Daniel Iglesias Grèzes
El Concilio Vaticano II enseñó sabiamente que “el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 43). Desde entonces la expresión “divorcio entre fe y vida” se volvió un lugar común en el lenguaje católico. Actualmente, todos los análisis eclesiales de la realidad identifican dicho “divorcio” como uno de los problemas centrales para los cristianos de hoy. Sin duda ese diagnóstico es en sí mismo correcto, pero la forma en que a menudo es presentado me deja insatisfecho: suele sobreentenderse que, en ese “divorcio”, el problema no está principalmente “del lado de la fe”, sino “del lado de la vida”; de ahí que, en esos casos, la terapia propuesta consista esencialmente en una exhortación moral, dirigida a todos los cristianos, para que en su vida asuman de un modo más activo y esforzado sus responsabilidades en el mundo, en coherencia con la fe que ya tienen.
No niego la gran parte de verdad que hay en esta concepción corriente del asunto. Todos sabemos demasiado bien, por experiencia, que el creyente sufre siempre la tentación de reducir su fe a un legalismo o un ritualismo, tendencias condenadas ya por los profetas del Antiguo Testamento. No obstante, sospecho que la forma más corriente –antes expuesta- de presentar este problema resulta, a fin de cuentas, algo unilateral y deja un poco oculto un aspecto fundamental del mismo.
Extremando el planteo, podríamos preguntarnos lo siguiente: ¿es que acaso puede haber un divorcio real entre la verdadera fe cristiana y la verdadera vida cristiana? Si la fe no se concibe de un modo intelectualista, como una mera aceptación de verdades doctrinales, sino en toda su profundidad, como una adhesión radical del creyente al Dios que se revela a Sí mismo en Jesucristo, se cae fácilmente en la cuenta de que esa virtud teologal, si es verdadera, no puede dejar de ir acompañada por las otras dos virtudes teologales: la esperanza y la caridad (o amor cristiano). Además, el amor cristiano no es tal si no se manifiesta en obras buenas. Por consiguiente, la fe cristiana auténtica produce necesariamente frutos de justicia y santidad.
Esto nos lleva a invertir la presentación anterior del grave problema del divorcio entre la fe y la vida diaria, poniendo la raíz del mismo “del lado de la fe”, más que “del lado de la vida”: la causa primera de ese “divorcio” es una falta de fe, que se manifiesta en la vida. ¡Es nuestra vida la que puede separarse de la fe verdadera y no al revés!
Si el ser humano se aleja del centro del que mana la vida de la gracia divina, que es aceptada por medio de la fe, fatalmente esa vida se empobrece y debilita en el alma y en sus expresiones concretas en la vida cotidiana. Por eso el remedio es, en esencia, simple: volver a Jesucristo, con la fuerza del Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Cristo mismo es la Vida y ha venido a traernos vida en abundancia. Si permanecemos unidos a Cristo, en la fe, la esperanza y el amor, daremos mucho fruto (cf. Juan 15,5).
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