al menos en ciertos países y en ciertos aspectos, sigue dándose hoy un "capitalismo salvaje": ¿Cómo llamar si no a la justificación de la industria pornográfica, que explota en forma inescrupulosa la fragilidad moral de los hombres, como parte de la libertad de expresión y la libertad de comercio? Podrá decirse que esto es un ejemplo extremo, pero es muy real y muy ilustrativo del tipo de sociedad que hemos construido. Y hay otros ejemplos por el estilo, aunque menos chocantes que los dos ya expuestos.