Año 1528: la Iglesia estaba en una situación desastrosa. La corrupción eclesiástica (simonía, nepotismo, lujuria) estaba muy difundida. Durante todo el siglo XV, Papas y Concilios se habían esforzado para salvar el barco que hacía agua. Sin embargo se habían agravado y multiplicado los cismas y las herejías. El Concilio de Pisa (1409) comenzó con dos papas y terminó con tres. Siguieron luego los Concilios de Constanza (1414-1418), Basilea (1431), Ferrara-Florencia (1438-1442) y el V de Letrán (1512-1517). Siete meses después de la clausura de este último Concilio, Martín Lutero colgaba sus 95 tesis en la puerta del castillo de Wittenberg. Ante este panorama de perdición, ocurrió algo sorprendente, nunca visto antes.
Todo ocurrió alrededor de un joven español llamado Ignacio. Nació en Loyola en 1491. Hasta los 30 años se dedicó a la vida de la corte, apasionándose con la guerra y las mujeres. No parecía tener madera de santo, pero fue elegido por el Señor: su conversión recuerda la de San Pablo. En torno a este pequeño vasco de temperamento arrollador comenzó una gran historia.
Empezó de una manera muy sencilla. El 2 de febrero de 1528 Ignacio llegó a la Universidad de París para estudiar. Allí hizo amistad con otros seis estudiantes. La personalidad de Ignacio los atrajo y conquistó. Hicieron un pacto para vivir y disfrutar juntos en cualquier lugar y situación la “compañía de Jesús”, empezando por su universidad y por los apestados hospitales donde empezaron a servir a los infectados.
La historia de Ignacio y de los jesuitas fue luego un espectáculo para el mundo: desde las selvas de los salvajes guaraníes hasta la misteriosa corte del Emperador chino, más intrépidos que los exploradores de aquellos años, más cultos que los sabios de su época, más avezados que los políticos de las cortes de Europa, los más odiados y perseguidos por el poder y la masonería. Pero esta Orden legendaria nació de la normalidad de aquellos compañeros, de la humanísima sencillez de aquella amistad, en la que no faltaron ni siquiera los enfrentamientos de carácter.
Ignacio, Pierre Favre, Francisco Javier, Simón Rodrigues, Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Nicolás Bobadilla eran el corazón de la “Compañía”. Alrededor de ellos se congregaban otros estudiantes y profesores. El grupo de jóvenes amigos comenzó a levantar sospechas. No disponían de grandes medios, pero estaban convencidos de que una “compañía” de Jesús como la que tenían la gracia de vivir podía conquistar el mundo entero.
Pasaron el verano de 1534 en largas conversaciones para decidir qué harían con sus vidas. En la mañana del 15 de agosto, fiesta de la Asunción de María, los siete compañeros fueron juntos a la pequeña iglesia de los Mártires. En la cripta reinaba el silencio. Celebró la Misa Pierre Favre, el único sacerdote. Antes de la comunión, cada uno de ellos hizo sus votos en voz alta: pobreza (es decir dedicación total y gratuita al Anuncio), castidad y la promesa del peregrinaje a Tierra Santa. De regreso se presentarían ante el Papa “dispuestos, si él lo decidía así, a anunciar, sin ninguna tergiversación, el Evangelio por todo el orbe terrestre”. Tras aquella celebración los compañeros transcurrieron todo el día juntos en el manantial de San Dionisio. “Sus corazones estaban repletos de gozo y júbilo enorme. Volvieron a casa sólo al anochecer, alabando y glorificando a Dios”.
El Papa Pablo II aprobó la Compañía de Jesús el 27 de septiembre de 1540. Comandada por Ignacio desde su “cuartel general” en Roma, la Compañía se expandió rápidamente por el mundo, buscando conquistarlo “para la mayor gloria de Dios”. Para comprender qué significaba la unidad entre ellos, basta pensar en Francisco Javier. Había ido a parar a la India, con la peor chusma portuguesa. Recorriendo miles de kilómetros por mar a pesar de sufrir mareos, convirtió a pueblos enteros, naufragó tres veces, fundó misiones por todas partes; perseguido por los musulmanes, a veces se tuvo que esconder en la jungla durante días. Llegó a las Molucas y “se dio cuenta de que habían de pasar tres años y nueve meses antes de recibir respuesta de Roma. Francisco, para quien una semana de separación de los amigos era un sufrimiento, recortó las firmas de aquellas cartas y las llevaba en el corazón, con una copia de los votos que había hecho a Cristo”.
En 1556, cuando Ignacio murió en Roma, los jesuitas dispersos por América, África, Europa, India e Indonesia son un millar. La pequeña compañía florecía sobre el viejo tronco de la Iglesia, continuando y renovando su gran historia.
Fuente: Revista “30 Días en la Iglesia y en el Mundo”
(artículo resumido por Daniel Iglesias Grèzes).
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