domingo, julio 19, 2009

La Iglesia y los pobres


Daniel Iglesias Grèzes

Con frecuencia se oye a personas cristianas decir más o menos lo siguiente: “dar de comer a los pobres es una tarea que no corresponde a la Iglesia, sino al Estado”. ¿Qué enseña al respecto el Magisterio de la Iglesia?

El Papa Juan Pablo II, en su carta encíclica Sollicitudo Rei Socialis (“preocupación por los asuntos sociales”) nos dijo lo siguiente:

“Además, esta concepción de la fe explica claramente por qué la Iglesia se preocupa de la problemática del desarrollo, lo considera un deber de su ministerio pastoral y ayuda a todos a reflexionar sobre la naturaleza y las características del auténtico desarrollo humano. (…)

Así, pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos no sólo con lo “superfluo”, sino con lo necesario.
(…)

La obligación de empeñarse por el desarrollo de los pueblos no es un deber solamente individual, ni mucho menos individualista, como si se pudiera conseguir con los esfuerzos aislados de cada uno. Es un imperativo para todos y cada uno de los hombres y mujeres, para las sociedades y las naciones, en particular para la Iglesia católica y para las otras Iglesias y comunidades eclesiales, con las que estamos plenamente dispuestos a colaborar en este campo.”
(Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, nn. 31-32; cf. n. 40).

Estas palabras de Juan Pablo II son claras e inequívocas. Es cierto que el Estado debe asistir a las personas que viven en la miseria y formular y ejecutar políticas que apunten a la resolución de los problemas sociales. No obstante, según el principio de subsidiariedad de la doctrina social católica, ello no exime a cada ciudadano, a cada cristiano y a la misma Iglesia de su directa responsabilidad con respecto a los pobres y los que sufren.

Hermanos cristianos, no busquemos en vano excusas con base en argumentos de origen secularista. Dispongámonos, en cambio, a trabajar con empeño (individual, comunitaria y aún institucionalmente, como Iglesia) en pos del desarrollo integral del hombre: de todo el hombre y de todos los hombres.

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